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Authors: Miguel Aguilar Aguilar

Náufragos (6 page)

BOOK: Náufragos
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En el pueblo, la luz que mata las sombras, que no ceja en empañar de gris las casas encaladas, va dejando pasar los días con indolencia. «El tiempo está pachorrudo —dice el padre Julián—, hoy no me peta pasear». Y los niños se van a jugar a la plaza, los mayores corretean a los pequeños y Antoñito que ve pasar volando las golondrinas.

El peral que hay junto al muro del cementerio lanza sus ramas reumáticas mirando al cielo, en una lenta plegaria secreta. El padre Julián les ha contado a los niños que hace muchos años, un pequeño huérfano lo plantó cuando enterraron a su madre. Desde entonces, el árbol que nunca ha llegado a dar frutos, reza a Dios continuamente en auxilio por los niños desamparados. El padre Julián se queda cada tarde con los chiquillos, les cuenta historias, les habla del pasado, de las palabras y sus secretos. A ellos les gusta escuchar su voz entonada, aunque a veces gorjea como un pájaro parlón. Pocas veces salen a pasear, pero nunca se dirigen al bosque. Este cura es un santo, dicen las beatas cuando salen de misa; si es tan bueno debe ser tonto, dicen los hombres en el bar.

El padre Julián tiene la mirada desconsolada, pero la sonrisa perpetua lo niega. La contradicción se decanta con sus manos, enormes y acogedoras, que nacen furtivas y translúcidas como dos aparecidas de las bocamangas de la sotana. Procura no tocar a nadie, chismorrean que es hipocondríaco, más bien maniático, dice el farmacéutico. Desde la torre del campanario suele vigilar a los niños mientras juegan en la plaza, le gusta cuando corretean en círculos esquivándose unos a otros, y cuando juegan al capitán y todos siguen al primero.

Ahora el sol lanza saetas que persiguen las motas de polvo, las paredes hieren de cal y a la hora de la siesta, el calor es tan intenso que los relojes se ralentizan. El padre Julián ha pedido a Antoñito que le ayude a preparar un sermón. El niño obedece disciplinado, le lleva los libros a la sacristía, le acerca una jarra con agua fresca. En el coro dormita un poco, luego hace sombra bajo el rosetón de colores hasta que el cura le llama. Él obedece. El padre Julián quiere pasear, «vayamos hasta el bosque, hijo, verás qué portentosa es mater natura».

Pasan junto al cementerio, las ramas artríticas del peral se estremecen, como si las recorrieran mil agujas heladas en la lenta marea de su savia.

El hombre camina presuroso, con dificultad, le cuesta respirar porque parlotea sin parar. Antoñito le coge la mano y siente cómo se hunde en la tibieza de una sábana recién planchada. Alza la cabeza y, desde su altura, la cara amable del padre Julián está tallada en piedra. Continúa andando, pero sus pies sólo se deslizan, sin sentir el obstáculo de jaras y carrasquillas. Poco tardan en llegar al pinar, que les acoge presuroso, inquieto, temeroso quizás de que cambien de idea. El pequeño Antonio empieza a escuchar lo que dice el padre Julián entonces, porque se ha parado en seco, carleando como un animal cansado. Extiende un dedo acusador a la altura de los ojos del pequeño.

«Esto son las procesionarias», dice con su voz imponente y Antoñito sigue la línea que traza el dedo hasta el suelo. «Su nombre científico es Thaumetopoea pityocampa», se agacha poniendo su cabeza a la altura de la de Antoñito, «un nombre muy rebuscado que usan para asustar a los árboles».

Antoñito mira las orugas que le señala, son peludas, con rayas pardas y negras, y van unas detrás de otras en una fila enorme. Bajo la luz sesteante aparecen como minúsculos monstruos que conforman uno mayor. El padre Julián recupera el aliento en dos profundas inspiraciones.

