Náufragos (5 page)

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Authors: Miguel Aguilar Aguilar

BOOK: Náufragos
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—¿Qué?

Eso fue lo primero que dijo, como si resumiera todos los interrogantes del mundo. Martín se encogió de hombros y contestó con sinceridad:

—Y yo qué sé.

Ella empezó a levantarse con lentitud, con la exasperante parsimonia propia de los gatos capados. Los brazos y piernas recuperaron el lugar que la naturaleza les depara, y cuando logró erguirse por completo miró de arriba abajo a Martín. Se fijó en la bragueta y se tocó el vientre.

—¿Qué me has hecho? —La mujer no lo era tanto, no tendría más de quince años, pero en el rostro se apreciaban los pecios de un maquillaje abundante. Tiró de la minifalda hacia abajo, sin lograr tapar mucho. Martín recordó que aún llevaba las bragas puestas.

—Aún tienes las bragas puestas —lo dijo como si esa fuera la prueba de algo que él no podía comprender. Ella volvió a tocarse el vientre, la mano intentaba averiguar lo que su cerebro no recordaba. Con la otra mano se atusó la melena. Luego se calzó los zapatos sin agacharse. Intentó una sonrisa.

—¿Qué día es?

—Yo qué sé. Es de noche.

—¿Me invitas a una cerveza?

Martín se metió la mano en el bolsillo, tocó unas monedas.

—Vale.

Conforme se desdibujaban bulevar abajo, los habitantes del otro mundo volvieron a sus puestos. Algunos ya habían conseguido un trato y se perdían en la negrura del parque.

Paté de femme

Me recuerdo agachado hurgando en las virutas, dejando que las manos bucearan en la calidez del trópico. El cosquilleo acogedor de una primera vez. Mi primera vez. Marcus me dice que la medicación me libera la mente, Pierre me da vino a escondidas, dice que el tinto acomoda el paladar para la cena, los calmantes y el vino hacen que aquel día esté tan nítido como si hubiera sido ayer. ¿Acaso no fue ayer? No, yo era bajito, tenía doce años. Acompañaba a mi tío Jorge en la carpintería de Sergio: el ajetreo ralentizado de los artesanos, las miradas atentas a la madera, los dedos acariciando las curvas rebeldes, convenciéndolas. El olor penetrante que les hacía toser y mantener la boca cerrada, incluso al sonreír. Barre ahí, niño, me decían de vez en cuando, justificando mi presencia. Aún creo oírles, barre ahí. Y el serrín se removía en un oleaje denso, recuperando su sitio sin que me importara. La luz entraba eufórica por las claraboyas, se hacía de oro al rebotar y filtrarse entre los tablones y moría a nuestros pies. Me gustaba estar allí.

Ese día, a traición, el hijo de Sergio, que llevaba sólo dos meses trabajando como aprendiz, empezó a gritar como un loco junto al banco de la sierra circular. Gritaba como el descubridor de un secreto horrible, gritaba mirando asombrado la mano que sacudía de un lado a otro, mostrándola a un público imaginado. Un chorro intermitente de sangre salía de donde, unos segundos antes, tuviera los dedos índice y pulgar. Todo el embrujo que habitaba el taller, creando la sensación de templo mágico, se desvaneció en un instante. Mi tío Jorge, Sergio y yo mismo, fuimos a socorrerle. A mí me tocó buscar en el suelo, entre el montón de aserrín que circundaba la mesa, los dos dedos cercenados. Encontré el índice, y como no aparecía el otro, se fueron al ambulatorio. Sergio, con su hijo casi en volandas, y mi tío con el dedo en la palma de su mano. Iba con el brazo extendido, los ojos muy abiertos y apretaba mucho los dientes, agarrando una maldición.

