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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (2 page)

BOOK: Némesis
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Y de esta forma, el Hombre de las Islas cerró y atrancó la puerta tras de sí, y dio la espalda a la torre y dirigió sus pasos a través de la llanura para crear un nuevo hogar y un nuevo lugar de las ruinas del antiguo. Y las criaturas de la tierra se retiraron a sus dominios: a la nieve, a la tundra y al bosque, y la torre se quedó sola y permaneció solitaria.

Qué fue del Hombre de las Islas, el Hijo del Mar, no lo sabemos y no lo podemos decir; porque esto sucedió en una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo. Pero la torre que construyó con sus propias manos continúa erguida en la solitaria llanura, y en nuestra, época apartamos la mirada de ese lugar, y así lo haremos por toda la eternidad.

Tú que te sientas a mi lado junto al fuego; tú que paseas tu inquieto espíritu entre las sombras de mis sueños; vosotras, criaturas que aún no habéis nacido: os hablo a todos tal y como aquella criatura resplandeciente habló hace tiempo. Si queréis ver a vuestra gente vivir y prosperar, debéis dejar que esas viejas piedras continúen solitarias. Porque ésta es la carga que la Tierra, nuestra Madre, nos ha impuesto, y ésa es la responsabilidad que deposita en nuestros corazones. No debemos defraudarla.

1

L
a reina Imogen posó ligeramente una mano sobre el brazo de su esposo y dijo:

—Bien, ¿qué piensas en realidad?

Veintitrés años de matrimonio habían enseñado a Kalig, rey de las Islas Meridionales, a reconocer cada matiz de los diferentes estados de ánimo y reacciones de su consorte y, aunque intentaba sonar neutral, detectó el placer que resonaba en su voz. Sonrió y apartó la mirada del cuadro terminado para contemplarla con afecto.

—Creo —repuso—, que deberíamos decirle al maestro Breym que estamos satisfechos con su trabajo.

Imogen rió y juntó las manos, al tiempo que se apartaba de él para cruzar la habitación hasta colocarse cerca de la pintura. La dorada luz de la tarde estival penetraba en forma oblicua por una ventana a su espalda, enmarcándola en un halo dorado en el que danzaban perezosas diminutas motas de polvo, y, por un momento, los años desaparecieron de ella y volvió a parecer joven.

—No demasiado cerca —advirtió Kalig—. Ó no verás más que la pintura y perderás la perspectiva de la imagen.

—¡Con los ojos tal y como los tengo, será una suerte si puedo verla! —Pero retrocedió sin embargo, y permitió que le tomara la mano—. En serio, amor mío, ¿estás satisfecho?

—Estoy encantado, y me aseguraré de que se recompense espléndidamente al maestro Breym.

Imogen asintió con la cabeza para demostrar que estaba de acuerdo.

—El primer retrato de todos nosotros como una familia —dijo con satisfacción—. Y el primero en todas las Islas Meridionales que se ha pintado en este nuevo estilo.

Kalig no sabía qué le complacía más: si el propio cuadro o el evidente deleite que su esposa sentía por el mismo. Su decisión de emplear al talentoso pero poco ortodoxo Breym para captar la imagen de la familia real de Carn Caille había sido, en gran parte, producto de la insistencia de Imogen; él personalmente había tenido dudas, aunque admitía con toda franqueza que sus conocimientos sobre arte eran, por no utilizar otro adjetivo peor, limitados. Pero el instinto de su esposa no había fallado. Los parecidos eran excelentes; tenían tal apariencia de vida que era fácil imaginarlos en movimiento, con los brazos extendidos para descender de la tela a la habitación. Los pigmentos que Breym utilizaba, además, resultaban relajantes a la vista; eran matices más suaves y a la vez más ricos que los colores chillones que prefería la mayoría de los artistas, con lo que otorgaba a la pintura una sutileza que él no había visto hasta entonces en un cuadro.

El retrato lo representaba a él, alto, con sus cabellos castaños que empezaban a encanecer, ataviado con las ropas reales que lucía en ocasiones de gran ceremonial, de pie en el gran salón de Carn Caille con la luz del sol que penetraba oblicua por la ventana, de la misma forma en que lo hacía ahora. A su lado, Imogen era una elegante figura vestida de gris y blanco, la dignidad y la serenidad personificadas; mientras que en unos taburetes bajos, delante de sus padres, se sentaban su hijo y heredero, el príncipe Kirra, y su hija, la princesa Anghara. Breym había captado la innata picardía de su hijo Kirra, de veintiún años, en la inclinación de su cabeza y en la forma vagamente despreocupada en que sus manos descansaban sobre los muslos; mientras que Anghara, en completo contraste, estaba sentada con el rostro medio oscurecido por la cortina de su cabello rojizo, su mirada violeta hacia abajo, en una expresión de preocupada contemplación. Kalig se sintió orgulloso del retrato. En años venideros, ya sucedido por una docena de generaciones, sus descendientes seguirían contemplando ese retrato, y se sentirían tan orgullosos y satisfechos de sus antepasados como se sentía ahora él ante el cuadro.

