Necrópolis (50 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Necrópolis
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Fue llevada escaleras arriba de vuelta a la habitación. Theodor se había dado la vuelta y estaba sirviéndose otro vaso de whisky, como si la escena fuese demasiado desagradable para él. El aliento de Reza, jadeante y persistente, tan cerca de la nuca, la enloquecía. Allí la tumbó en la misma cama en la que despertó pensando que se encontraba en un hotel de lujo, y cuando intentó incorporarse la abofeteó en la cara con una violencia desmedida.

Cayó hacia atrás sintiendo un repentino sabor a sangre en la boca. Allí le estiró ambos brazos hacia arriba y se los ató a la cabecera de la cama con algún tipo de cuerda, que no pudo ver. Cuando supo lo que pasaba gritó hasta quedarse sin aire, sin importarle los golpes que pudiera recibir; pero Reza se había subido a horcajadas sobre ella y sus esfuerzos eran en vano.

Va a violarme,
repetía su angustiada mente una y otra vez. Pero Reza ni siquiera le dedicó una segunda mirada una vez que estuvo atada a la cama: se apartó de ella y salió de la habitación dejando la puerta abierta.

Aquellos instantes fueron de completa angustia y desesperanza. Estaba presa y maniatada a una cama con un delicado dosel, rodeada de un lujo que no entendía, apartada de la gente que había aprendido a querer. Se recordaba a sí misma en el ático de la Plaza de la Merced, mirando tras los grandes ventanales, soñadora, imaginando que su Príncipe Azul vendría a buscarla en algún momento. Y fue a Moses a quien encontró...
Moses, Moses, Mo, ¿dónde estás, amor?
Su mente escoraba a él cada segundo, como si desear intensamente que apareciera pudiera obrar el milagro.

Cuando Theodor entró en la habitación desprovisto ya de su máscara sonriente y afable, las lágrimas rodaron por sus mejillas y mojaron las delicadas sábanas de hilo.

* * *

—Cuéntamelo otra vez —pidió Gabriel.

Estaban sentados sobre una roca sintiendo el sol en el rostro. El viento que bajaba ululando por las cañadas, era fresco y limpio, y reducía la sensación de calor. Aprovecharon para comer un poco, aunque ninguno sentía todavía verdadera hambre.

—Ay, Gaby —protestó Alba— es que... no estaba segura.

—Pero has estado viendo cosas.

Alba asintió vigorosamente.

—¿Y por qué no has dicho nada,
chulita
? —preguntó Gabriel, un tanto enfadado.

—¡Ya te lo he dicho! no estaba segura. Mira —exclamó haciendo un gesto con las manos que a Gabriel le resultó cursi en extremo. —Veía cosas a ratos, mientras andábamos. Primero pensé que eran cosas que imaginaba, ¿no? Pero luego —entrecerró los ojos, como si buscara las palabras adecuadas— luego pensé que no era como cuando pienso. Era como las imágenes, ¿sabes?

—Pero ¿qué fue de la tarta de coco?

Alba se encogió de hombros.

—No sé. A veces creía que me sentía un poco así, pero tampoco estaba segura. Creo que huele demasiado a flores, y por eso...

Gabriel suspiró largamente. Miraba a su hermana con cierto temor casi reverencial, pero ese sentimiento desaparecía cuando ella pasaba su lengua, golosa, por el borde de su galleta de chocolate.

—¿Y qué cosas has visto? —preguntó, aunque como otras veces era incapaz de decidir si quería saberlo, o no.

—He visto —dudó por unos momentos mirando al suelo en todo momento, como si no quisiera hablar de ello— cosas, algunas no las entiendo, pero he visto mucho al Hombre Malo. Es malo de veras, Gaby. Vive en una casa que parece bonita, pero hay cosas feas. Si vieras lo malo que es.

—¿Te refieres al hombre que encontramos?

—No. Otro hombre diferente. Y...

Gabriel esperó a que su hermana terminara la frase, pero se quedó callada. A su lado Gulich gimió brevemente, como si notara la lucha interna que la pequeña sufría en su interior.

—Está bien —dijo Gabriel entonces. —Pero Alba, si ese hombre es tan malo, ¿por qué vamos hacia él?

—Porque lo he visto, Gaby.

—Sí, pero —se rascó la cabeza— si un día nos ves tirándonos por una ventana, ¿significa eso que tenemos que hacerlo solo porque lo has visto?

Alba arrugó la nariz, usando las manos para protegerse del sol.

—No ¡tonto! He visto cosas que tendremos que hacer para escapar del Hombre Malo.

—Vale, así que tenemos que ir hacia ese hombre y ponernos en peligro para hacer cosas que nos harán escapar de él —sacudió la cabeza. —Vaya,
chulita,
sí que te has lucido esta vez, ¿tiene eso algún sentido?

Alba sacudió la cabeza.

—Es lo que pasará de todos modos, así que ¿para qué hablar de ello?

