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Authors: Miguel Aguilar Aguilar

Náufragos (9 page)

BOOK: Náufragos
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Salí disparado escaleras abajo y cuando llegué a la puerta ya la había perdido de vista, así que elegí un camino al azar al doblar la esquina y continué andando. Casi podía oír la melodía que su culo canturreaba llamándome. Como las sirenas de Ulises; o a lo peor era una ambulancia. Caminé unas cuantas calles medio embobado y entré en un bar a tomarme algo para despejarme. Pedí una ginebra. Pero con mucho hielo por eso del alcohol, hay que cuidarse. Me pareció ver cómo el culo se perdía por una puerta del fondo. El tipo que estaba detrás de la barra tenía la mirada de los perros abandonados. Siempre me dieron lástima los chuchos llenos de chinchorros y pulgas que tienen que mendigar de los mendigos. Torció la cabeza a un lado y me dijo:

—¿Vienes por el anuncio?

Yo no tenía ni idea de lo que hablaba. En una hiriente epifanía pensé que el culo era parte de la publicidad del local. Asentí intrigado.

—Pues eres el único que ha venido —no me lo podía creer, el rulé era magnífico—. Y llevo una semana esperando. Si lo quieres es tuyo.

Estuve a punto de saltar, fue como cuando pillas una mierda tan mala que te golpea el estómago a cada calada. Iba a preguntar si me lo podía quedar para siempre o sólo por un rato, cuando se giró y se alejó unos pasos. Me tiré la ginebra al pescuezo con hielo y todo. Joder, casi me ahogo. Después dicen que el alcohol mata, ¿y qué me dicen del hielo? El tipo volvió con la botella en la mano y se paró, hizo un signo de interrogación con la mano libre y levantó una ceja.

—¿Y?

—¿Y?

—¿Lo quieres?

—Lo quiero.

Me echó un chorreón generoso y cuando me iba a poner el hielo lo paré con un gesto. Así fue como empecé a trabajar de camarero.

Trabajar con Beni no era tan malo, quiero decir que a pesar de ser un trabajo, que por definición es algo antinatural que corrompe el espíritu y la dignidad, aquello no estaba tan mal. Tenía todo el pirriaque que quisiera para mí y tan sólo nos frecuentaban diez o doce clientes al día. No había mucho que hacer y Beni no era lo que se dice un obsesionado por la limpieza. Había oído por ahí que cualquiera vale para camarero, y joder, era verdad. Yo llegaba sobre las cuatro de la tarde porque él tenía que irse a no sé dónde. Me quedaba solo sentado en un taburete con un trapo en la mano, dejando pasar el tiempo. Si venía alguien, saltaba como si fuera a hacer algo, pero era sólo un gesto.

La mujer de Beni resultó ser una chica joven de escándalo, con unas tetas enormes y levantadas y un culo respingón y duro como una piedra. María. Aún me pregunto si el culo del anuncio era el suyo. Lo malo que tenía era la cara, Beni decía que en el carné llevaba una ecografía en colores. Pero yo no le miraba la cara y ya está. A ella le gustaba remolonear detrás de la barra cuando yo llegaba. Me refregaba el culo con malicia, o aprovechaba para rellenar los botelleros y se colocaba en pompa. Yo me ponía como un burro jacarandoso y más de una vez en la primera semana estuve a punto de darle un puntazo por detrás. Ella me miraba de reojo y me pedía más botellas.

—¿Me pasas más botellas, niño?

Era sólo cinco años mayor que yo y me llamaba niño. A veces, cuando se iban a no sé dónde y me quedaba solo, tenía que pegarme un par de whiskis para que se me pasara el calentón. Después les contaba chistes a los que venían, y así me invitaban a alguna copilla. Es que yo velaba por el negocio del Beni, me daba lástima por su mirada de chucho. Yo me hartaba de beber y la caja crecía. Cuando volvía por la noche, me miraba un poco mosca porque me reía como un estúpido con la borrachera, pero echaba un vistazo a la caja y luego me daba un tortazo en la espalda y me invitaba a lo que yo quisiera.

