Authors: David Brin
Un joven a la izquierda, envuelto en satén plateado de la garganta a los pies, alzó una pancarta que decía: «La Humanidad también fue Elevada: ¡Dejad salir a nuestros primos extraterrestres!». Justo frente a él, una mujer llevaba un estandarte atado al palo de la lanza:
«Nosotros lo hicimos solos: ¡Etés fuera de la Tierra!».
Ésa era la controversia, en síntesis. El mundo entero esperaba a ver quiénes tenían razón, si los que creían en Darwin o los que seguían a Von Daniken. Los camisas y pieles eran sólo los ejemplos más fanáticos de una polémica que había dividido a la humanidad en dos campos filosóficos. El motivo: «¿Cuál fue el origen del Homo-Sapiens como ser pensante?».
¿O era eso todo lo que representaban los camisas y pieles?
El primer grupo llevaba su amor por los alienígenas a un frenesí pseudorreligioso. ¿Xenofilia histérica?
Los Neolíticos, con su amor por los atuendos cavernícolas y la sabiduría antigua, ¿basaban sus gritos de «independencia de la influencia E.T.» en algo más básico, tal vez miedo a los desconocidos y poderosos alienígenas? ¿Xenofobia?
Jacob estaba seguro de una cosa: los camisas y pieles compartían su resentimiento. Resentimiento hacia la cauta política de compromiso de la Confederación hacia los E.T. Resentimiento hacia las Leyes Condicionales que mantenía aislados a tantos. Resentimiento hacia un mundo donde el hombre ya no conocía con seguridad cuáles eran sus raíces.
Un hombre viejo y sin afeitar llamó la atención de Jacob. Estaba agachado junto a la carretera, saltaba y señalaba el terreno entre sus piernas, gritando en medio del polvo levantado por la multitud. Jacob redujo la velocidad al aproximarse.
El hombre llevaba una chaqueta de piel y pantalones de cuero. Sus gritos y saltos se volvieron más frenéticos a medida que Jacob se acercaba.
— ¡Doo-Doo! —gritó, como si lanzara un insulto terrible. De sus labios manaba saliva, y otra vez señaló al suelo—. ¡Doo-Doo! ¡Doo-Doo!
Aturdido, Jacob casi detuvo el coche.
Algo voló hacia su cara desde la izquierda y chocó contra la ventanilla del lado del pasajero. Hubo un golpe contra el techo y en cuestión de segundos una andana de piedras roció el coche, creando un tamborileo que resonó en los oídos de Jacob.
Subió la ventanilla de su izquierda, sacó el coche del sistema automático, y aceleró. El débil metal y plástico de la carrocería se agitaba cada vez que era golpeado por un proyectil. De repente unos rostros se asomaron a la ventanilla del lado de Jacob, caras jóvenes y duras con largos bigotes. Los jóvenes corrieron junto al coche mientras éste aceleraba lentamente, golpeándolo con los puños y gritando.
Como la Barrera se hallaba sólo a unos pocos metros de distancia, Jacob se echó a reír y decidió averiguar qué querían. Levantó un poco el pie del acelerador y se volvió para formular una pregunta al hombre que corría junto a él, un adolescente vestido como un héroe de ciencia ficción del siglo XX. La multitud era un destello de pancartas y disfraces.
Antes de que pudiera hablar, el coche fue sacudido por un impacto. Un agujero apareció en el parabrisas y la pequeña cabina se inundó de olor a quemado.
Jacob lanzó el coche hacia la Barrera. La fila de postes pasó zumbando y de repente se encontró solo. Por el retrovisor vio que la multitud se congregaba. Los jóvenes gritaban, alzando los puños y sus mangas futuristas. Jacob sonrió y bajó la ventanilla para saludar.
¿Cómo voy a explicarle esto a la compañía de alquiler?, pensó.
¿Les digo que me atacaron las fuerzas del Emperador Ming o creerán la verdad?
