Navegante solar (17 page)

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Authors: David Brin

BOOK: Navegante solar
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—¡Basta, LaRoque! —jadeó—. Sólo quería hablar con usted... Nadie tiene suficientes pruebas para acusarle de nada, ¿por qué huir entonces? Por otra parte, no hay ningún sitio al que ir.

LaRoque sacudió tristemente la cabeza.

—Lo siento, Demwa. —El acento afectado había desaparecido por completo. Se abalanzó hacia adelante, con los brazos extendidos.

Jacob saltó hacia atrás hasta la distancia adecuada, contando despacio. A la cuenta de cinco, cerró los ojos. Por un instante, Jacob Demwa quedó completo. Se agachó y trazó una geodésica en su mente desde la punta de su zapato a la barbilla de su oponente. El pie siguió al arco con un chasquido que pareció extenderse durante minutos. El impacto fue suave como el cuero.

LaRoque se alzó en el aire. En su plenitud, Jacob Demwa observó a la figura enfundada en el traje espacial volar hacia atrás, a cámara lenta. Le imitó y entonces pareció que era él quien se ponía horizontal en el aire y luego cayó todo avergonzado y dolorido hasta que el duro suelo golpeó su espalda a través de la mochila.

Entonces el trance terminó y vio que estaba aflojando el casco de LaRoque. Se lo quitó y ayudó al periodista a apoyarse contra la pared.

LaRoque lloraba en voz baja.

Jacob advirtió un paquete unido a la cintura de LaRoque. Cortó la atadura y empezó a desenvolverlo, apartando las manos del periodista cuando éste se resistió.

—Bien —Jacob hizo una mueca—. No intentó utilizar el aturdidor conmigo porque la cámara era demasiado valiosa. ¿Por qué? Tal vez lo averigüemos si la ponemos en marcha.

Se incorporó y ayudó al otro hombre a ponerse en pie.

—Vamos, LaRoque. Tenemos que detenernos donde haya una máquina lectora. A menos que tenga algo que decir primero.

LaRoque sacudió la cabeza. Siguió mansamente a Jacob, que le cogía del brazo.

En el corredor principal, cuando Jacob estaba a punto de entrar en el laboratorio fotográfico, fueron localizados por un pelotón mandado por Dwayne Kepler. Incluso con la gravedad reducida, el científico se apoyaba en el brazo de un enfermero.

—¡Aja! ¡Lo capturó! ¡Magnífico! ¡Esto demuestra todo lo que dije!

¡Huía de un justo castigo! ¡Es un asesino!

—Ya lo veremos —dijo Jacob—. Lo único que demuestra esta aventura es que se asustó. Incluso un ciudadano puede comportarse de forma violenta cuando se deja llevar por el pánico. Lo que me gustaría es saber dónde pensaba que iba. ¡Ahí fuera no hay más que roca fundida! Tal vez debería hacer que algunos hombres salieran e investigaran la zona alrededor de la base, para asegurarnos.

Kepler se echó a reír.

—No creo que fuera a ninguna parte. Los condicionales nunca saben adonde van. Actúan por instinto básico. Simplemente quería salir de un sitio cerrado, como un animal acosado.

El rostro de LaRoque permaneció inexpresivo. Pero Jacob sintió que su brazo se tensaba cuando mencionó la búsqueda en la superficie, y luego se relajaba cuando Kepler descartó la idea.

—Entonces renuncia a la idea de un asesinato adulto —le dijo Jacob a Kepler mientras se giraban hacia el ascensor. Kepler caminaba lentamente.

—¿Con qué motivo? ¡El pobre Jeff jamás hizo daño a una mosca!

¡Era un chimpancé decente y temeroso de Dios! ¡Además, ningún ciudadano ha cometido un asesinato en el Sistema desde hace diez años! ¡Son tan comunes como los meteoritos de oro!

Jacob tenía sus dudas al respecto. Las estadísticas eran especialmente un comentario sobre los métodos policiales. Pero guardó silencio.

Al llegar a los ascensores, Kepler habló brevemente por un comunicador de pared. Varios hombres llegaron casi de inmediato para hacerse cargo de LaRoque.

—Por cierto, ¿encontró la cámara? —preguntó Kepler.

Jacob vaciló. Por un momento pensó en esconderla y fingir más tarde que la había descubierto.


Ma camera á votre onde
! —gritó LaRoque. Alargó una mano en busca del bolsillo de Jacob. Los guardias lo contuvieron. Otro se adelantó y extendió la mano. Jacob le entregó el aparato de mala gana.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Kepler—. ¿Qué idioma era ése?

Jacob se encogió de hombros. Llegó un ascensor del que salió más gente, entre la que figuraba Martine y deSilva.

—Fue sólo un insulto —dijo—. No creo que le caigan bien sus antepasados.

Kepler se echó a reír.

13
BAJO EL SOL

Para Jacob, la Cúpula de Comunicaciones parecía una burbuja envuelta en alquitrán. Alrededor de toda la semiesfera de vidrio y estasis, la superficie de Mercurio desprendía un brillo sombrío y ondulante. La cualidad líquida de la luz reflejada aumentaba la sensación de hallarse dentro de una bola de cristal que estuviera atrapada en lodo, incapaz de escapar a la limpieza del espacio.