Me dejaron solo sin decirme nada. Tenía el corazón alocado, nervioso pataleaba en el suelo sacudiendo el aserrín. Buscaba el dedo perdido como si ese fuera mi única misión. Me imaginé corriendo tras los mayores con el dedo entre los míos, y viendo como el joven aprendiz me miraba agradecido por recuperarlo. Sudaba, y las partículas de madera me pellizcaban por todo el cuerpo. Me rascaba sin parar aquí y allá, intentando atrapar un picor que huía. Resoplaba murmurando insultos, que ahora recuerdo candorosos e infantiles. En una de estas, el dedo saltó por los aires y volvió a esconderse entre las virutas. Me paré en seco y, mientras me rascaba la cabeza, me arrodillé, y luego lancé mis manos en su busca. El cálido mar tropical entre mis dedos. Cuando lo cogí la cabeza debió de llenarse de sangre, por que todo se nubló a mi lado; desaparecieron los picores y el calor, el aire se hizo denso y sólo tenía ojos para el pulgar. La experiencia me ha enseñado que la vida es muy extraña, y que tiene el don de torcerse cuando menos lo esperas. Lo que cada uno haga en esos momentos, la decisión que tome, le cambia para el resto de su vida. Aquel fue uno de esos momentos, porque lo que hice, sin saber porqué, fue llevarme el pulgar a la nariz y olerlo. El aroma a sangre, mezclado con el de la madera, me resultó dulzón y extrañamente agradable. Saqué la lengua y lo probé. Recuerdo que la paseé por el paladar mientras lo volvía a oler. No sé porqué, y doy gracias a dios de que lo hiciera, mordí un poco de carne. La textura y el sabor, mezclados con la imagen del hijo de Sergio, me procuraron una excitación que me aún me perturba al recordarla. Me comí todo el dedo y roí con ansias el hueso. Tan sólo deseché la uña, y no por su dureza, si no por el sabor tan desagradable. No hay día que al oler la madera recién cortada no me venga al paladar el sabor joven y generoso del hijo de Sergio.

Debe ser la medicación junto con el vino la que me hace tener tan vívidos estos recuerdos. Si pudiera levantarme iría con Marcus a la cocina y se lo volvería a contar. Le hace tanta gracia. Él llegó al delicatessen, como le gusta llamar a nuestra dieta, siguiendo una línea intelectual, dando el paso evolutivo que solucionará el problema del hambre y el de la superpoblación de una sola vez. Maldita cabeza la mía, no puedo pensar en otra cosa que en mis recuerdos. Marcus y Pierre ríen mientras cocinan, me gusta que estén contentos.

Aquel día en la carpintería decidí que sería cirujano. Y no, como pensó el tío Jorge, para curar dedos cercenados, si no para tener acceso a toda la carne humana que quisiera. Fueron años duros, incluso llegué a pincharme para sorber un poco de sangre. Nada que ver con el verdadero sabor de la carne. No veía el momento de hacerme médico. Por suerte, cuando estaba en tercero de BUP, conocí a Miranda y ya no tuve que estudiar medicina.

Era una chica regordeta y antipática, sonreía poco y daba unos pellizcos tremendos. Llevaba siempre el pelo en una cola, y parecía que le estiraba las cejas dejándole cara de sorprendida. Por las mañanas sufría de halitosis, pero eso es algo que aprendí después, cuando nos hicimos novios. Me resultaba repugnante, pero era la chica ideal: su padre tenía una funeraria con horno crematorio incluido. No tardé en darme cuenta de las posibilidades que tenía aquella situación. Los familiares traían los cadáveres a tu casa, les dabas unas cenizas y listo. No llegué a terminar los estudios, me hice novio de Miranda y me fui a trabajar con Eufemio, su padre. Como veía que iba a ser difícil encasquetarle su hija a alguien, me aceptó de buen grado a pesar de que no le demostraba un gran cariño a la chica. Encima me gustaba su negocio, así que me adoptó como hijo y sucesor. Yo encantado, claro.

