Nadie es más que nadie (15 page)

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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

BOOK: Nadie es más que nadie
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Yo iba a esa reunión con una honda preocupación. Me imaginaba la cara con la que me iba a recibir el presidente del Gobierno. Acabábamos de dar un volantazo político en Cantabria, una región donde la derecha había gobernado desde la época de Primo de Rivera padre. Una coalición con el
PSOE
me había hecho a mí presidente y el
PP
había perdido uno de sus feudos tradicionales de la derecha en España. Y por si fuera poco, yo había sido como hemos visto una de las personas más beligerantes en la crítica al presidente Aznar por la ignominiosa decisión de las Azores que dio lugar a la invasión de Irak.

Con este ánimo me subí al taxi. Naturalmente, el taxista no me conocía de nada. Entonces yo era una persona muy poco conocida fuera de Cantabria. Le dije que me llevara a La Moncloa. Ni siquiera me preguntó el número.

Pero cuando nos íbamos aproximando a la zona, me dice:

—¿Y a qué número?

—A casa de don José María Aznar.

—¿El presidente del Gobierno?

—Efectivamente.

—¿Y por qué va a ver al presidente del Gobierno?

—No lo sé, me ha llamado. Supongo que querrá hacerme algún tipo de consulta.

Le gasté una pequeña broma. Le dije que era un ganadero de Cantabria y que a lo mejor el presidente tenía la costumbre de llamar de vez en cuando a ciudadanos normales para consultarles sobre la marcha de las cosas.

Cuando nos estábamos acercando al recinto, me advirtió de que tendría que dejarme en la puerta, en una garita de seguridad, porque allí la Guardia Civil corta el paso. Desde ese punto hasta el edificio del presidente hay aproximadamente un kilómetro y medio.

«Usted intente entrar y a ver qué le dicen», le contesté.

Efectivamente, el taxi enfiló el morro en dirección a la entrada y se acercaron varios guardias civiles para darnos el alto. En este momento, me bajé del coche y les indiqué que era el presidente de Cantabria y que había sido convocado por el presidente Aznar para una entrevista a las cinco. Eran aproximadamente las cinco menos cuarto.

Entonces se originó allí en la puerta una polémica. Se cruzaban llamadas, supongo que a los servicios de protocolo. «Pero es que viene en un taxi», les oía decir. El taxista insistía en lo que me había dicho: «Ya le dije que de aquí no se puede pasar». En el intervalo, le pagué la carrera hasta la puerta del palacio.

Pero después de cinco minutos de tira y afloja, la Guardia Civil le pidió la documentación al taxista, le puso un pirulo con una luz azul y un imán encima del coche y nos dijeron que continuáramos. El taxista no daba crédito.

Hicimos el kilómetro y medio hasta llegar a la explanada de La Moncloa, donde no había nadie. Le intenté pagar ese trayecto, pero se negó a cobrar. «Esto lo hago gratis, porque cuando se lo cuente a mis compañeros no se van a creer que he llegado con el taxi hasta la puerta de La Moncloa. Es más, voy a ver si me puedo llevar el pirulo de recuerdo».

En ese momento apareció por la puerta Javier Arenas, que era el ministro de Administraciones Públicas. A diferencia de lo que ocurriría con Rodríguez Zapatero, que cuando llegó a La Moncloa siempre recibía en las escaleras, e incluso las bajaba, al señor Aznar no le vi aparecer por la puerta. Fue Arenas quien me llevó hasta su despacho, donde le encontré sentado en un sillón. Se levantó y me saludó muy serio. Me senté a su lado y junto a mí, Arenas.

Le pregunté si quería que le explicara lo que había ocurrido en Cantabria y por qué se había roto la coalición con el Partido Popular. Me miró, se encogió de hombros, movió para arriba el bigote y no me dijo ni que sí ni que no.

Durante diez minutos le expliqué las razones. Por su parte, no hubo réplica, ni comentario, ni gesto que me permitiera atisbar si lo entendía o no lo entendía.

Como hace cualquier presidente autonómico en esas circunstancias, a continuación le expuse los principales problemas de Cantabria, las necesidades de infraestructuras. Le hablé de Valdecilla, el
AVE
y todas las necesidades históricas de mi tierra. Pero no veía gestos de aprobación. Tampoco sacó ni bolígrafo, ni carpeta.

Aquello fue un monólogo y duró aproximadamente cuarenta minutos. No logré obtener ningún gesto que delatase que compartía las peticiones. Tampoco que las rechazaba. El presidente se comportó como una especie de estatua, impasible.

Fue una de las reuniones más increíbles que he tenido en mi vida política.

Al finalizar y dado que a la entrada me había encontrado con multitud de periodistas y fotógrafos que esperaban mi llegada, estaba prevista una rueda de prensa. Es algo habitual en este tipo de encuentros para explicar lo que se ha planteado al presidente del Gobierno y la receptividad que se ha obtenido por su parte.

