Authors: David Brin
El bucle parecía extraño, como si los campos gravitatorios hubieran empezado a fluctuar levemente. Mientras ayudaba a Hughes a atravesar el corto arco, notó que el sentido del equilibrio le molestaba como nunca lo había hecho antes, y tuvo que concentrarse para seguir andando.
La zona superior de la nave estaba todavía roja, el rojo de la cromosfera. Pero los fluctuantes solarianos verdeazulados danzaban en el exterior, más cerca de lo que Jacob los había visto jamás. Sus alas de mariposa eran casi tan anchas como la misma nave.
Rastros azules del láser-P también brillaban en el polvo. Cerca del borde de la cubierta, el propio láser zumbaba dentro de su carcasa.
Esquivaron varios rayos finos.
Ojalá tuviéramos herramientas para soltar esa cosa de su asidero, pensó Jacob. Bueno, no era momento de deseos inútiles. Agarró con fuerza a su compañero hasta que consiguió llevarlo a uno de los asientos. Lo ató al í y fue a buscar el botiquín.
Lo encontró junto a la Cámara del Piloto. Puesto que no había visto a Martine, estaba claro que había elegido otro cuadrante de la cubierta, apartada de los demás, para comunicarse con los solarianos.
Cerca de la Cámara del Piloto yacían, firmemente atados, LaRoque, Donaldson, y el cadáver de Dubrowsky. La cara de Donaldson estaba medio cubierta de espuma-piel medicinal.
Helene deSilva y su otro tripulante estaban atentos a sus instrumentos. La comandante alzó la cabeza cuando Jacob se acercó.
—Jacob! ¿Qué ha pasado?
Él mantuvo las manos a la espalda, para no distraerla. No obstante le resultaba difícil mantenerse en pie. Tendría que hacer algo pronto.
—No funcionó. Pero le hicimos hablar.
—Sí, lo hemos oído todo desde aquí, y luego mucho ruido. Traté de avisaros antes de impactar con los toroides. Esperaba que pudieras aprovechar la ocasión.
—El impacto ayudó, desde luego. Nos sacudió, pero nos salvó la vida.
—¿Y Culla?
Jacob se encogió de hombros.
—Todavía está abajo. Creo que se está quedando sin baterías.
Durante nuestra pelea aquí arriba quemó la mitad de la cara de Donaldson de un disparo. Allí abajo estuvo más comedido, haciendo agujeritos en lugares estratégicos.
Le contó el ataque de Culla con las mandíbulas.
—No creo que vaya a quedarse sin energía muy pronto. Si tuviéramos muchos hombres, podríamos ir lanzándoselos hasta que se quedara seco. Pero no los tenemos. Hughes está dispuesto, pero ya no puede luchar. Supongo que vosotros dos no podéis abandonar vuestros puestos.
Helene se volvió para responder a una alarma que sonaba en su mesa de control. Dio un golpe a un interruptor y la cortó. Luego se volvió, con gesto de disculpa.
—Lo siento, Jacob. Pero aquí tenemos trabajo de sobra.
Intentamos llegar al ordenador activando los sensores de la nave con ritmos en código. Es un trabajo lento, y tenemos que atender a las emergencias. Me temo que seguimos cayendo. Los controles se deterioran. —Se volvió para responder a otra señal.
Jacob se retiró. Lo último que quería era distraerla.
—¿Puedo ayudar?
Pierre LaRoque le miró desde un asiento situado a varios metros de distancia. El hombrecito estaba comprimido, el cinturón de su asiento fuera del alcance. Jacob se había olvidado de él.
Vaciló. La conducta de LaRoque justo antes de la pelea en la zona superior no le había inspirado confianza. Helene y Martine le habían atado para que no molestara a nadie.
Pero Jacob necesitaba las manos de alguien para operar el botiquín. Recordó el intento de huida de LaRoque en Mercurio. El hombre no era de fiar, pero tenía talento cuando decidía usarlo.
LaRoque parecía coherente y sincero en este momento. Jacob le pidió permiso a Helene para liberarlo. Ella le miró y se encogió de hombros.
—Muy bien. Pero si se acerca a los instrumentos, lo mataré. Díselo.
No hubo necesidad. LaRoque asintió. Jacob se inclinó y manejó los garfios del cinturón con los dedos sanos de su mano derecha.
— ¡Jacob, tus manos! —exclamó Helene tras él.
La expresión de preocupación de su rostro animó a Jacob.
Pero cuando empezó a levantarse, ya no pudo permitírselo. Ahora su trabajo era más importante que él. Lo sabía. Interpretó el hecho de que estaba preocupada como una gran muestra de afecto. Ella sonrió para animarle y luego se dispuso a atender a media docena de alarmas que empezaron a sonar al mismo tiempo.
LaRoque se levantó, frotándose los hombros, y luego cogió el botiquín y se acercó a Jacob. Su sonrisa era irónica.
—¿A quién atendemos primero? —dijo—. ¿A usted, al otro hombre, o a Culla?