Eufemio era un tipo raro, disfrutaba maquillando a los muertos y más de una vez le sorprendí acariciando los pechos de mujeres jóvenes. Nunca lo vi, pero no me extrañaría que incluso haya llegado a la inmunda perversión de la necrofilia. Cuando le veía reírse y cantar amortajando al cadáver, se me revolvía el estómago. Tardé dos años en ganarme su confianza para que me dejara como responsable total del crematorio. Y en tres meses ya pude hacerme con el cuerpo de un hombre de veintitrés años que había muerto en un accidente de tráfico. Lo guisé siguiendo las instrucciones de un libro de recetas. Estaba horrible. Era un tipo muy musculado y lleno de nervios. Además no caí en congelarlo por partes, así me hubiera durado varios meses. Pero me guardé el costillar para asarlo a la parrilla, y con un poco de miel y especias quedó estupendamente. Los testículos también me quedaron muy bien. Los cocí durante horas, luego los troceé y los salteé con ajo y perejil, pero olían bastante mal mientras los cocinaba. Lo que más añoro de aquellos años es la emoción de experimentar con las recetas, de preparar mis propias comidas. Cada cuerpo me daba carne para varios meses, aprendí maneras deliciosas de cocinarlos. Me hice un experto en dejar las nalgas bien suaves, cosa que luego supe es bastante difícil. El secreto, bastante simple, es dejar macerar la carne unas horas en kiwi machacado. Sustraer los cadáveres llegó a carecer de interés, no me provocaba ningún placer, se convirtió en la rutina del vampiro.

Pensar en aburrimiento me lleva a recordar a Miranda. Se empeñó en tener niños, pero pude evitarlo. Con la amargura de la madre sin hijos, y viviendo en el filo de la abstinencia, empezó a engordar de una manera increíble. Cuando vine a darme cuenta apenas si podía moverse.

¿No es ese el olor de la carne dorándose? Marcus habrá abierto el horno, asa la carne de maravilla.

¿Por dónde iba? Ah, sí, Miranda. A ella nos la comimos mucho después, cuando ingresé al club en Ginebra. A raíz de una noticia sobre un caso de canibalismo en Alemania, me hice pasar por antropólogo y me puse en contacto por carta con Sonia, la periodista alemana que había seguido de cerca el caso en Rothenburgo. Me interesaba saber si éramos muchos, o si acaso ese hombre y yo éramos unos privilegiados. Una cosa llevó a otra, durante interminables cartas hablamos de Atila, de Lautaro, de Bokassa; y el interés evidente por el tema hizo que acabáramos confesando nuestras apetencias. Así me encontré dejando mi vida en Madrid y mudándome a Ginebra, donde tiene la sede el Club Gania. Se me va la cabeza, no, debo mantenerme despierto, ya queda poco para el gran momento.

En el club conocí a Marcus y a Pierre, el Gran Pierre: un maestro. Cuando Miranda vino llorando a buscarme, él fue quien tuvo la idea. Todos aceptamos, claro. Llegamos a reunirnos veintidós personas. Fue un día memorable, el mejor recuerdo que guardo de Miranda. Empezó a llover y tuvimos que meternos todos dentro de la cabaña que Pierre tenía en los Alpes. Él iba y venía de la casa a la barbacoa riéndose y animándonos a comer, mientras todos me felicitaban por lo buena que era Miranda. Muy buena, decía yo, si ustedes supieran… y levantaba la ceja torciendo el gesto. Qué gran día, pero nada comparado, cuando un par de meses después, Pierre nos invitó a Marcus y a mí a un fin de semana culinario. Marcus, que es forense, nos trajo un cerebro bien fresco y yo aporté el vino, que otra cosa no podía. La sorpresa que Pierre nos tenía reservada fue un exquisito paté que había preparado con el hígado de Miranda. Se pica bien picadito, nos contaba mientras servía la comida, se mezcla con un poco de panceta –que Miranda tenía en exceso-, se especia, se mete en el molde, se hornea et voilá!: Paté de Foie à la Miranda, anunció. Todo un maestro. Marcus y yo aplaudimos su paté durante meses.