Si había una cosa que tenía clara es que, en el papel de presidente de Cantabria, jamás iba a ser crítico con un presidente, fuese el que fuese, que tenía en su mano decidir qué inversiones iban a mi tierra. De ahí que en la rueda de prensa dijera que me había recibido muy bien, que le había planteado los objetivos de Cantabria y que le había mostrado mi apoyo en la lucha antiterrorista para acabar con
ETA
.

En fin, me comporté de forma un poco pelota, por la cuenta que me traía. Entonces pensaba que tenía por delante una travesía de cuatro años con un Gobierno central del
PP
mientras en Cantabria gobernaba la coalición
PRC-PSOE
. Salvo que hiciera muchos esfuerzos, de Madrid iba a sacar poco. Me tocaba demostrar mano izquierda para ir captando la voluntad de este enigmático personaje.

Por supuesto, como he hecho con todos los presidentes y con el rey, le llevé unos obsequios de Cantabria, entre los que estaban las habituales anchoas.

En las horas posteriores y al día siguiente, vino la sorpresa. La noticia no era el contenido de la reunión. La noticia fue un presidente autonómico que va a La Moncloa en taxi. Así salió en todos los telediarios y apareció en los periódicos, entre lo más destacado de aquel 30 de julio. Yo no salía de mi asombro.

Después de ocho años haciendo lo mismo, algo que para mí era habitual pasó a ser noticia. En la misma rueda de prensa me preguntaron que por qué lo hacía y lo expliqué: porque es más cómodo, porque es más barato y porque los taxis están para eso. No llegaba a entender por qué era noticia y llegué a decir que, para mí, la noticia habría sido llegar a caballo.

A partir de ese momento me gané una notable popularidad entre los taxistas, que llegaron a hacerme un homenaje en Madrid. Siempre he comentado que son profesionales extraordinarios, que me han llevado con rapidez allí donde les he pedido que me llevasen y que además son grandes conversadores, lo que me ha permitido pulsar muchas veces el ambiente que se respira en cualquier lugar respecto a la vida política y económica.

He compartido innumerables anécdotas con los taxistas de Madrid, que han dado lugar incluso a secciones en algún programa jocoso y en Youtube.

EL TAXISTA DE LA COPE

Superado con éxito mi primer acceso en taxi a La Moncloa, y nada menos que con Aznar, ya nunca tuve problemas para volver, ni allí, ni a La Zarzuela. Por regla general, el taxista que me llevaba era uno de los que estaban en la puerta del hotel Miguel Ángel esperando clientes.

Recuerdo uno con aspecto muy desaliñado, que llevaba un pasamontañas. Era el 28 de diciembre de 2004 y hacía muchísimo frío. Me había citado Rodríguez Zapatero a las nueve de la mañana. Estuve tentado de coger otro taxi, pero pensé que lo entendería como un desaire.

Entre en el taxi y lo de siempre. «A La Moncloa». No dijo nada, absorto como estaba en las diatribas de Federico Jiménez Losantos en la Cope. En aquella época, solo un taxista de los muchos con los que viajé no tenía conectado a este señor.

A los pocos minutos, me plantea la pregunta de todos:

—¿A qué número de La Moncloa?

—A casa del señor Zapatero.

—No estoy para bromas.

—Que sí, hombre, que soy el presidente de Cantabria y me ha citado a las nueve.

Y nuevamente la advertencia del taxista:

—Allí no se puede entrar en taxi.

—Tú tira y ya verás.

Le pregunté qué tal le caía Zapatero y me dijo, bajando el volumen de la radio y con voz potente:

—¡Fatal!

Cuando llegamos a la garita de entrada ya me estaban esperando. Nada más ver el taxi abrieron la verja de la puerta de acceso a la finca. A los cien metros de ese trayecto de kilómetro y medio, el taxista paró el coche y me preguntó si él iba a poder ver a Zapatero. Le dije que sí, e incluso que si quería se lo presentaba.

—¡No jodas!, ¿de verdad?

—Pues claro que sí, pero apaga esa radio.

En ese momento bajó del coche, se quitó el pasamontañas y sacó un frasco de una colonia que atufaba, y se la puso en el pelo. Y con la cara en el espejo retrovisor, empezó a peinarse.

Reanudamos la marcha y al llegar ya bajaba las escaleras Zapatero para recibirme en el grijillo de la explanada. Una vez vi un programa de televisión donde con imágenes deducían cómo le caían al presidente los invitados que recibía en La Moncloa. Salía Rajoy, a quien esperaba en la puerta, sin bajar un escalón. También aparecía el presidente de Navarra, al que recibía a media escalera. Y Revilla, siempre en la explanada.

Paró el taxi, cogí la cartera con los papeles y una bolsa grande de promoción, con el eslogan «Cantabria Infinita», en la que llevaba cuatro latas de anchoas especiales, unos sobaos pasiegos y un tarro de miel de Campoo, muy buena y que me habían dicho que le encantaba a las hijas del presidente.