—¿Qué te pongo, niño? —me decía María, y yo le decía que un chupito de cualquier cosa, pero que no mucho, que después no me funcionaba el chirimbolo. Ella se reía y me decía que no sería para tanto, y las tetas se balanceaban entre sus risas, y derramaba el whisky por la barra.

—No tires el beneficio, María.

Y las esferas se paraban y fruncía la frente, o eso me imaginaba yo, porque lo que se dice a la cara no la miraba.

Una de esas noches, Beni no vino. María llegó acalorada y riéndose mucho, no me dijo por qué venía sola ni yo se lo pregunté. Antes de hacer la caja chapamos el bar, ella apagó todas las luces menos las de la barra, y yo nos serví unas copas.

—No bebas mucho que después no te funciona.

—No sé si habré llegado al límite —le miré con fijeza el culo—, creo que no, aún puedo con unas cuantas.

Ella se rió y vino hacia mí. Así fue como empecé a tirarme a la mujer de Beni.

Menos mal que Beni dejó de venir por las noches, no sé qué le diría María. Yo cruzaba cuatro palabras con él por las tardes evitando mirarle los ojos de perro callejero. Me sentía como si le robara la comida a un cachorro, a un joven cérvido de mirada inocente. Incluso me pareció oír un quejido ronco cada vez que pasaba junto a mí. Pero a la hora de cierre, cuando le estaba echando un polvo a su mujer, no me acordaba del sentimiento de culpa. Por regla general, me la tiraba poniéndola a cuatro patas, así sorteaba el inconveniente de verle la cara. Cuando ella se empeñaba en ponerse sobre mí me concentraba en el tetamen y listo. Qué culo tenía la tía, qué culo.

Me ha dicho el compadre que todo relato necesita de un interludio, alguna reflexión sobre el tema, algo que distraiga al lector para que no se aburra con la historia principal. Yo ni siquiera sé cómo voy a seguir, así que ya me diréis. Si os aburrís, este es un buen momento para dejar de leer.

El compadre era uno de los clientes del bar. Ojeroso, narigudo y culigacho: un bohemio. No trabajaba desde hacía años y nadie sabía decirme de dónde sacaba los cuartos, pero el caso es que siempre tenía para tomarse unos tintos e invitar a algún parroquiano. Me caía ni fu ni fa, como todos los demás. Yo le daba carrete porque le sacaba unas metáforas muy buenas al culo de María. Después yo se las decía a ella y se ponía como una mil cien. Cuando el compadre venía poeta, ya sabía yo que esa noche había cohetes. Recuerdo como si fuera ayer una de esas noches.

Por la tarde, antes de entrar a trabajar, me había topado con una antigua novia y le había tirado los tejos, pero como iba con un panoli del brazo casi tuve que ponerme a hostias. Cada vez que me peleo me pongo cachondo, así que esa tarde la pasé anticipando el momento de coger a María por detrás. La charla con el compadre no había hecho sino aumentar la calentura. María llegó con mala cara, quiero decir que llegó enferma, la mala cara era algo ingénito. Cuando chapamos y me acerqué a sobarle el culamen me dijo que nanai, que esa noche no podía ser, que tenía que esperar cuatro o cinco días.

—Lo comprendo, dulce panal de mil flores.

Empecé suavito, con la artillería ligera. Le di un dócil beso en el cuello y ella ronroneó. Se quedó quieta como pidiendo más zalamerías. Mi lengua le dibujó un círculo de saliva en la nuca y me retiré suspirando.

—¡Ay Dios!

—Ni se te ocurra mentar al Granpoder, desgraciado.

—No es ese Dios ante el que me inclino, sino éste —y le di un sobeo despacito en la espalda y su finisterre. Ella se rió, le gustaba cuando le hablaba, siempre me decía que sólo quería lo que quería: meterla en caliente. Empezó a contar el dinero, pero esperaba que siguiera dorándole el oído. Seguí susurrándole lindezas sin llegar a tocarla, pero manteniéndome muy cerca. Utilizaba los inspirados versos del compadre: tu dorado tabalario, el tambor de mis deseos, exquisitas culatas de alabastro, y otras ocurrencias menos poéticas pero quizás más oportunas de mi propio cuño. En un momento dado presintió la dureza que tenía a unos centímetros detrás, así que lanzó una mano y me la cogió.