El muchacho abrió mucho los ojos ante el comentario y bajó la vista, mirándose las manos. Sin darse cuenta, había desmenuzado el trozo de galleta que aún le quedaba convirtiéndola en un montón de migas. Las dejó caer al suelo, en medio de una hilera de hormigas que se afanaban por llevar trozos de hojas a la profundidad de sus túneles subterráneos. Rápidamente, la hilera se desperdigó alrededor de los trozos armando un gran revuelo. Pensó en decirle que su última visión casi consigue acabar con ellos, pero la exquisita paradoja del que conoce el futuro absoluto y no el futuro posible volvió a caer sobre él con contundencia: ¿y si se hubiesen quedado donde estaban, si tal cosa era posible? Imaginó un grupo de monstruos irrumpiendo en el recinto cerrado donde vivían y dándoles caza sin que pudieran escapar, y todavía en silencio, movió lentamente la cabeza.

—¿Y si nos damos la vuelta y volvemos por donde hemos venido?

—No creo que podamos, ya te lo he dicho —dijo Alba con un tono paciente que a Gabriel le molestó un poco.

—¡Pues sería tan fácil como empezar a andar! —dijo, y se puso en pie sobre la roca para localizar el sendero parcialmente invadido por la maleza. Éste recorría el lado más meridional de la loma y se perdía, sinuoso, hacia la línea del horizonte. Y allí, experimentando una sensación de ahogo en el pecho, divisó una figura que avanzaba despacio todavía a unos buenos tres kilómetros. Al principio pensó que se equivocaba, que el sol y los días a la intemperie le estaban jugando una mala pasada. Incluso pensó que se trataba de un muerto viviente recorriendo azaroso los senderos a los que sus pies le llevaban, pero después reconoció la forma inequívoca y la peculiar forma de andar.

Era el Hombre Andrajoso.

Oh, mamá. Nos sigue. Nos viene siguiendo. Quiere carne de perro, quiere a mi hermana, y quiere que su amigo, atado en su silla, sienta el delicioso crujir de huesos en sus fauces muertas.

Se volvió con rapidez y tomó la mochila para colgársela a los hombros.

—Nos vamos. ¡Venga! Hay que darse prisa —dijo sin ninguna intención de mencionar lo que había visto. Si seguían caminando a buena velocidad, quizá conseguirían despistarlo y apartarlo de sus vidas para siempre.
Quizá busca huellas en el sendero
pensó, y miró el camino que venían siguiendo; allí vio las huellas de sus maltratadas zapatillas deportivas, y las de su hermana más pequeñas, y por todas partes las pezuñas de Gulich, que parecían ir en todas direcciones a la vez.
Tendremos que cortar campo traviesa,
se dijo.
En algún momento. Así no podrá seguirnos.

Alba le miró con curiosidad.

—¿Hacia atrás? —preguntó.

—No. Al Oeste, hacia donde tú querías.

Alba se incorporó con gracilidad, como si apenas pesara nada.

—Ya te lo dije.

* * *

Habían apagado las luces tras terminar con ella, y yacía en la cama desnuda de cintura para abajo y con la camiseta subida hasta el cuello, revelando sus senos blancos y pequeños. Sin embargo, aunque la oscuridad había caído sobre la habitación y desdibujaba los volúmenes a formas vagas e imprecisas, tenía los ojos abiertos y respiraba con inusual tranquilidad, dejando vagar su mente con los conceptos abstractos que ésta conjuraba.

Había pasado por todos los estadios de ánimo a medida que Theodor la penetraba en silencio, entregado a su propio placer. El principio fue lo más duro, invadida por un dolor brutal que nacía de su sexo e incendiaba todo su cuerpo. Luego ese dolor pasó, y una repugnancia inconmensurable la inundó. Gritó, chilló y le escupió en el rostro, pero Theodor parecía disfrutar aún más, y como sus arremetidas se volvían más y más salvajes, Isabel giró la cabeza a un lado y se mordió el labio inferior intentando ignorar el ariete monstruoso que la desgarraba por dentro.

Con el sometimiento vino una profunda tristeza. Se sacudía arriba y abajo al ritmo de las acometidas, y cada vez que el demencial vaivén se repetía iba cayendo en una desesperación aún mayor. Se sintió sucia, tan sucia que sintió unas profundas arcadas naciendo de su interior; pero el dolor empezó a volver, intenso y espantoso, germinando en el interior de su entrepierna en oleadas palpitantes. Era como una quemazón que no cesaba, y después de un rato volvió a gritar, sintiéndose incapaz de soportarlo por más tiempo.

Casi al final, Theodor mordió sus pezones erectos, y el calor tibio y húmedo de su boca en su cuerpo la condujo a un nuevo horizonte de aversión. Deseó poder coger algo y clavárselo en el mismísimo centro de la cabeza. Deseó sentir su sangre empapando su cuerpo desnudo, sentir su vida apagándose, corazón con corazón. Deseó que volviera a la vida después, convertido en un espectro para volver a matarlo, para arrancarle su sexo erecto.

Su eyaculación fue asfixiante, caliente y aberrante. Inundó su sexo y lo sintió topar contra las paredes de su vagina, y esa sensación horrible casi la lleva a las más altas cotas de la locura. El hombre gritó algo en alemán mientras lo hacía, y luego se dejó caer sobre ella con todo su peso, insoportable y repugnante a un mismo tiempo. Y después...

