Por fin llegamos a Salceda, donde yo nací en 1943 y éramos doscientos habitantes. Hoy solo queda uno, que curiosamente salía de una cuadra de ordeñar las vacas. Emilio le asó a preguntas. Paco, que así se llama el vecino, no salía de su asombro.
La casa donde nací estaba cerrada, pero le expliqué que vivíamos del alquiler en la mitad de ella. Y le enseñé un ventanuco que comunicaba con el sótano, donde guardábamos las gallinas y el cerdo. Le conté que en 1951, cuando yo tenía ocho años, ocurrió un hecho muy lamentable para la familia. Las gallinas estaban sueltas durante el día comiendo lo que buenamente encontraban, hasta que las recogíamos a las seis de la tarde y las introducíamos por el ventanuco para que se «asejasen». Luego, con un madero taponábamos la ventana. Recuerdo que era invierno. Una noche, a eso de las dos de la madrugada, se oyó en el sótano de la casa un gran estrépito y cacareos de gallinas. Con una luz de carburo, bajamos toda la familia al gallinero. En el suelo había más de diez gallinas muertas. Mi padre alumbraba hacia arriba y, en unos tableros que servía de aposento a las aves, divisamos un enorme zorro con otra gallina en la boca. Mi padre cogió una horca y cuando trataba de buscar la salida lo ensartó por la barriga. No sé si a mí, o a mi hermano Jaime, se nos había olvidado poner el madero en la ventana.
Le contaba yo a Botín que mi padre y mi madre se llevaron un disgusto enorme, pero sus hijos estuvimos encantados, porque nos pasamos un mes comiendo gallina. No había frigoríficos entonces, pero había una nevera de más de un metro de nieve en el pueblo. Y no solo comimos las gallinas, también el zorro. Botín se quedó perplejo.
—¿Qué os comisteis el zorro?
—Mira Emilio, hasta que salí de este pueblo con once años había comido yo más zorro que ternera.
—¿Y a qué sabe?
—Ya no me acuerdo, pero la vecina Demetria Morante, después de tener al animal desollado y al sereno veinte días, lo ponía estofado y estaba cojonudo.
Durante mucho tiempo, cada vez que me veía, me decía lo mismo. «¡Lo del zorro es muy fuerte Revilla!». «¡Todo se pega, Emilio!», le contestaba yo.
Siempre pendiente de conseguir cosas para Cantabria, me llama un día y me dice que en Londres se ha decidido construir el décimo tercer centro de la organización Colegios del Mundo Unido en España. Hay doce en funcionamiento con alumnos becados por instituciones de todo tipo, y muy ligados a las monarquías europeas. Se crearon al concluir la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de educar a la juventud en los valores de solidaridad y paz. Están instalados en Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, India, Canadá… El presidente actual de la organización es Nelson Mandela y el anterior fue el príncipe Carlos de Inglaterra. El presidente en España es primo hermano del rey, don Carlos de Borbón. Los alumnos se eligen en función de su talento y teniendo en cuenta su condición humilde.
Botín me sugirió que presentara la candidatura de Cantabria para ubicar el nuevo colegio en el edificio contiguo al Seminario de Comillas, hoy sede del Centro de Estudios Superiores del Español. En menos de un mes ya estaba la candidatura presentada en Londres.
En septiembre de 2008, un jurado internacional decidía la sede en España del décimo tercer Colegio del Mundo Unido. El rey Juan Carlos era pieza fundamental en la votación final. En el mes de julio, invité a los reyes a visitar Comillas. Era consciente de la importancia de que en el encuentro estuviese Emilio Botín. Organicé una cena y dispuse la mesa colocándole justo enfrente del rey. Mientras dábamos cuenta de la suculenta cena, el banquero prácticamente no comía. Insistía una y otra vez en lo importante que era para los alumnos un lugar como Comillas, en un entorno bucólico, próximo a Santillana del Mar y con un espacio de casi ochenta hectáreas para el paseo y la meditación.
Insistía tanto que yo empecé a sentirme incómodo. En un momento de la cena, el rey posó los cubiertos y dijo: «Emilio, ¡déjame cenar tranquilo!». Cuando acabamos nos levantamos para departir un rato en la terraza del hotel Rovacías. La noche era espléndida y se divisaba una vista maravillosa del primer pueblo que tuvo luz eléctrica en España. Hicimos tres o cuatro corros. Botín departía con el rey, que se despidió a las doce de la noche. En ese momento se me acercó Botín, aproximó su cara a la mía y me empapó de lágrimas. No pronunciaba palabra alguna. Pensé que le ocurría algo.
Por fin, de manera entrecortada, pronunció esta frase: «¡Me ha dicho que sí!». También yo mojé el ojo. Me di cuenta de que por encima de los dividendos, las fusiones y las opas, tenía enfrente a un ser humano que peleaba por su tierra de origen.