—¡Qué barbaridad! Qué desperdicio, niño.

—Qué le voy a hacer, tendré que aguantarme, daré una vuelta después a ver si pillo algún revolcón…

No falló. Nunca le digáis a una rijosa si de esta verga no has de beber, déjala correr. Se agachó, me desabrochó y me hizo una limpieza de primera. La primera de varias puestas a punto con garantía oficial. Fue lo mejor que me pudo pasar; una vez catado el percebe, la gourmet vuelve a él con asiduidad.

Toda historia tiene un final, pero a ésta aún le queda un rato. Así que tranquilos.

Pasaron varios meses de esta guisa: mañanas durmiendo hasta las tantas, tardes libando alcohol con fruición y picando billete con María cada noche a la hora de salir. Empezaba a aburrirme de la rutina. Sí, ya sé que no me creéis. Vivía en un chollo, pero era aburrido. Trabajaba poco, bebía lo que quería y tenía un polvo casi cada noche sin ningún compromiso. Encima me pagaban a fin de mes. Pero qué puedo decir en mi favor, me aburría y empezaba a resultar tedioso hacerlo con la misma mujer siempre. Nació la curiosidad y empecé a hacer preguntas. Quise saber adónde iban Beni y María por las tardes, por qué él no volvía por las noches, surgió incluso la comezón de saber quién era mejor amante con María. Las pesquisas comenzaron por lo último, que me parecía evidentemente lo más importante.

—María, chiquilla —le pregunté una noche mientras le miraba la grupa—, ¿te lo hace Beni mejor que yo?

Ahora me recrimino el haber preguntado. Di por hecho que si lo hacía conmigo era por algo. Además Beni, con esa carita de perro desamparado, no parecía ser muy fogoso.

—Beni es un toro —me dijo entre sacudidas, acomodando las sílabas a mis empujes—, por eso trabaja tanto en el club. Cuando vuelve a casa no se le levanta, y eso que lo intento de todas las maneras. Hace meses que ná de ná.

Fue escuchar eso y venirse abajo. Me refiero a mi ego de amante, que lo otro siguió en lo suyo. Así que Beni trabajaba en un club.

—¿De qué va eso del club?

—Calla y no me distraigas, garañón.

—Venga, chiquilla… —le di un pescozón en la nalga.

—Como de putas, pero con hombres. No se lo digas a nadie, ¿eh?

—Pues claro que no —no me lo esperaba, lo juro, pero mientras el toro siguiera pluriempleado, yo pensaba seguir en labores de tauromaquia doméstica. Me eché medio vaso de whisky y me lo tragué sin llegar a sacarla. Aquel gesto lo veo ahora como una declaración de principios, pero entonces sólo quería volver a aturdirme para no imaginar a Beni hecho un Príapo y vendiendo sus servicios de toro semental.

Esa noche apenas si dormí. Había algo en mi cabeza que no me dejó tranquilo ni un momento. Cansado de dar vueltas en la cama, decidí levantarme y echarme a gañote un par de whiskis. Puse la tele y estaban echando un televenta de esos de gimnasia sin moverse. Pierda cuatro tallas en dos semanas mientras merienda chocolate con churros. Me quedé enganchado, y si hubiera tenido un teléfono a mano hubiera comprado uno. Pero como lo que tenía a mano era la botella de Juanito el Caminante, acabé en la centrifugadora de mi cuarto.

Me desperté medio colgado de la cama, con la nariz a un palmo de mis zapatos, por eso creo que vomité. Me dolía la cabeza y levantarme me costó un gran esfuerzo. Una cucaracha salió de los restos de la pizza del día anterior. Cabrona, tendría que pedir otra. Se acercó zigzagueante trazando una interrogación con sus pasos. Qué te crees, le espeté. Siguió preguntando con una insolencia insospechada para ser un bicho tan minúsculo. Le sonreí conciliador. Se acercó curiosa. Plaf, y se acabaron las preguntas. Un manchurrón viscoso era la exclamación. Qué te crees, repetí, y me olvidé de ella. Me lavé la cara, fregué el suelo arrugando la nariz y me fui al bar de Beni con la certeza de que llegaba tarde. La caminata debía despejarme, pero lo que hizo fue agotarme.