Después no recordaba mucho. Theodor desapareció por la puerta ajustándose la ropa, y ella cerró sus piernas y quiso que la muerte descendiera sobre ella y se la llevara. Se quedó vacía, con su sexo palpitando por efecto de los espasmos del flujo sanguíneo, y sintió que el semen, aún cálido, escapaba de los labios de su vulva y recorría lentamente el muslo interior.

Entonces se desconectó. Su mente dibujaba formas e imágenes, y mezclaba recuerdos con sensaciones que se tejían poco a poco, como complicadas telas de araña. Pero no encontraba sentido a ninguna de ellas. Eran como brumas oscuras, indefinidas y tenebrosas, que vagaban por el plano inconsciente de su mente.

Y pensó en Moses, sí, pero en su mente aparecía como una figura parcialmente oculta por la oscuridad, en una esquina sin hacer nada más que mirarla, así que cerró los ojos, y otra vez las lágrimas resbalaron de nuevo por sus mejillas.

* * *

Al anochecer, llegaron a la altura de El Rosario, una pequeña urbanización de chalets y villas de alto standing que se esparcía primorosamente hacia el mar. Gabriel había caminado echando vistazos hacia atrás, por si el Hombre Andrajoso aparecía por el camino que habían venido siguiendo, pero éste siempre se mostraba tan solitario y polvoriento como lo encontraban al pasar. Empezaba a pensar que sus argucias cruzando a ratos campo a traviesa lo habían terminado de despistar.

La vieron los dos a la vez todavía a unos buenos cuatrocientos metros, porque sus ventanas encendidas despuntaban en medio de la oscuridad que la rodeaba. Se trataba de un chalet de lujo con al menos dos plantas, aunque la distribución de las habitaciones era irregular, y asomaban en diversos ángulos. En el jardín que lo rodeaba crecían altos árboles que la cubrían parcialmente. Alba se detuvo a mirarla con una expresión de disgusto en el rostro.

—Es ésa, Gaby. Es ésa —dijo en voz baja.

La había visto en sus visiones mientras caminaba junto a Gulich y su hermano. En todos los casos era como si su mente abandonara su cuerpo y se proyectase a una velocidad vertiginosa, hacia delante. En esas visiones o trances mentales, la casa era negra y distorsionada, y las paredes parecían latir con un corazón propio, como si tuviera vida. Y atravesaba sus muros de piedra y recorría sus habitaciones, decoradas con un gusto exquisito y alumbradas por luces indirectas que le daban el tinte del oro. Y subía a las habitaciones superiores, volando por encima de las alfombras y los suelos de mármol, y descendía también a los sótanos oscuros y terribles, desprovistos del glamour sofisticado de las salas superiores. Allí, las paredes frías le hablaban de los hombres que vivían en la casa, y vio escenas del pasado, de los primeros días de la infección cuando hacían pruebas horribles con los monstruos. Les disparaban y les extirpaban órganos para ver cuál provocaba su muerte definitiva, y cuando terminaban con ellos, sangrantes y con el contenido de sus entrañas desparramado por el suelo, se deshacían de ellos quemándolos o tirándolos en grandes bolsas negras de basura. Alba, de alguna manera, notaba lo que los monstruos sentían cuando les hacían eso; a pesar de sus lánguidas miradas y su rabia, sentía la confusión y el miedo que pulsaban intermitentes como la luz de un faro, en las zonas más ancestrales de su cerebro. No había dolor, solo miedo; una suerte de tristeza interior tan honda y atroz que impregnaba el aire y se mezclaba con el olor de la sangre.

Y los veía también entregados a sus juegos de guerra por las calles de la urbanización, subidos a su vehículo todo terreno y disparando contra los monstruos; nunca iban al centro de Marbella donde el número de espectros los habría puesto en un aprieto, siempre en las calles vacías donde los muertos a veces se internaban, siguiendo sus propios pasos erráticos.

—Hay luces encendidas —dijo Gabriel, con la boca pastosa.

—Es la Casa del Miedo —anunció Alba, hipnotizada.

—¿Qué tontería es esa? —preguntó Gabriel, pero su voz era débil e insegura; de alguna forma, también a él la visión del espectacular chalet iluminado bajo el manto de estrellas, le imponía cierto respeto. El mirador que se levantaba en una de las alas del edificio se asemejaba al campanario de una iglesia, pero las paredes oscuras unidas a las tinieblas de la noche le conferían un aire tenebroso y maléfico, como si lo que tuvieran delante fuera algún templo construido para adorar a un demonio.

—¿Vamos allí, entonces? —preguntó Gabriel con desaliento.

Alba asintió, aunque no inmediatamente. Gulich, siempre a su lado, miraba hacia las casas con las orejas gachas, expectante.

Tenían que recorrer aún un buen trecho, descendiendo por una ladera pelada donde crecían apenas unos arbustos raquíticos, así que se pusieron en marcha con los pies doloridos por la caminata. Junto al muro de la casa discurría una pequeña carretera, que ni en tiempos conoció mucho tráfico de coches y que se hallaba ahora vacía.

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