Hace muchos años que el Partido Regionalista de Cantabria celebra una comida por Navidad con los militantes. Nos reunimos mil personas, que es la capacidad máxima del hotel Bahía o el hotel Palacio del Mar. Aparte de la comida, es tradición mi discurso a los afiliados.
Mis compañeros saben que suelo explayarme bastante y van preparados y mentalizados para ello. En la Navidad de 2008 me pasé un pelín, porque estuve hablando sin guion tres horas y doce minutos. A los pocos días me llamó Emilio Botín para decirme que le habían hablado de una perorata mía de más de tres horas y que tenía mucho interés en que se la mandase si la tenía grabada. Le dije que tenía un vídeo, pero que era droga dura. «No importa», me dijo. «Te mando ahora mismo a una persona para que se lo des. Mañana viajo a Japón y tengo tiempo de verlo».
A las pocas horas vinieron a buscar el encargo. Pasaron los días. Me llamó para deshacerse en elogios por el contenido del discurso. «¡Cuánto daría yo por hablar como tú!». Me comentó pasajes de mi intervención que demostraban que se la había tragado entera.
Entre los muchos «sablazos» que le metí, hay uno que quiero destacar. El Asilo de la Caridad de Santander es una institución benéfica emblemática en la ciudad. Su director me llamó en una ocasión para decirme que había hecho una remodelación del edificio y que quería que lo visitase. Había quedado precioso, pero faltaba amueblarlo y ese era el motivo por el que me había invitado. Hacían falta trescientos mil euros para las camas, cocinas y demás muebles. El director pedía la ayuda del Gobierno de Cantabria.
A la vuelta al despacho pensé que la inversión encajaba en los fines de la Fundación Botín. Le llamé por teléfono. Le expliqué el tema y me pregunto de cuánto estábamos hablando. Le di la cifra. Sin dudarlo me dijo que sí.
Cuando se había completado la obra, el director me llama para decirme que hay que inaugurarla. Rápidamente me puse en contacto con Emilio para pedirle que me acompañara en el acto. Me dio un no rotundo. «Ni voy, ni quiero figurar para nada como benefactor de la obra». Me enfadé un poco y le insistí para que me acompañara. De mala gana aceptó.
La inauguración fue programada para las doce del mediodía. Quedamos a las diez en el banco para el desayuno con sardinas. El Asilo de la Caridad está a quinientos metros. A las 11.45, me pregunta si vamos en su coche o en el mío. Yo le digo que en ninguno de los dos, vamos andando.
—De ninguna manera, los banqueros somos gente controvertida y no todos me quieren como a ti.
—Si no vamos andando, no vamos. Vas a ver el juicio que tienen sobre ti tus paisanos —insistí.
Salimos a la calle. Hacía un día maravilloso. Solo pudimos recorrer cincuenta metros. La gente se acercaba a saludarnos, nos pedía fotos… no podíamos avanzar. Finalmente tuvimos que coger el coche para poder llegar.
En el Asilo de la Caridad esperaban más de doscientos ancianos, que le tocaban y le abrazaban. Pronuncié unas breves palabras y le pedí a Botín que subiese al estrado para decir algo a los abuelos. Es la única vez que le he visto hablar, y bien, durante quince minutos sin papeles. Salió de allí emocionado.
En el verano de 2007, con motivo de un Patronato de las Cuevas de Altamira y aprovechando la presencia del ministro de Cultura, César Antonio de Molina, hicimos una comida al aire libre en su maravillosa casa de Puente San Miguel, la cual perteneció a su antepasado el descubridor de las cuevas. Estábamos el ministro, Botín y yo. Nos preparó una comida a base de productos de su huerta. A la hora del café, le digo al ministro:
—¿Eres consciente de que estamos comiendo con el hombre con más poder de España?
Emilio replicó rápido.
—El poder lo tenéis vosotros.
Entonces le pedí que contestara tres preguntas.
—¿Si tú llamas ahora, el rey se pone?
—Sí.
—¿Y si llamas a Lula, el presidente de Brasil, se pone?
—Sí.
—¿Y si llamas al primer ministro inglés, Gordon Brown?
También contestó afirmativamente.
—Pues eso Emilio es el poder. A este y a mí no se nos pone ni las secretarias.
La percepción de los cántabros hacia Botín ha cambiado de manera muy favorable en los últimos años. Creo que algo he influido, porque he dado a conocer facetas desconocidas de este hombre.
Que la mayor institución financiera de Europa tenga su domicilio social en el Paseo de Pereda de Santander tiene beneficios muy importantes para las arcas regionales. ¿Cuánto costaría la publicidad de ver enormes carteles con el nombre de Santander en majestuosos edificios de Alemania, Estados Unidos, Inglaterra, México, Argentina, Brasil…? Por no hablar de la Fórmula 1 que ven millones de personas y que en cada curva, o en los coches, se topan con el nombre de Santander.