Helene tenía que encontrar tiempo para pensar. Tenía que haber algo que pudiera hacer. Lentamente, los sistemas basados en la ciencia galáctica se estropeaban. Hasta ahora habían sido la tempo-compresión y el impulso gravitatorio, más varios mecanismos periféricos. Si el control de gravedad interna se estropeaba, estarían indefensos ante las sacudidas de las tormentas de la cromosfera, aplastados dentro de su propio casco.
No es que importara. Los toroides que sujetaban la nave contra el tirón del sol estaban cansándose. El altímetro caía. El resto del rebaño estaba ya muy por encima, casi perdido en la bruma rosada de la cromosfera superior. No tardarían mucho.
Destelló una luz de alarma.
Había un
feedback
positivo en el campo de gravedad interna.
Helene hizo un rápido cálculo mental, y luego fijó una serie de parámetros para controlarlo.
Pobre Jacob, lo había intentado. Tenía el cansancio escrito en la cara. Ella se sintió avergonzada por no haber compartido la lucha en la zona invertida, aunque, por supuesto, no era probable que hubiera conseguido apartar a Culla del ordenador.
Ahora le tocaba el turno. ¿Pero cómo, con todos los malditos componentes haciéndose pedazos?
No todos. A excepción del enlace máser con Mercurio, el equipo derivado de la tecnología terrestre todavía funcionaba a la perfección.
Culla no se había molestado con él. La refrigeración todavía funcionaba.
Los campos E.M. alrededor del duro casco de la nave aún se mantenían, aunque habían perdido la habilidad para dejar entrar selectivamente más luz en la zona invertida. Naturalmente.
La nave se estremeció. Rebotó cuando algo chocó contra ella una, dos veces. Entonces apareció un resplandor en la superficie de la cubierta. De repente surgió el borde de un toroide frotándose contra el costado de la nave. Por encima, varios solarianos se estremecieron.
El golpe se convirtió en un sonido chirriante, alto y molesto. El toroide estaba lívido, con brillantes manchas púrpura a lo largo de su borde. Latía y pulsaba bajo las sacudidas de sus torturadores.
Entonces desapareció con un súbito estallido de luz. La Nave Solar se inclinó hacia adelante, sin apoyo, y cayó bruscamente. DeSilva y su compañero se esforzaron por enderezarla.
Cuando alzó la cabeza, pudo ver que sus aliados solarianos se retiraban, con los dos toroides restantes.
No podían hacer más. El toroide que los había abandonado era sólo un punto de luz en lo alto, perdiéndose rápidamente entre una llamarada verde.
El altímetro empezó a girar con más rapidez. En sus pantallas, Helene pudo ver las pulsantes células granuladas de la fotosfera, y la Gran Mancha, ahora mayor que nunca.
Ya estaban más cerca de lo que nadie había llegado a estar hasta entonces. Pronto se encontrarían allí en el sol los primeros hombres.
Brevemente.
Miró a los solarianos, ahora distantes, y se preguntó si debería convocar a todo el mundo para... para decirles adiós u otra cosa.
Quería que Jacob estuviera aquí.
Pero había vuelto abajo. Chocarían antes de que tuviera tiempo de regresar.
Contempló las diminutas luces verdes y se preguntó cómo había podido moverse tan rápidamente el toroide.
Se enderezó con una maldición. Chen la miró.
—¿Qué pasa, capitana? ¿Hemos perdido el escudo?
Con un grito de júbilo, Helene empezó a manejar los interruptores.
¡Deseó que pudieran estudiar su telemetría allá en Mercurio, porque si morían aquí en el sol ahora sí que sería de una forma única!
Los brazos de Jacob todavía latían. Peor aún, picaban.
Naturalmente, no podía rascarse. Su mano izquierda estaba dentro de un bloque sólido de espuma-piel, al igual que dos dedos de su mano derecha.
Volvió a agazaparse dentro de la escotilla del bucle de gravedad, asomando a la cubierta de la zona invertida. Fagin se hizo a un lado para que pudiera situar su nuevo espejo, pegado al extremo de un lápiz con más espuma-piel, más allá de la abertura.
Culla no estaba a la vista. Las protuberantes cámaras se recortaban contra el pulsante techo azul presentado por los afanosos magnetóvoros. El trazo del láser-P se entrecruzaba, marcado por el polvo del aire.
Hizo un gesto para que LaRoque soltara su carga justo dentro de la escotilla, junto a Fagin.
Se cubrieron por turno los cuellos y los rostros con más espuma-piel. Las gafas estaban selladas con puñados del material esponjoso y flexible.
—Ya saben que esto es peligroso —dijo LaRoque—. Puede protegernos de un rayo rápido, pero este material es altamente inflamable. Es la única sustancia inflamable que se permite en las naves espaciales debido a sus propiedades medicinales únicas.
Jacob asintió. Si su aspecto era parecido al de LaRoque, tenían una buena oportunidad de acabar con el alienígena dándole un susto.
Sopesó la cápsula marrón, y luego lanzó una ráfaga a la cubierta.
No tenía mucho alcance, pero podría servir como arma. Todavía quedaba material de sobra.
La cubierta se agitó bajo ellos, y luego rebotó dos veces más.