«Fíjate como van, cada una tocando a la que va delante, sin preocuparse de dónde va ni quién la guía. No le tienen miedo a nada porque de nada se percatan. Así van hasta que dan con un árbol, entonces suben, se alimentan y se convierten en crisálidas. ¿Recuerdas lo que os conté de la metamorfosis de la mariposa? —el niño asiente—, pues eso es lo que les ocurre. Pero así, tan poquita cosa como parecen, son una verdadera plaga. A veces son tantas que pueden matar a varios árboles. Les gustan los pinos, los alcornocales también. Por eso tenemos que hacer algo, ¿no te parece?»

Antoñito asiente convencido, con la mirada asustada y el gesto enfadado. El padre Julián coge una ramita del suelo, se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano y empieza a hurgar en el suelo. Le suelta la mano y, agachado como está, le atrae a su vera. El niño siente su aliento en la mejilla.

«Verás lo que haremos: son tan tontas, que si vamos obligando a la primera a girar así, ¿lo ves?, así, así, hasta que llega a tocar a la última, así, deja de ser líder y se convierte en una más que sigue a la que va tocando. Y… —retira el palito con gesto de triunfo—, ya está. Se forma un círculo, caminarán así hasta la muerte y hemos salvado la vida, quizás, a varios árboles. ¿Contento?»

Antoñito sonríe, pero el gesto se le queda muy cerca de la mueca, siente el vértigo del infinito, quizás por primera vez, y le dan ganas de liberar a las orugas de su destino. Caminar y caminar hasta la muerte. El cura nota su azoramiento y le abraza con sus manos heladas. Le da un breve beso en la mejilla y aspira con fuerza el olor a sudor, dulce y ligero, que emana de la base del cuello del pequeño. La mano que sujeta el brazo del niño se tensa, la otra baja un poco por la espalda. Antoñito siente un escalofrío, una turbación que no volverá a sentir con esa intensidad nunca más en la vida. La voz del padre Julián está ahora rota, susurrante: «Te voy a enseñar otra cosa, Antoñito, creo que ha llegado el momento del exordio, ¿recuerdas la palabra? exordio: el principio».

Antonio tiene la boca seca y la mirada húmeda cuando termina de hablar. El monitor lanza un carraspeo como rompehielos. Abre la carpeta que reposaba sobre sus rodillas, hurga en ella con dedos hábiles hasta que encuentra lo que buscaba. Saca una foto, la muestra al círculo con el brazo extendido hasta llegar a Antonio. Es de una niña que mira a la cámara con tristeza y un arañazo le cruza la mejilla.

—¿Puedes decirnos cómo se llama esta chiquilla?

Antonio amaga una sonrisa pero los ojos se endurecen, el cielo se cae y el aire desaparece, su voz apenas si se oye. No aparta la mirada de la foto y se yergue antes de responder.

—Clara, dijo que se llamaba Clara.

Un picotazo

Tan sólo sentí un picotazo en el abdomen que me adormeció la zona de inmediato. Tardé varios segundos en reaccionar y mirar hacia abajo: una mancha rojiza iba creciendo en la camisa. Me palpé incrédulo, miré la mano empapada por la tibieza de la sangre. Un escalofrío me sopló en la nuca, empecé a formular una complicada maldición y cerré los ojos.

Al abrirlos seguía en la cama, empapado en sudor, desconcertado por el sueño tan vívido. Quería contárselo a Lidia y la llamé. Cuando entró al dormitorio con su bombín encasquetado, llevaba una pistola en la mano. Pensé que en ese momento era mejor no decirle nada, respiré hondo y deseé despertar pronto. Disparó.

Disparó y tan sólo sentí un picotazo en el abdomen, como una inyección. Parpadeé unos segundos, pocos, antes de llevar una mano curiosa a la mancha cárdena que crecía en la camisa. Incertidumbre en los dedos. La nuca erizada. Ojos en búsqueda de la oscuridad.