No tenía sentido llamar a la policía. Las autoridades locales serían incapaces de hacer nada sin empezar una Búsqueda-C. Y unos cuantos transmisores-C se perderían sin duda entre tantos. Además, Fagin le había pedido que fuera discreto al asistir a esta reunión.
Bajó las ventanillas para que la brisa se llevara el humo. Hurgó en el agujero de bala con la punta de su meñique y sonrió divertido.
Te ha gustado, ¿eh?, pensó.
Una cosa era dejar correr la adrenalina, y otra muy distinta reírse del peligro. La sensación de diversión ante el incidente de la Barrera preocupaba a una parte de Jacob más que la misteriosa violencia de la multitud, un síntoma surgido de su pasado.
Pasaron un par de minutos, y luego el salpicadero emitió un silbido.
Jacob alzó la cabeza. ¿Un autostopista? ¿Aquí? Carretera abajo, a menos de medio kilómetro de distancia, un hombre junto al arcén tendía el reloj sobre el sendero de la guía. Dos mochilas descansaban en el suelo junto a él.
Jacob vaciló. Pero aquí, dentro de la Reserva, sólo estaban permitidos ciudadanos. Paró en el arcén, sólo unos metros más allá del hombre.
Había algo familiar en aquel tipo. Era un hombrecito peculiar con un traje gris oscuro, y su panza se agitó cuando levantó las dos pesadas bolsas para acercarlas al coche de Jacob. Su cara sudaba cuando se inclinó sobre la puerta del asiento de pasajeros y se asomó.
—¡Oh, chico, qué calor! —gimió. Hablaba inglés estándar con fuerte acento—. No me extraña que nadie use el sistema de guía —continuó, secándose la frente con un pañuelo—. Conducen tan rápido para poder captar un poco de brisa, ¿verdad? Pero usted me resulta familiar, debemos habernos encontrado en alguna parte antes. Soy Peter LaRoque... o Pierre, si lo desea. Trabajo para
Les Mondes
.
Jacob dio un respingo.
—Oh. Sí, LaRoque. Nos conocemos de antes. Soy Jacob Demwa.
Suba, sólo voy hasta el Centro de Información, pero allí podrá encontrar un autobús.
Esperaba que su rostro no revelara sus sentimientos. ¿Por qué no había reconocido a LaRoque cuando aún estaba en marcha?
Posiblemente no se habría parado.
No es que tuviera nada en concreto contra el hombre, aparte de su increíble ego y su inagotable caudal de opiniones, que lanzaba sobre cualquiera a la menor oportunidad. En muchos aspectos, probablemente era una personalidad fascinante. Desde luego, tenía seguidores en la prensa danikeniana. Jacob había leído varios artículos de LaRoque y le gustaba el estilo, aunque no el contenido.
Pero LaRoque era uno de los miembros de la prensa que le había perseguido durante semanas después de que resolviera el misterio de la Esfinge de Agua, y uno de los menos agradables. La historia final en
Les
Mondes
fue favorable, y bien escrita también. Pero no había merecido la pena soportar tantas molestias.
Jacob se alegró de que la prensa no hubiera podido encontrarle después del fiasco en Ecuador, aquel lío en la Aguja Vainilla. En esa época soportar a LaRoque habría sido demasiado.
Ahora mismo tenía problemas para creerse el afectado acento de «origen» de LaRoque. Aún era más fuerte que la última vez que se vieron, si es que eso era posible.
— ¡Demwa, ah, por supuesto! —dijo el hombre. Depositó sus bolsas tras el asiento de pasajeros y subió al coche—. ¡El creador y suministrador de aforismos! ¡El experto en misterios! ¿Está aquí para jugar a las adivinanzas con nuestros nobles invitados interplanetarios?
¿O quizá va a consultar en la Gran Biblioteca de La Paz?
Jacob volvió a entrar en el sistema de guía, deseando conocer al que había empezado la moda del «Acento de Orígenes Nacionales» para poder estrangularlo.