Siempre que he visitado a alguien «importante» (lo son para mí quienes pueden darme algo para Cantabria) le he llevado algo único y exquisito de mi tierra. Es una costumbre que forma parte de las tradiciones y vivencias de mi infancia. En los pueblos de Cantabria era habitual guardar el mejor pollo para el médico, unos huevos caseros y una mantequilla para el sargento de la Guardia Civil, un solomillo de cerdo para el cura a cambio de que, allá por los años cincuenta, no te denunciara por comer cecina en Viernes Santo…

A mí me ha dado muy buenos resultados en mis visitas en Madrid. Son pequeños detalles que siguen gustando a quien los recibe. Además, he popularizado el producto estrella de Cantabria: la anchoa.

Debo confesar que a ello me ha ayudado mucho Rita Barberá, quien al hilo del caso Gürtel salió en todos los telediarios diciendo que había que denunciar a Zapatero por recibir de Revilla unas anchoas «riquísssimas» pero muy caras. Que Rita Barberá, que tiene aspecto de apreciar la buena comida, dijese «riquísssimas» con tanto énfasis desató la venta de anchoas en la Comunidad Valenciana. Luego me preguntaron qué opinaba de sus declaraciones y, después de echarme a reír, dije solemne: «Señora, no confunda una lata de anchoas de diez euros con vestirse de gorra».

He de decir que si el rey me ha llamado tres veces en mi vida, ha sido siempre para pedirme anchoas.

Pero volvamos al taxista y a la explanada de La Moncloa.

Zapatero me abrazó, recogió los productos y en ese momento le dije que el taxista quería saludarlo. «Encantado», me dijo. El taxista salió del coche ya perfectamente acicalado, inclinó la cabeza y con una sonrisa de veneración le apretó la mano y le dijo:

—Señor presidente, es un honor para mí conocerle.

José Luis metió la mano en la bolsa de «Cantabria Infinita» y le obsequió con una de las latas de anchoas.

No he vuelto a tropezarme con él, pero supongo que en el trayecto de vuelta sintonizaría de nuevo a Jiménez Losantos, que esa mañana, lo recuerdo bien, estaba desatado.

Cuando se marchó el taxista, subimos las escaleras y delante de la puerta nos dimos la mano para posar para la prensa gráfica. En ese momento, el presidente me dijo: «Mira el detalle que estrenas hoy». A ambos lados de la puerta había colocados sendos mástiles, uno con la bandera de España y el otro con la de Cantabria. Instintivamente, me separé de Zapatero y le planté un beso a cada una.

Al día siguiente, la foto de los periódicos era Revilla besando la bandera española. Y lo resaltaban como un caso insólito. Yo no salía de mi asombro. Ese gesto no habría sido noticia ni en Estados Unidos, ni en Francia, ni en México… Pero a mí me preguntaron por qué había besado la bandera. «¡Coño! —dije—, porque soy español y me siento orgulloso de serlo».

Para entonces ya había sido también noticia un hecho ocurrido en el debate sobre el estado de las Autonomías, celebrado en el Senado. Allí estábamos todos los presidentes, incluido Zapatero. Llevábamos varias horas de debate y era bastante tarde. Los periodistas bostezaban. Zapatero se dormía. Y llegó una réplica mía al presidente catalán, Pascual Maragall, con quien he tenido discrepancias políticas, pero una gran relación personal, pues tiene el buen gusto de veranear en Comillas. Dijo Maragall desde la tribuna: «Revilla, a un catalán como yo cuando oye la palabra Cataluña se le eriza el cabello». Y yo me decía: «¡Pero qué sabrá este de mis sentimientos hacia Cantabria!». Cuando me tocó el turno de palabra tras su intervención, subí al estrado sin saber muy bien qué léxico iba a usar. Me quedé unos segundos mirándole y con voz de tenor le dije: «Mira, Pascual, a ti Cataluña te eriza el pelo, pero a mí oír la palabra Cantabria ¡me pone!». Y acompaño mis palabras con una subida enérgica del antebrazo hasta la mandíbula. Aquello despertó a todos. La carcajada fue general. Y cuando acabaron las risas, continué: «… pero también me pone España». Los telediarios de la mañana siguiente abrieron con mi intervención.

COMO EN EL ENTIERRO DE DON CORLEONE

He llegado a fraguar amistad con algunos taxistas. En el caso de José María, forofo del Atlético de Madrid, incluso hemos llegado a presentarnos a nuestras respectivas familias.

Quizás la historia más divertida de cuantas me han ocurrido con este gremio fue la del 11 de enero de 2007. El origen está en la segunda Conferencia de Presidentes, que se celebró el 10 de septiembre de 2005. El rey invitó a comer en el Palacio Real al presidente del Gobierno y a los presidentes autonómicos. Recuerdo que llegamos casi a las cinco y cuarto a comer, lo cual causó verdadera sorpresa. Los presidentes nos solemos enrollar bastante y la reunión previa fue larguísima, así que nos presentamos en Palacio a una hora bastante intempestiva, teniendo en cuenta además que nos esperaban los reyes y los príncipes. Doña Letizia estaba embarazada.

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