Ángel Azul sobre Cielo Estrellado

Sientes el frío de un cristal en la sien. Abres los ojos. Llevas una musiquilla en los pliegues de tu cabeza rebotando cansina. La lengua nerviosa sigue sus evoluciones en la boca, dibujando en tus dientes la partitura oculta. Miras por el cristal y ves un cielo estrellado, maravillosamente negro y estrellado. Suspiras sin poder dejar la melodía que te aturde. Bajas la vista y compruebas que debajo también hay un cielo lleno de estrellas. Cierras los ojos. Sientes una náusea fina y blanduzca que te nace en las ingles y te atraviesa hasta asentarse en el estómago. Crees saber cual es la causa, no, lo sabes seguro: hay en tu paladar un regusto dulce de resaca. Abres los ojos. El cielo de abajo es aún más negro y brillante que el de arriba. Está lleno de luminarias agrupadas en corpúsculos que bien podrían ser galaxias. No estás seguro, nunca supiste leer mapas estelares.

Miras tu reflejo en el cristal, y desde ahí, tan cerca, te ves distorsionado sin reconocerte. Te fijas en que hay estrellas que viajan de una galaxia a otra, algunas van rápido, otras más despacio; unas centellean débilmente, otras son brillantes como el hielo en tu corazón. Este universo te desconcierta, el cielo debería estar siempre arriba. Y deberías dejar de hablar contigo mismo.

La náusea sube como una lombriz de acero por el esófago, se divide e irrumpe con furia en el cerebro. Deja un rastro agrio en el paladar. Te dan ganas de vomitar. No comprendes cómo los astros consiguen ir unos detrás de otros para mudarse en el infinito, quizás sigan también el concierto de tu lengua. Ya se sabe que las leyes del universo se repiten una y otra vez. El estómago se contrae como si miles de huevos de cucarachas eclosionaran en él. Quietas, niñas, quietas.

Despiértate, no eres más que otro Gregorio Samsa cualquiera.

Estás despierto, notas el cristal aplastado en tu cara, notas tus manos sudadas, presientes el vómito gestarse ahí abajo, entre dos galaxias menores. Las estrellas de arriba no se mueven. Las de abajo no dejan de viajar, van de un grupo a otro sin descanso. El doble cielo estrellado te está mareando. Cierras los ojos. Deseas abrirlos y que todo tenga sentido, saber quién eres y dónde estás, comprobar que estás entero y que llevas contigo todos tus recuerdos. Deseas volver a ver un solo cielo estrellado.

¡Escucha!, son pasos suaves, ligeros y cortos, pasos de mujer. Tacones en moqueta, eso sí que lo puedes asegurar. Se acercan silenciosos, como si no quisieran romper algún maleficio. Venid, venid aquí y rompedlo.

—Señor… Señor, despierte.

Sientes una mano en el hombro y una descarga se recrea en cada nervio hasta llegar a tus pies. Parece que eso te aclara la mente, la música ha desaparecido. Abres los ojos y ves a una mujer joven inclinada ante ti. Lleva un pañuelo blanco al cuello y una camisa… no, una chaqueta azul. Una plaquita de oro brilla en su pecho. Ángel Azul sobre Cielo Estrellado, esperas leer en el rótulo de la obra, sin embargo sólo pone Martirio L. Newlord. Te sonríe, con un leve gesto de su pálido rostro te indica la ventana. Miras los cielos y le devuelves la mirada, no comprendes.

—Ya llegamos, debe ajustarse el cinturón y poner el asiento en posición vertical.

Como una fila de fichas de dominó que van cayendo unas tras otras, para terminar abriendo una caja que deja salir un payaso sonriente, así tus neuronas fue-ron saltando unas tras otras dejándote al final cara de tonto.

Y sonreíste a la mujer.

—Se ve bonita.

No comprendes y vuelves a arrugar la frente. Ella, el Ángel Azul, vuelve a girar graciosamente la cabeza y te aclara:

—Digo que la ciudad se ve bonita desde aquí arriba.

—Sí —asientes incrédulo por tu torpeza—, sí que se ve bonita la galaxia.