—Estoy aquí para ofrecer mis servicios como consultor, y mis pupilos incluyen extraterrestres, si eso es lo que quiere saber. Pero no puedo entrar en detalles.
—¡Ah, sí, cuántos secretos! —LaRoque agitó un dedo juguetonamente—. ¡No debería hablarle así a un periodista! ¡Sus asuntos son mis asuntos! Pero seguro que se está preguntando qué trae al reportero estrella de
Les Mondes
a este lugar desolado, ¿no?
—La verdad es que me interesa más cómo llegó a hacer autostop en mitad de este lugar desolado.
LaRoque suspiró.
—¡Un lugar desolado, en efecto! ¡Qué lástima que los nobles alienígenas que nos visitan tengan que permanecer atrapados aquí y en otras tierras yermas como su Alaska!
—Y Hawaii, Caracas y Sri Lanka, los Capitolios de la Confederación —dijo Jacob—. Pero en cuanto a cómo llegó a...
—¿Cómo me enviaron a este lugar? ¡Sí, por supuesto, Demwa! Pero tal vez podamos incluso divertirnos con su reputado talento deductivo. ¿No lo adivina?
Jacob reprimió un gruñido. Extendió la mano para sacar el coche del sistema de guía y apretó más fuerte el acelerador.
—Tengo una idea mejor, LaRoque. Ya que no quiere decirme por qué estaba aquí, en medio de ninguna parte, tal vez esté dispuesto a aclararme un pequeño misterio.
Jacob describió la escena de la Barrera. Se saltó el violento final, esperando que LaRoque no hubiera advertido el agujerito en el parabrisas, pero describió con cuidado la conducta del hombre agachado.
—¡Por supuesto! —exclamó LaRoque—. ¡Me lo pone fácil! Ya conoce las iniciales de esa frase que usan, «Condicional Permanente», esa horrible clasificación que niega a un hombre sus derechos, paternidad, el derecho...
—¡Mire, ya estoy de acuerdo! Ahórrese el discurso. —Jacob pensó un momento. ¿Cuáles eran las iniciales?—. Oh, creo que ya lo veo.
—Sí, el pobre hombre sólo estaba contraatacando. Los ciudadanos lo llaman cepé... ¿no es simple justicia que él lo acusara de ser dócil y domesticado? ¡De ahí lo de doo-doo!
[1]
Jacob se rió a su pesar. La carretera empezó a curvarse.
—Me pregunto por qué toda esa gente se congregaba ante la Barrera. Parecían estar esperando a alguien.
—¿Ante la Barrera? —dijo LaRoque—. Ah, sí. He oído decir que sucede todos los jueves. Los etés del Centro salen a mirar a los no-ciudadanos, y ellos a su vez van a mirar a un eté. Qué tonto, ¿verdad? ¡Uno no sabe a qué lado arrojar los cacahuetes!
La carretera bordeó una nueva colina y su destino apareció a la vista.
El Centro de Información, a unos pocos kilómetros al norte de Ensenada, era un gran complejo de residencias para los E.T., museos públicos y, ocultos al otro lado, barracones para la patrulla fronteriza.
Delante de un amplio aparcamiento se alzaba el edificio principal donde los nuevos visitantes recibían lecciones de Protocolo Galáctico.
La estación estaba en una pequeña meseta, entre la autopista y el océano, con una amplia panorámica de ambos. Jacob aparcó cerca de la entrada principal.
LaRoque, con la cara roja, rumiaba algo. Alzó la cabeza de repente.
—Sólo hacía una broma cuando dije lo de los cacahuetes, ¿sabe? Sólo era una broma.
Jacob asintió, preguntándose qué le pasaba a aquel hombre. Qué extraño.
Jacob ayudó a LaRoque a llevar sus bolsas a la parada del autobús, y luego dio la vuelta al edificio principal para encontrar un sitio donde sentarse. Faltaban diez minutos para la reunión.