Llegué sudoroso y temblón.

—¿Quién se ha muerto? —preguntó Beni desde la barra haciéndole un gesto con la cabeza al compadre. Miró el reloj de pulsera (imitación de la buena, cien duros, barato, niño, barato), y lanzó un silbido largo y torturador—. Hoy te has caído de la cama, ¿eh?

—¿Qué hora es?

—Las dos y media.

—Hostia puta… Invítame a una copita.

—Tengo rabo de toro, ¿te doy un poco y así te metes algo caliente en el cuerpo?

Si hubiera estado más despejado le hubiera contestado como merecía. Los instantes de retraso me dejaron darme cuenta de que no hablaba con segundas. Efectivamente, había hecho un guiso de rabo de toro que impregnaba agradablemente el local. Acepté refunfuñando. El muy hijoputa me dio una cerveza sin alcohol. La alquimia de las ollas parecía que me devolvía la memoria. Con el estómago lleno y bajando el nivel etílico de la sangre, las neuronas fueron crujiendo y volviendo a su sitio. En un descuido en el que Beni se fue a cagar, le dije en voz baja al compadre:

— ¿Sabías que Beni se prostituye?

Me miró de reojo levantando una ceja despeinada, de la nariz se le escapaban varios pelos largos como ganchos. Me pareció que sonreía.

—¿Quién te ha dicho eso? ¿El Beni chapero? —un ronquido se disfrazó de risa—. Estás desvariando, niño, que el Beni es macho.

—No, hombre, se prostituye con mujeres. Le pagan por tirárselas. Dicen que es un toro en la cama.

—¿Al Beni le pagan por acostarse con mujeres? —abrió tanto la boca que pensé que iban a salir huyendo las caries. Asentí lentamente, en un momento la cara le mutó en una máscara de pícaro. Creí que le iban a crecer cuernos y todo—. Hay que joderse. ¿Y cómo te has enterado?

—Tengo mis fuentes, compadre, no creerás que te lo voy a decir.

—Ya. Te lo ha dicho la María mientras… —movió el puño de un lado a otro y guiñó un ojo sabedor.

—Tyst. Ahí está Beni —el susodicho venía dándole tironazos a los pantalones, como si soportaran un enorme peso, incapaz de acomodar el regalo de Dios. Ni el compadre ni yo pudimos desviar la mirada de su entrepierna. El compadre reanudó su risita cascada.

—Hay que joderse.

—Ya te digo.

—¿De qué estáis hablando?

—De toros.

—De toros sementales.

Y reímos. Bueno, Beni no se reía.

Después de la revelación, pensé que ensartar a María me iba a costar un enorme esfuerzo. Era ponerla en posición y ver la promesa de la entrepierna de Beni. Me resultaba inaguantable imaginármelo empujando como un Dios sexual. Me lo representaba con un badajo enorme, riéndose mientras diosas de revista le ofrecían dinero. El truco para no bloquearme, estuvo en dejar de pensar y dejar el control al de abajo. Así que me quedé como estaba, viéndolas venir. Hasta que, de repente, todo se acabó.

María empezó a darme largas por las noches, daba saltitos como si tuviera chinchetas en los zapatos y se reía sola. No consintió en volver a ponerse a cuatro patas ni a limpiarme el sable. Era como si toda la lujuria se le hubiera agotado de golpe. Todos mis esfuerzos eran como soplar en un globo pinchado. A la quinta noche o así, volvió Beni a cerrar el bar. Me miraba con ganas de darme un cogotazo o como si quisiera averiguar el color de mis tripas. Cuando María se le acercaba se reían por lo bajini, cuchicheaban mirándome de vez en cuando, yo comprobaba si tenía la bragueta abierta, pero no era eso. Pensé que Beni se había enterado, por fin, de que me beneficiaba a su mujer. Empecé a buscar excusas para salir antes y quitarme de en medio. Quería dejar el bar, pero antes le quería echar un polvo de despedida. Por las tardes se lo contaba al compadre y él se rascaba la barbilla mal afeitada y decía: ¿qué carajo pasa? Aquí hay un misterio, niño.

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