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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

Nadie es más que nadie (12 page)

BOOK: Nadie es más que nadie
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La composición de las mesas estaba pensada para que no coincidieran políticos con políticos. Estaban muy bien armadas. Nosotros nos encontrábamos muy cerca de donde estaban los príncipes y los reyes.

Como siempre en las bodas, lo primero que hice al sentarme fue mirar el menú. Tenía muchas letras, así que me sentí expectante: Tartaleta hojaldrada con frutos de mar sobre fondo de verduras, capón asado al tomillo, frutos secos y tarta, todo ello con blanco D.O. Rías Baixas, tinto D.O. Rioja y cava.

Y en estas llega el primer plato. Parecía un canapé, no hacía falta tenedor ni cuchillo para comerlo. Lo cogí con la mano, para adentro y el primer plato finito. Así lo conté en la televisión. A pesar de su pomposo nombre, el segundo era una especie de pechuga hervida, con una salsa. Viendo ya que no iba a venir mucho más, pedí que me sirvieran tres trozos. Y la tarta era simulada, porque lo que nos dieron no era más que un bombón, una cosa pequeña de chocolate. Por lo tanto, cuando me preguntaron que si pasé hambre respondí que a las seis de la tarde necesité tomar un suplemento en el hotel.

La verdad es que todo estaba rico, pero escaso, teniendo como tengo de referencia las bodas de Cantabria. Y así lo dije, insisto, con naturalidad y sin pensar en las consecuencias que iban a tener mis palabras.

Sí es cierto que cuando llegué a casa mi mujer me dijo que por qué había contado esas cosas, pero yo le expliqué que me había limitado a responder a lo que me habían preguntado. Y a hablar de esta boda como de la de cualquier otra pareja.

A los pocos días, entró en escena un programa televisivo que era de los más vistos en España en ese momento, Crónicas Marcianas. Su presentador, Javier Sardá, explicó que se habían dirigido a la televisión local de Vocento en Cantabria para pedir una copia del programa donde yo había dicho que había pasado hambre en la boda, y que no les habían querido enviar el vídeo.

Efectivamente, la dirección de El Diario Montañés me había informado de la petición y había pedido mi permiso para facilitar la copia, a lo que yo me negué. Entonces, el señor Sardá ofreció un millón de pesetas a cualquier espectador que pudiera mandarle esa copia. Y yo, rezando para que nadie la tuviera.

Pero al día siguiente, 22 de junio, Sardá apareció en antena con veinte o treinta copias delante, y les dijo a los espectadores que se habían pasado y que el premio sería solo para la primera.

Con la cinta en su poder, hicieron una tertulia sobre mis comentarios. Yo no lo vi, pero me contaron que fue terrible. Menos Boris Izaguirre, todos los demás entraron a saco contra mí. «Esto pasa por invitar a gente rural a estas bodas», creo que llegaron a decir. «Hay que seleccionar mejor quién va», «Este tío es un impresentable»…

Hubo comentarios de todo tipo, con el agravante de la exageración, porque sinceramente yo no tenía la impresión de haber dicho nada tan grave. Soy una persona que siempre ha sentido un gran respeto por el rey, jamás he dicho nada negativo contra él, ni contra nadie de su familia.

Pero Crónicas Marcianas tuvo una audiencia masiva. A las ocho de la mañana del día siguiente, estaba en mi despacho de Puertochico cuando me llamó mi mujer, amigos, mucha gente: «Vaya la que se ha armado, estás en boca de todo el mundo, se montan tertulias sobre el tema, la que has provocado es muy gorda…».

Mi mujer me llegó a recordar que ya me había advertido que la televisión acabaría conmigo. «No vuelvo contigo a Madrid, qué dirán en la Casa Real».

La verdad es que en ese momento se me aflojaban las piernas. «¿Pero qué he dicho?», me preguntaba recapacitando. Y la conclusión a la que llegué fue que no se puede hablar de la boda de unos príncipes como si fuera la de una persona cualquiera. Ese fue mi gran error. Si hubiera podido, habría borrado del mapa mi intervención en aquel programa de televisión. Incluso llegué a pensar en la dimisión como presidente.