Jacob se asomó y vio que estaban ladeados. El magnetóvoro que sostenía este costado de la nave rodaba cada vez más bajo, hacia el borde de la cubierta, lejos de donde la fotosfera cubría el cielo.
Así pues, una de las bestias del otro lado había perdido su asidero. Eso significaba que casi se había acabado.
La nave se estremeció y entonces empezó a enderezarse. Jacob suspiró. Todavía podría haber tiempo de salvar la nave si podía detener a Culla inmediatamente. Pero eso era imposible. Deseó poder subir a reunirse con Helene.
—Fagin —dijo—. Ya no soy el hombre que conocías. Ese hombre habría detenido a Culla a estas alturas. Habríamos salido de aquí sanos y salvos. Los dos sabemos de lo que era capaz.
»Por favor, comprende que lo he intentado. Pero es que ya no soy el mismo.
Fagin se agitó.
—Lo sabía, Jacob. Te invité al Proyecto Navegante Solar para conseguir este cambio.
Jacob miró al alienígena.
—Eres mi mejor recurso —silbó suavemente el kantén—. No tenía ni idea de que las cosas fueran tan críticas. Te pedí que vinieras sólo para ayudarte a romper la crisálida en la que has estado desde Ecuador, y presentarte luego a Helene deSilva. El plan tuvo éxito.
Estoy satisfecho.
Jacob estaba perdido.
—Pero Fagin, mi mente...
—Tu mente está bien. Simplemente tienes demasiada imaginación.
Eso es todo. ¡De verdad, Jacob, inventas unas fantasías tan elaboradas!
¡Nunca he conocido a un hipocondríaco como tú!
La mente de Jacob se desbocó. O bien el kantén estaba siendo amable, o estaba equivocado, o... o tenía razón. Hasta entonces Fagin no le había mentido, especialmente en lo referente a asuntos personales.
¿Era posible que Mister Hyde no fuera una neurosis, sino un juego? De niño creaba universos lúdicos tan detallados que apenas podían ser distinguidos de la realidad. Sus mundos habían existido. Los terapeutas neo-reichianos simplemente sonrieron y le acreditaron con una poderosa imaginación no patológica porque los tests siempre mostraban que sabía que estaba jugando, cuando importaba que lo supiera.
¿Podía ser Mister Hyde una entidad lúdica?
Es cierto que hasta ahora nunca ha causado ningún daño real. Fue una molestia continua, pero siempre hubo una razón válida para las cosas que le «obligaba» a hacer. Hasta ahora, en efecto.
—No estuviste sano durante una temporada cuando te conocí, Jacob. Pero la Aguja te curó. La cura te asustó, así que te introdujiste en un juego. No conozco los detalles de tu juego: guardas muy bien tus secretos. Pero sé que ahora estás despierto. Llevas despierto unos veinte minutos.
Jacob se puso serio. Tuviera razón Fagin o no, no tenía tiempo para pensar en ello. Sólo le quedaban minutos para salvar la nave. Si era posible.
Fuera, la cromosfera titiló. La fotosfera se alzó sobre sus cabezas.
Los senderos de polvo del láser-P entrecruzaban el interior del casco.
Jacob intentó chascar los dedos, y dio un respingo de dolor.
—¡LaRoque! Suba y traiga su encendedor. ¡Rápido!
LaRoque dio un paso atrás.
—Lo tengo aquí mismo —dijo—. ¿Pero para qué...?
Jacob se dirigió hacia el Intercomunicador. Si Helene tenía alguna reserva de energía que hubiera estado conteniendo, ahora era el momento de utilizarla. ¡Necesitaba un poco de tiempo! Sin embargo, antes de que pudiera conectar, una alarma inundó la nave.
—Sofontes —resonó la voz de Helene—. Por favor, prepárense para acelerar. En breve dejaremos el sol.
La voz de la mujer parecía divertida, incluso burlona.
—Teniendo en cuenta nuestra inminente marcha, recomiendo a todos los pasajeros que se pongan ropa de abrigo. Puede hacer mucho frío en el sol en esta época del año.
Una ráfaga de aire frío volaba continuamente de los conductos de ventilación del Láser Refrigerador. Jacob y LaRoque se agazaparon alrededor de su fuego, intentando protegerse del aire helado.
—Vamos, nena. ¡Arde! —Un montón de espuma-piel humeaba sobre la cubierta. Cuando apilaron más material, las llamas crecieron lentamente.
—¡Ja, ja! —rió Jacob—. Cuando se es cavernícola una vez, se es cavernícola para siempre, ¿eh, LaRoque? ¡Los hombres llegan hasta el sol y luego encienden un fuego para calentarse!
LaRoque sonrió débilmente, y siguió apilando cada vez más espuma.
El locuaz periodista había dicho muy poco desde que Jacob le liberó de su asiento. Sin embargo, de vez en cuando murmuraba algo, enfurecido, y escupía.
Jacob introdujo una antorcha en las llamas. Estaba hecha de un trozo de espuma-piel colocada en el extremo de un liquitubo. El extremo empezó a desprender un denso humo negro. Era hermoso.