Encontró un patio con árboles y mesitas de picnic donde el complejo asomaba a una pequeña bahía. Escogió una mesa para sentarse y descansó los pies en el banco. El contacto con la fría losa de cerámica y la brisa del océano le hizo desaparecer el tono rojo de su piel y el sudor de sus ropas.
Permaneció sentado en silencio durante unos minutos, dejando que los duros músculos de sus hombros y espalda se fueran relajando de la tensión del viaje. Detectó un pequeño barco velero, un balandro con foque y mayor de color más verde que el océano. Entonces dejó que el trance se apoderara de sus ojos.
Flotó. Examinó una a una las cosas que sus sentidos le revelaron y luego las eliminó. Se concentró en sus músculos para evitar la tensión.
Lentamente, sus miembros se volvieron flojos y distantes.
Persistió un picor en su muslo, pero sus manos continuaron en su regazo hasta que desapareció por sí mismo. El olor al salitre del mar era agradable, pero al mismo tiempo le distraía. Lo hizo desaparecer.
Desconectó el sonido de los latidos de su corazón, escuchándolo con atención hasta que se volvió demasiado familiar para advertirlo.
Como había hecho durante dos años, Jacob guió el trance a través de una fase catártica, donde las imágenes iban y venían de forma sorprendentemente rápida con su dolor curativo, como dos piezas separadas que intentan unirse de nuevo. Era un proceso que nunca le gustaba.
Casi estaba completamente solo. Todo lo que quedaba era un fondo de voces, murmullos subvocales de frases al borde del significado.
Por un momento le pareció que podía oír a Gloria y a Johnny discutiendo sobre Makakai, y luego a la propia Makakai parloteando acerca de algo irreverente en argot ternario.
Desvió cada sonido suavemente, esperando uno que llegó, como de costumbre, de forma súbita y predecible: la voz de Tania gritando algo que no podía entender mientras caía, con los brazos extendidos.
Siguió oyéndola mientras caía los treinta kilómetros hasta el suelo, convirtiéndose en una mota diminuta hasta desaparecer, siempre llamando.
La vocecita también desapareció, pero esta vez le dejó más intranquilo que de costumbre.
Una versión violenta y exagerada del incidente en el Límite de Zona destelló en su mente. De repente se encontró de vuelta, esta vez de pie entre los condicionales. Un hombre barbudo vestido como un chamán picto tendió un par de prismáticos y asintió con insistencia.
Jacob los cogió y miró adonde el hombre señalaba. Vio la imagen de un autobús, borrosa por las ondas caloríficas de la calzada.
El autobús se detuvo justo al otro lado de una línea de postes veteados de caramelo que se extendía hasta el horizonte. Cada polo parecía llegar hasta el sol.
Entonces la imagen desapareció. Con la indiferencia que da la práctica, Jacob dejó ir la tentación de pensar en ello y permitió que su mente quedara completamente en blanco.
Silencio y oscuridad.
Descansó en un trance profundo, confiado de que su propio reloj interno le avisaría cuando llegara el momento de emerger. Se movió despacio entre pautas que no tenían ningún símbolo y largos significados familiares que eludían ser descritos o recordados, buscando pacientemente la clave que sabía estaba allí y encontraría algún día.
El tiempo era ahora como cualquier otra cosa perdida en un pasadizo más profundo.
La oscura calma fue taladrada de repente por un brusco dolor que atravesó todo el aislamiento de su mente. Tardó un instante en localizarlo, una eternidad que debió ser la centésima parte de un segundo. El dolor era una brillante luz azul que parecía apuñalar sus ojos hipnotizados a través de sus párpados cerrados. En un instante, antes de que pudiera reaccionar, desapareció. Jacob se debatió durante un momento en su confusión. Intentó concentrarse sólo en despertar a la consciencia mientras un torrente de preguntas llenas de pánico estallaban como bombillas en su mente.