En las inmediaciones, las propias rocas parecían extrañas.

Minerales inusitados se formaban con aquel calor y bajo el bombardeo constante de las partículas del viento solar. El ojo se sorprendía sin saber por qué ante las polvaredas y extrañas formas cristalinas. E incluso había charcos. La sola idea de pensar en ellos hacía que uno se sintiera cohibido.

Y algo más cerca del horizonte demandaba atención.

El sol. Era muy tenue, reducido por las poderosas pantallas. Pero la pelota amarillo blancuzca parecía un diente de león dorado lo suficientemente cercano para poder tocarlo, una moneda incandescente. Oscuras manchas solares corrían en grupos, en abanico, de norte a sur y luego hacia el este, apartándose del ecuador. La superficie tenía una finura que escapaba el enfoque.

Mirar directamente al sol produjo en Jacob un extraño despegue.

Reducida, pero no sintonizada en rojo, su luz bañaba la cúpula con un enérgico brillo. Chorros de luz parecían acariciar la frente de Jacob.

Era como si, al igual que algún antiguo lagarto en busca de algo más que calor, hubiera expuesto cada parte de su entidad al Señor del Espacio y, bajo aquellos fuegos, sintiera una fuerza tirar, una necesidad de irse.

Experimentó una inquietante certidumbre. Algo vivía en aquel horno. Algo terriblemente antiguo, y terriblemente distante.

Bajo la cúpula, hombres y máquinas trabajaban en una placa de silicato de hierro. Jacob volvió la cabeza para contemplar el gran pilón que llenaba el centro de la cámara y surgía de la punta del campo de estasis, asomando a la cálida luz de Mercurio.

En su punta se encontraban los máser y el láser que mantenía a la Base Mermes en contacto con la Tierra y, gracias a una cadena de satélites sincronizados, orbitando a quince millones de kilómetros por encima de la superficie, seguían a las Naves Solares hasta el Maelstrom de Helios.

El rayo máser estaba ahora en funcionamiento. Una pauta retinal tras otra volaban a la velocidad de la luz hasta los ordenadores de casa.

Era tentador imaginar que uno iba montado en aquel rayo hasta la Tierra, hacia cielos y aguas azules.

El Lector Retinal era un pequeño aparato unido al láser óptico del sistema de ordenador diseñado por la Biblioteca. El Lector era esencialmente una gran pieza ocular contra la que un usuario humano podía apoyar la mejilla y la frente. El input óptico hacía el resto.

Aunque los extraterrestres estaban exentos de la investigación en busca de condicionales (no podían dar positivo de ningún modo, y desde luego no había ningún código retinal archivado para los miles de galácticos del sistema solar), Culla insistió en ser incluido. Como amigo de Jeffrey, reclamaba el derecho a participar, aunque fuera simbólicamente, en la investigación sobre la muerte del chimpancé científico.

Culla tuvo problemas para ajustar sus grandes ojos a las piezas.

Permaneció muy quieto durante largo rato. Finalmente, siguiendo una nota musical, el alienígena se retiró de la máquina.

El operador ajustó la altura de la pieza ocular para Helene deSilva.

Luego le llegó el turno a Jacob. Esperó hasta que ajustaron la pieza, después apretó la nariz, la mejilla y la frente contra las barras y abrió los ojos.

Un punto azul brilló dentro. Nada más. Aquello recordó algo a Jacob, aunque no pudo identificarlo. Pareció girar y chispear mientras miraba, eludiendo el análisis, como el brillo del alma de alguien.

Entonces la nota musical le dijo que su turno había acabado. Se retiró y dejó el sitio libre. Kepler se acercó, apoyándose en el brazo de Millie Martine. El científico sonrió al pasar junto a Jacob.

¡A eso me recordó!, pensó. El punto era como el brillo de los ojos de un hombre.

Bueno, eso encaja. Hoy en día los ordenadores casi piensan. Hay algunos que incluso parecen tener sentido del humor. ¿Por qué no esto también? Que los ojos de los ordenadores brillen, y pongan los brazos en jarras. Que dirijan miradas significativas que podrían matar si las miradas matasen. ¿Por qué no podrían las máquinas empezar a tomar el aspecto de aquellos a quienes absorbían?

LaRoque se sometió al Lector, con aspecto confiado. Cuando terminó, se sentó solo y silencioso bajo la mirada de Helene deSilva y varios miembros de su equipo.

La comandante de la base había traído a los miembros de reserva, mientras todos los conectados con las naves solares pasaban ante el Lector. Muchos de los técnicos protestaron por la interrupción de su trabajo. Jacob tuvo que admitir, mientras contemplaba pasar la procesión, que era todo un esfuerzo. Nunca se le había ocurrido que Helene quisiera comprobar a todo el mundo.

DeSilva había ofrecido una explicación parcial en el ascensor.

Después de poner a Kepler y a LaRoque en compartimentos separados, viajó con Jacob.