Abres los ojos con miedo. Junto a ti sientes la respiración pausada de un cuerpo. Está a tu espalda y notas el soplo suave en el cuello. Segunda vértebra cervical. Antes de girarte intenta aclarar dónde te encuentras. Recuerda…

Recuerdas la tristeza de aeropuerto, ese pellizco de despedida que siempre tienes en ellos. Pero no te ibas, llegabas. Recuerdas la noche oscura al salir a la calle, el inútil abrigo recostado en tus brazos, como un bebé asustado. El taxista con ojos de borrego dormido que gruñía de vez en cuando. Las estrellas que se cruzaban con vosotros por la autopista. Recuerdas el hotel, la recepción. El Ángel Azul.

Ahora puedes girarte, ahí está ella. No tiene el pañuelo al cuello pero es ella. La cara relajada, la boca cerrada, la espalda destensada. No te gustan las personas que duermen con la boca abierta, es como si quisieran decirte algo y te obligan a estar pendiente de ellas. Buscas con la mirada su ropa en la habitación, en la silla están su falda y su chaqueta. Allí está su nombre grabado en la chapita, ¿cuál era? Ojalá puedas recordarlo antes de que se despierte. Pero recuerdas su risa, como un trineo que se desliza por la nieve, y su voz azucarada de azafata dulce

—Me gusta más Auxiliar de vuelo, además es lo correcto.

Auxiliar de vuelo es lo correcto: su voz de azafata dulce vestida de azul, su sonrisa sincera, su mirada limpia de ojos… ¿claros?, cuando los abra recordarás el color. Se te acercó cuando estabas junto al mostrador de recepción.

—¡Hola! Ahora sí puedo tomarme esa copa, a no ser que el hotel vaya a despegar pronto—, un trineo por la nieve. Le debiste invitar a una copa cuando estabas bebido en el avión, esperas no haber sido grosero o pesado. Al menos ella estaba dispuesta a acompañarte al bar, debiste ser encantador. No te apetecía ir a ningún sitio, sólo querías dormir en una cama. Dormir cuarenta horas y recuperarte del jetlagdeloscojones. Pero la llevaste contigo para que Donald os sirviera varios vodkas con zumo de naranja. ¿Cómo puedes recordar el nombre del dependiente del bar y no el de ella?

No sabes, quizás porque tenía nombre y voz de pato.

Debes estar realmente enfermo: olvidas el nombre de un ángel y te quedas tan tranquilo.

En el bar habló ella más que tú, te limitaste a asentir y a reírte de sus bromas. Tenías hambre pero no te atreviste a decirle nada y seguisteis bebiendo. Ella pedía destornilladores y tú sentías cómo iban aflojando los agarres de tu alma. Cuando quisiste darte cuenta te estaba besando-mordiendo largamente. Le cogiste el culo. Ella notó tu erección porque el trineo llegó a nieve blanda. Subisteis a una habitación, no sabes si la tuya o la de ella. Te dejó hacer y tú intentaste leer su cuerpo en braille y descubriste dónde guardaba la risa, dónde los gemidos, dónde se le tensaba la espalda cómo un arco. Te abrazó con sus piernas y te ancló a ella con sus uñas. El vodka te tenía anestesiado, y aunque no lo puedes jurar, fue el polvo más largo de tu vida. Pero dulce y suave como una pluma que cae desde un piso cuarenta. Y el orgasmo fue un cigarrillo que se consume deshaciéndose en fina ceniza.

Luego os dormisteis satisfechos: tú eras un borrón en la blancura de la cama, ella un signo de interrogación a tu espalda. Mejor así, dormidos. Mejor duérmete otra vez, deja que tu cerebro se vaya asentando. Cierra los ojos.

Los minutos bailan en las sábanas como el polvo en un haz de luz. Sientes cómo tu cuerpo se va desprendiendo de partes esenciales que jamás deberían salir de ti. Te diluyes poco a poco. Tu sombra se engancha en el pelo rubio del Ángel Azul, cuando despierte se la pedirás. Quieres dormir pero no puedes. Siempre has sido un dormilón, jamás te levantaste antes de dormir nueve horas, sin embargo ¿qué ocurre ahora que el sueño te huye? Aprietas los puños, recuerdas la voz de tu madre y sonríes: cierra bien las manos para que el sueño no se te escape.

BOOK: Náufragos
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