NO ES PARA TANTO

Pero lo que son las cosas. Cuando me sentía más apesadumbrado, e incluso empezaba a pensar que tal vez no había estado a la altura institucional que se esperaba de mí, tuve que acudir a un acto en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, donde intervenía Mario Vargas Llosa. Fue el 23 de junio en el Palacio de La Magdalena, al día siguiente de la tertulia en Crónicas Marcianas. Acudí receloso, expectante ante la reacción de la gente. «Muy bueno lo de anoche», en clara referencia al programa, fue lo primero que me gritaron tres personas a las que me encontré en la calle.

Cogí el coche oficial y me presenté en el Palacio de La Magdalena, donde habría no menos de quinientas personas esperando ver a Vargas Llosa. Y cuando me bajo del coche, oí un aplauso sonoro. Me di la vuelta, convencido de que detrás de mí vendría el premio Nobel. Y, gran sorpresa, los aplausos eran para mí.

El comentario era general. «Revilla, cómo nos hemos reído, qué bien anoche». «Dios mío, esto no me encaja», pensé yo. Pero concluí que en esta vida la gente agradece que seas normal. Quizá metí la pata, me pasé tres pueblos por hablar con demasiada cercanía de una boda real, pero lo hice sin faltar a nadie.

La gente valoró a una persona a la que le correspondió ir a esa boda no por sus relaciones personales, sino por ser presidente de Cantabria. Si no, de qué. Tampoco me sentí privilegiado por ir.

La reacción de la
UIMP
se extendió por toda España y salvo en alguna tertulia el pueblo en general vio en Revilla lo que es: un hombre de pueblo, de origen humilde, que sabe quién es, que comenta las cosas con normalidad, que no siente pleitesía por nada y que no considera a nadie más que nadie. Yo aplaudo y venero a un rey si lo hace bien, y si no fuera así pediría su dimisión. No tengo ningún tipo de visión cortesana, ni ninguna servidumbre.

Ahora bien, el pueblo me había comprendido y me respaldaba frente a quienes pedían mi dimisión como presidente, pero quedaban una serie de incógnitas. Cómo iban a reaccionar en la Casa Real cuando me vieran, cómo iban a reaccionar los príncipes y qué consecuencias me iba a traer esto en el plano institucional, visto que el juicio popular había sido favorable. Eso era lo que más me preocupaba como presidente de Cantabria.

Unos veinte días después, José Luis Rodríguez Zapatero convocó la primera Conferencia de Presidentes, una institución que él mismo creó, en mi opinión con muy buen criterio. Estaba previsto que, tras la reunión, los reyes nos invitaran a un almuerzo en el Palacio Real.

Recuerdo que llegamos a comer a las cinco y cuarto, porque la reunión se había demorado en exceso. Yo iba hasta avergonzado por ese retraso, que se sumaba a la preocupación por la reacción que me iba a encontrar.

Me saludaron con toda normalidad, no vi nada especial. El protocolo hizo que el rey se sentara junto al presidente Rodríguez Zapatero. La reina estaba flanqueada por Ibarretxe y Maragall. Y como representante de Cantabria, que en el ranking protocolario de Comunidades Autónomas es la quinta, porque fue la quinta en aprobar su Estatuto de Autonomía, me correspondió sentarme al lado del príncipe.

No observé nada especial, ni a favor ni en contra. Todo discurría de una forma muy protocolaria. Yo no abría la boca. Y fue el presidente Zapatero quien, a los postres, dice en alto en la mesa:

—Revilla, tenías que haber traído unas anchoas para esta comida.

Carcajada general. Con reflejos, porque esos sí que los tengo, contesté:

—A una casa tan importante es de mal gusto traer comida.

Entonces el rey me dijo:

—¿Y qué puntuación le das a la comida de hoy?

—Un diez, majestad, de ahora en adelante siempre diez.