—Hay una cosa que me confunde —dijo él.

—¿Sólo una? —sonrió ella sombríamente.

—Bueno, hay una que destaca sobre las demás. Si el doctor Kepler acusa a LaRoque de sabotear la nave de Jeff, ¿por qué se opone a llevar a Bubbacub y Fagin a una nueva inmersión, sea cual sea el resultado de esta investigación? Si LaRoque es culpable, eso significaría que la siguiente inmersión sería perfectamente segura, ya que estaría neutralizado.

DeSilva le miró durante un instante, reflexionando.

—Supongo que si puedo confiar en alguien en esta base es en usted, Jacob. Así que le diré lo que pienso.

»El doctor Kepler no ha querido nunca ayuda E.T. en este programa. Comprenderá que le digo esto en estricta confidencia, pero me temo que el equilibrio habitual entre humanismo y xenofilia que sienten la mayoría de los astronautas llega un poco demasiado lejos en este caso. Su educación hace que se oponga amargamente a la filosofía danikenita, y supongo que eso se convierte en una desconfianza parcial hacia los alienígenas. Además, un montón de colegas suyos se han quedado sin trabajo debido a la Biblioteca. Para un hombre que ama tanto la investigación como él, eso debió de ser duro.

»¡No estoy diciendo que sea un piel ni nada por el estilo! Se lleva bastante bien con Fagin y consigue ocultar sus sentimientos ante los otros etés. Pero podría decir que si un hombre peligroso llegó a Mercurio, otro podría hacerlo también, y utiliza la seguridad de nuestros invitados como excusa para mantenerlos apartados de sus naves.

—Pero Culla ha participado en casi todas las inmersiones.

DeSilva se encogió de hombros.

—Culla no cuenta. Es un pupilo. Pero al menos sé una cosa: voy a tener que examinar la cabeza del doctor Kepler si esto se confirma.

Todos los hombres de esta base confirmarán su identidad, y Bubbacub y Fagin irán en la siguiente inmersión aunque tenga que obligarlos. ¡No voy a dejar que circule el menor rumor de que las tripulaciones humanas no son dignas de confianza!

Asintió, con la barbilla firme. En ese momento Jacob pensó que su determinación era excesiva. Aunque podía comprender sus sentimientos, era una lástima que masculinizara aquellos hermosos rasgos. Al mismo tiempo se preguntó si Helene estaba siendo totalmente cándida sobre sus propias motivaciones.

Un hombre que esperaba junto al enlace máser arrancó una cinta con un mensaje y se lo llevó a deSilva. Hubo un tenso silencio mientras todos la observaban leer. Entonces, sombría, se dirigió a varios de los hombres ceñudos que la rodeaban.

—Arresten al señor LaRoque. Tiene que regresar en la próxima nave que zarpe.

—¿Bajo qué acusación? —gritó LaRoque—. ¡No puede hacer esto, hembra de Neanderthal! ¡Me encargaré de que pague por este insulto!

DeSilva le miró como si se tratara de un insecto.

—Por ahora la acusación es la eliminación ilegal de un transmisor condicional. Más adelante se añadirán otras acusaciones.

—¡Mentiras, mentiras! —aulló LaRoque mientras se levantaba de un salto. Un hombre lo agarró por los brazos y lo empujó hacia los ascensores. LaRoque estaba furioso.

DeSilva le ignoró y se volvió hacia Jacob.

—Señor Demwa, la otra nave estará lista dentro de tres horas. Iré a decírselo a los demás. Podemos dormir en ruta. Gracias de nuevo por la forma en que se encargó de las cosas abajo.

Se volvió antes de que él pudiera contestar, dando órdenes en voz baja a un hombre cercano, la eficiencia enmascarando su furia ante la noticia: ¡un condicional en el espacio!

Jacob se quedó observando durante unos minutos mientras la cúpula se vaciaba. Una muerte, una loca persecución, y ahora un delito. ¿Y qué?, pensó. El único delito demostrado hasta ahora es uno que probablemente yo mismo cometería si me declararan condicional... Eso no significa que hubiera una buena causa para que LaRoque causara también la muerte.

Por mucho que le desagradara aquel hombre, nunca le había considerado capaz de asesinar a sangre fría, a pesar de aquellos golpes con la barra de plástico.

En el fondo de su mente, Jacob podía sentir su otra mitad frotándose alegremente las manos... amoralmente complacido por los misteriosos giros que había dado el caso Navegante Solar, y pidiendo ser liberado.

Olvídalo.

La doctora Martine se le acercó en el ascensor. Parecía abrumada.

—Jacob, no pensará usted que Pierre pudo matar a esa pobre criatura, ¿verdad? ¡Le gustan los chimpancés!

—Lo siento pero la evidencia parece señalar en esa dirección. No me gustan las Leyes Condicionales más que a usted. Pero las personas a las que se asigna ese grado son capaces de actos de violencia fácil, y el hecho de que el señor LaRoque se quitara el transmisor va contra la ley. Pero no se preocupe. Ya se encargarán de todo en la Tierra. Seguro que LaRoque tendrá un juicio justo.

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