Acaba de inaugurar en Solares, al lado de Santander, el mayor centro de proceso de datos que banco alguno tenga en la tierra, con una inversión de doscientos sesenta millones de euros y empleo para doscientos treinta especialistas. En los próximos meses comenzarán las obras del gran centro de arte Emilio Botín en Santander, con una inversión de ochenta millones.
Yo le juzgo por su pasión, fuera de toda duda, hacia su tierra. Y es algo que valoro mucho. Tiene grandes aptitudes, como el trabajo, la astucia y la perseverancia. De otra manera no se explicaría que haya convertido un banco de provincias en una de las mayores entidades financieras del mundo. Cuando murió su padre, la gente en Santander se preguntaba qué sería del banco. Se oía incluso decir «¡Pobre banco, en manos de Emilito!». Qué augurios tan poco atinados.
En los últimos meses he tenido que darle un pequeño tirón de orejas. Hace algunos años que colaboro en programas de Punto Radio, primero con mi gran amigo Luis del Olmo y ahora con Albert Castillón, voz emergente y con gran futuro en la radio española. Al mes de perder la Presidencia de Cantabria, Albert me comentó en uno de los programas:
—Dicen que cuando uno pierde el poder los «amigos» llaman menos, o no llaman. ¿Le está pasando esto a Revilla?
Me quedé un momento dubitativo y le dije que en general no, pero que sí me había extrañado que una persona que antes llamaba todas las semanas no lo hubiera hecho.
—¿Quién? —inquirió Albert—. ¿Un político?
—No.
—¿Un financiero?
—Sí.
—¿Emilio Botín?
—El mismo.
Y añadí que consideraba lógico que hubiera llamado inmediatamente a quien había ganado, pero un detalle con el que había perdido me parecía imprescindible después de años de tan intensa relación.
Rápidamente llegó a sus oídos mi comentario y me llamó preocupado. «Emilio, muy mal», le dije. «Por encima de los cargos, que son coyuntura, estamos las personas». No tardó cuarenta y ocho horas en venir a verme y tuvimos una larga charla.
Es una persona que siempre es responsable con el que manda. Defendió a Zapatero hasta el día de su cese. Y al día siguiente se deshacía en elogios hacia Rajoy.
Para Cantabria es un activo muy importante. Y haberle involucrado con la región, fundamental.
En septiembre de 1995 yo era vicepresidente y consejero de Obras Públicas del Gobierno de Cantabria, fruto como ya he dicho de un pacto de coalición entre el Partido Popular y el Partido Regionalista. El ministro de Fomento, que era entonces José Borrell, me citó a las doce de la mañana en la sede del ministerio, en el Paseo de la Castellana.
Me llevaron a Madrid en coche. Salimos a las siete de la mañana, tiempo suficiente para parar por el camino a tomar un café y llegar a la cita a la hora. A eso de las once estábamos ya entrando en la capital, pero el conductor se perdió entre tanta M-30, M-40… Y a las once y media seguíamos perdidos.
Yo estaba atacado de los nervios, porque una de mis manías es no llegar nunca tarde a ningún sitio, y mucho menos a una cita con un ministro. Vi un taxi, del que en ese momento bajaba una señora, y salté como un gamo a por él después de coger la cartera. Le indiqué al taxista adónde iba y en quince minutos estaba subiendo por la escalera del ministerio en dirección al despacho del ministro.
Aquel día saqué una conclusión. Yo no llevo guardaespaldas. Voy solo a los sitios. Lo más barato, rápido y eficaz es coger el avión en Santander y al llegar a Barajas acceder a esa fila de decenas de taxis, que te llevan con comodidad y rapidez a donde quieras.
Nunca más, en dieciséis años que estuve en el Gobierno, volví a Madrid en coche oficial. En los ocho años que fui vicepresidente y consejero de Obras Públicas, nadie reparó en mi medio de transporte. Y yo no sospeché jamás que un día se convertiría en noticia de los telediarios.
Fue en julio de 2003, cuando fui investido presidente, cuando comenzaron a ser noticia, con gran sorpresa por mi parte, los viajes de Revilla en taxi. Como es habitual, tras unas elecciones autonómicas el presidente del Gobierno, que entonces era José María Aznar, suele mantener encuentros con todos los presidentes regionales. A mí me cita el 30 de julio, a las cinco de la tarde.
Era un día de calor espantoso. Cogí el avión de las diez de la mañana y a las doce ya estaba en el hotel Miguel Ángel. Como no tenía ni idea de la ubicación de La Moncloa, llamé a un íntimo amigo mío de Madrid, el duque de San Carlos, que me dijo: «Yo te invito a comer en un lugar próximo a La Moncloa, para que a las cuatro y cuarto o cuatro y media podamos pedir un taxi que te lleve hasta el palacio».
Recuerdo que me llevó a un sitio extraordinario, El Landó, y que nos pusieron unos huevos revueltos con patatas exquisitos. Estuvimos de sobremesa hasta las cuatro y cuarto y a esa hora pedimos al maitre que llamara a un taxi. Cinco minutos después lo tenía en la puerta.