Las comidas que te ofrecen en la Casa Real, incluida esa, que era notablemente superior a la de la boda, nunca son para tirar cohetes. Siempre que está la reina en una comida hay que ponerse en lo peor en cuanto a cantidad. Ella es de una frugalidad impresionante. Otra cosa es cuando el rey está solo.

A partir de ese momento, he recibido alguna confirmación más de que al rey, a quien yo creo que muchos días le gustaría no serlo, le divirtieron mis comentarios. Desde luego vio el programa y no encontró nada peyorativo en mi relación con la Casa Real. Creo que el príncipe también lo ha encajado bien. La que no sé si me ha perdonado es doña Letizia.

AGUA PARA EL DESIERTO DE SEGÉ

Sea como sea, el mayor beneficiario de mi presencia en la boda de los príncipes fue curiosamente un poblado de Mali, en el desierto de Segé, una de las regiones más pobres del mundo.

A los pocos días del enlace, me pidió una entrevista una monja llamada Carmen Cagigal.

—Mi nombre no te dirá nada, pero mi apellido sí. Soy la hija de Aquilino Cagigal Caloca —me dijo.

—¡Quilinón! —respondí emocionado.

—Sí. Llevo treinta y cinco años de monja en el lugar más terrible de la tierra y es la primera vez que vengo a España —me explicó.

Quilinón, como le llamábamos en Polaciones, era el herrero del valle cuando yo nací. Un hombre que frecuentaba la casa de mis padres todas las semanas, un hombre rudo pero entrañable, sin estudios pero de gran inteligencia natural y todo bondad.

Volviendo a su hija Carmen, me reuní con ella. En cuanto entró en mi despacho, desparramó encima de la mesa una carpeta de fotos sobre la vida en Segé. Niños con las barrigas hinchadas, gentes famélicas, unas imágenes aterradoras. «El 50 por ciento de los niños no llega al año por falta de agua», me dijo.

Cuando te visita una monja misionera, ya sabes la continuación. Me dijo que las mujeres tenían que hacer veinticinco kilómetros diarios cargando sobre sus cabezas veinticinco litros de agua para el poblado. Y acompañó el relato de fotos ilustrativas.

—Fíjate, Revilla, qué drama, sobre todo cuando un estudio geológico demuestra que a setenta metros de profundidad, en medio del poblado, hay un río subterráneo.

No necesité más explicación.

—¿Cuánto vale aflorar ese agua? —le dije.

Como si ya esperara mi pregunta, me mostró un miniproyecto de alrededor de ochenta y cinco mil euros. La mano de obra la aportaba gratis el poblado.

Yo podría haber encajado el coste de ese proyecto en algún programa del Gobierno de Cantabria, pero me pareció que podía darle otro enfoque.

—Carmen —le dije—, ¿tú estarías dispuesta a acudir a un programa de televisión conmigo para explicar esta historia?

—Revilla, jamás he salido ni en radio, ni en televisión, pero por mi gente hago lo que me digas.

En ese momento hablé con Canal 8
DM
, la televisión local propiedad de El Diario Montañés, del grupo Vocento, el mismo canal donde hablé de la boda. El subdirector, Chemi Pelayo, gran amigo y gran persona, me garantizó su apoyo total.

Carmen y yo acudimos a una entrevista que duró tres horas. Ella conmocionó a todos, incluso a mí, que se me escapó más de una lágrima. Por mi parte, terminé proponiendo al canal de televisión realizar un programa de dos horas para recaudar fondos y cubrir los ochenta y cinco mil euros que costaba aflorar el agua. El Diario Montañés me dio su apoyo.

Solicité entonces a personas famosas de Cantabria que donaran objetos que yo mismo subastaría en directo. Y como reclamo estrella del programa se anunciaba el estreno mundial de una canción interpretada en directo por David Bustamante y Miguel Ángel Revilla. Fue un éxito.