Marcus me llama, la pierna está lista. Me pregunta si quiero salsa de arándanos. No, no quiero, prefiero degustar la carne sin ningún aliño que enmascare el sabor. Pierre y Marcus vienen a por mí. Estoy muy débil, deben alzarme de la cama y colocarme en una silla de ruedas. Me llevan a la mesa, Pierre se ha esmerado montándola como para un príncipe. Me dejan probarla primero. Está deliciosa, eres un maestro del horno, Marcus. Me mareo, me miro la pierna derecha y compruebo que el muñón empieza a sangrar de nuevo. No quiero desmayarme, no ahora que por fin llegó el momento. La nueva era ha comenzado.

El círculo de la procesionaria

Están sentados en círculo en sillas de colegio, los respaldos tatuados con corazones y letras: «C + J M F» Los amores furtivos, los primeros. Las paredes alegres, la pizarra chillona, colorines en la luz que se rompe en las persianas cansadas. No se miran a los ojos, son demasiado grandes para los asientos, demasiado derrotados para el lugar. Los dedos, inquietos, no paran de juguetear entre ellos. Algunos pies canturrean ritmos desacompasados. Y uñas roídas. Y relojes inspeccionados. Suspiros que se trasmutan en carraspeos. Entra el monitor.

—Buenas tardes.

Un coro de voces apagadas por el temor —o por el cansancio, o por la impotencia, ¿por la desgana?, quién sabe—, responde un buenas tardes en un eco descolocado, como si las letras estuvieran mal avenidas. Los cuerpos se estremecen. Escribe algo en una carpeta que apoya en las rodillas mientras los pies se elevan sobre la punta de los dedos. Llega el momento, parece que alguien lo dice en voz alta porque hay miradas furtivas buscando al acusador. Ha sido él, que ahora les mira y sonríe.

—¿Quién rompe el hielo?

Las miradas huyen como cuando el maestro pregunta la lección, debe ser un miedo impregnado en el aula. Sólo Antonio no desvía la mirada. El monitor le señala con la cabeza, y levanta una ceja mientras le sirve el turno en la palma de su mano derecha. Entonces Antonio habla, y mejor que hubiera seguido callado como todos, encerrados en la oscura vergüenza y los íntimos miedos.

—Valga como exordio: Estábamos en un círculo —sonríe por un instante—: como un círculo de procesionarias —baja la mirada a sus manos, y como si las leyera, empieza una retahíla que al principio nadie oye, la garganta rota por la ginebra, pero poco a poco va subiendo la voz. Y cuenta como si no hablara de él.

Cinco monaguillos se sientan en la sacristía. Los dos mayores sisan un poco de vino de misa, entre risas y miradas de superioridad a los pequeños, y luego se colocan frente a ellos con las piernas abiertas, las espaldas en la pared. El más alto le da un manotazo en el hombro al otro, «¿tienes un pitillo?»

Niega con la cabeza, se rasca la entrepierna y rebusca un gargajo imaginario. El alto chasquea la lengua y maldice por lo bajo. Los tres pequeños no dan crédito a lo que ven. «Pero si acaban de comulgar con don Julián —piensa Antoñito—, van a ir derecho al infierno».

Antonio acaba de llegar de la capital, va a vivir allí un año más o menos con su abuela y luego regresará con sus padres. Un año pasa volando. «¿Como una golondrina, papá?» «Como una golondrina.»

«A ver Antoñito —le dice el más alto, que parece ser un cabecilla nato—, ¿ya te ha llevado el padre Julián al pinar?» Antoñito arruga la frente y espera la burla. «¿Qué es un pinar?», pregunta. «Joé con el niño de ciudad —se queja y le da un codazo al otro—, el pinar, enclenque, es el bosque que hay después del cementerio, el que está baldío antes de la dehesa del señor Valverde». Antonio niega con la cabeza. «¿Que no qué, niño?» «Que no me ha llevado».

Le vuelve a dar un codazo al otro y agacha la cabeza, y su amigo, que permanecía altivo, empieza a menearse como si la silla le pinchara. Y quedan en silencio, cinco niños sentados en círculo como si masticaran un secreto, o como si escucharan una canción muda. Como si una cohorte de ángeles les hubiera robado la sombría ignorancia.

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