En los días previos al programa empezaron a llegar productos para la subasta. Seve Ballesteros, unos palos de golf firmados. El obispo de Orense, hoy arzobispo de Valencia, Carlos Osoro, la Cruz de Plata que le habían regalado al acceder al Obispado de Orense. Óscar Freire, la camiseta de su primer Mundial de ciclismo y unos cuantos objetos más.

Como promotor del acto, yo anuncié la subasta del chaqué que había llevado a la boda de los príncipes. «Lo subasto, porque después de lo que he contado de la famosa boda, nadie volverá a invitarme a ninguna que exija llevar esta prenda», expliqué.

El Diario Montañés fue publicando diariamente, durante una semana, cómo iban las pujas. Antes del inicio del programa ya teníamos comprometidos casi cincuenta mil euros para el agua de Segé. Por encima de la Cruz de Plata del arzobispo, de los palos de golf del gran Seve… el récord de la subasta fue el chaqué de la famosa boda, en pesetas, ochocientas veinticinco mil. Me había costado ciento veinte mil y después de usado se convirtió en la estrella de la subasta. Nunca he sabido quién se lo llevó.

Al final del programa, la recaudación subió a unos ciento treinta mil euros. La monja se llevó algo más de cien mil para Mali y los restantes se repartieron entre la Cocina Económica de Santander y el Asilo de Torrelavega.

Hoy el poblado de Segé tiene garantizado el agua, no solo para el consumo de diez mil personas, también para el regadío. Creo que la fuente lleva mi nombre. Y aún me mandan fotos los niñucos con una pancarta que dice «Revilla ven a vernos. Te queremos».

Por cierto, ya que he mencionado la generosidad de David Bustamante en aquella ocasión he de decir que mantengo una estrecha relación con su familia. Su abuelo era el conductor del autobús que unía Pesués con Polaciones en los años cincuenta y se quedaba a dormir en casa de mi tía Isabel.

Mi simpatía por David va más allá de sus dotes como cantante, radica en su faceta de divulgador de Cantabria. Como en mi caso, no pierde ocasión de hablar de las bondades de nuestra tierra y eso, para mí, es una obligación que tenemos los que disfrutamos de una cierta popularidad. No todos lo hacen, incluso conozco algunos «notables» cántabros que son antes del Real Madrid que del Racing de Santander.

Hace unos años estuvo, a mi entender, un poco perdido una temporada. Tuvo un noviazgo que duró poco en el tiempo y tuvo un final tortuoso. Un día, le llamé para charlar un rato y le di una serie de consejos. Que no le perdiese la fama y el dinero. Que no olvidase sus orígenes humildes y de pueblo. Y sobre todo, que escogiese bien a la mujer con la que fuese a casarse. Al cabo de unos meses, me llamó y me dijo que tenía novia. Le pregunté de dónde era y me dijo que asturiana. «Hombre, eso ya es un punto a su favor», le contesté.

«Revilla, quiero que la conozcas y me des tu opinión, pues no se me olvida la bronca que me echaste hace poco. El domingo que viene vamos a preparar una paella en la casa de mis padres en San Vicente y va a venir ella. Te pediría que nos acompañaras con tu mujer y las hijas. Vente a media mañana y pasamos allí el día». Y así lo hice. Nada más llegar me presentó a Paula, me pareció guapísima. David me susurró: «Fíjate bien porque a la noche te llamo para que me des tu opinión». Estuvimos unas seis horas juntos, entre la comida, charla, cánticos, chistes… Naturalmente, yo estaba pendiente de Paula para poder emitir con cierto rigor el juicio que se me pedía. Me pareció una chica extraordinaria, simpática y sencilla. Se notaban sus orígenes rurales. Se manejaba en la cocina con gran soltura. A las siete de la tarde nos despedimos. Acababa de llegar a mi casa y la llamada de David no se hizo esperar. Con voz agitada me preguntó: «¿Qué?». Mi respuesta: «¡Cásate con ella!». Unos meses después fui testigo de la boda en Covadonga. Pasado el tiempo no creo haberme equivocado en el consejo que le di. Paula ha sido pieza clave en este David maduro que veo ahora.

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