Imogen apartó los ojos del retrato de mala gana.

—Deberíamos hacer venir a los niños —dijo—. Y a Imyssa; le prometí que vería la pintura en cuanto estuviese lista.

Kalig se echó a reír.

—¡Mientras no se ponga a buscar presagios en el pigmento!

—Oh, déjala. A su edad podemos permitirnos mimarla un poco. —Se adelantó de nuevo, llevándolo con ella, y miró con atención la tela, sus ojos miopes entrecerrados para ver mejor—. Claro está que falta un miembro de la familia ahora. En cuanto Anghara se case, tendremos que pensar en otro encargo para el maestro Breym, que incluya a Fenran. Si lo hubiera sabido hace un año, cuando se empezó el retrato...

—Entonces habríamos esperado, y cuando por fin estuviera terminado habría sido Kirra quien hubiese encontrado esposa. Entonces otra espera, hasta que hubiera nietos que añadir al cuadro. —Kalig le oprimió la mano—. ¡Si lo hubiéramos retrasado mucho más, el maestro Breym habría tenido que añadir nuestras mascarillas mortuorias!

Imogen arrugó la frente para demostrarle que su chiste era de mal gusto, pero lo dejó pasar.

—De todas formas, no estaría de más retenerlo durante un tiempo —insistió—. Sólo falta un mes para la boda, y...

La silenció con otro apretón, luego se llevó los dedos de ella a los labios y los besó.

—Se hará todo aquello que desees, mi amor. ¡Me doy perfecta cuenta de que es notoria la falta de obras de arte en Carn Caille, y sé lo ansiosa que estás por traer un poco de cultura a nuestras bárbaras vidas meridionales! ¡Mientras mis cofres puedan permitírnoslo, tendrás todo aquello que desees!

La ligera chanza era un recordatorio de los días, ya muy lejanos, en que Imogen había llegado desde su hogar, en el continente occidental, para convertirse en la reina de Kalig. Como la mayoría de los matrimonios de nivel superior, había sido una boda acordada de forma práctica, ideada para unir un rico principado de comerciantes con el poder militar de las Islas Meridionales. El pragmatismo había funcionado, ofreciendo una muy necesaria seguridad al este a la vez que una deseada prosperidad al feroz —pero empobrecido— sur; y, contra todas las probabilidades, el imposible emparejamiento de un sencillo heredero de Carn Caille, cuyo mundo giraba alrededor de la caza, la equitación y la lucha, con la educada hija de un noble acostumbrada a pasatiempos artísticos y a la elegante vida de la ciudad, había demostrado, tras un inicio incierto, ser un matrimonio de amor. Kalig e Imogen habían aprendido el uno del otro. El exuberante amor a la vida de él con la distinción de ella acabaron por combinar a la perfección; y ahora, muchos años después, el mejor cumplido que podían hacerle a su hija era desearle que su matrimonio resultase tan feliz como el suyo propio.

La familia de Imogen, lo sabían muy bien, desaprobaba la extravagante idea de que a Anghara se le permitiera escoger a su propio esposo. Kalig se había tomado a broma esta desaprobación, pues sostenía que ningún poder de la tierra ni de fuera de ella podría persuadir jamás a la princesa de acceder a un matrimonio arreglado. Imogen, por su parte, más diplomática, había asegurado a sus parientes que el norteño Fenran provenía de una familia de indiscutible nobleza, que había realizado grandes servicios a Carn Caille y que sería un consorte muy apropiado para su querida hija. Gracias a su tacto, las dudas habían quedado en cierta medida satisfechas y habría un buen contingente de representantes del este en las celebraciones nupciales de aquel otoño.

Imogen era muy consciente de que resultaba mucho más fácil arreglar el futuro de su hija de lo que lo sería casar a Kirra, cuando llegara el momento. Como heredero de Kalig —aunque no, rezaba Imogen diariamente, durante bastantes años— sería necesaria una alianza pragmática para salvaguardar la futura prosperidad de las Islas Meridionales, y había pasado muchas horas de intriga con Imyssa, nodriza de ambos desde que nacieran, anotando los nombres y cualidades de muchachas de noble cuna de todos los puntos de aquella enorme expansión de tierra que era el mundo susceptibles de ser consideradas como una digna futura reina. Kirra observaba las deliberaciones de su madre muy divertido, lo cual era un alivio para Imogen; el joven príncipe era veinte veces más tratable que su hermana y aceptaría sin protestas la elección de sus padres, siempre y cuando la muchacha en cuestión tuviera un rostro bonito y un temperamento ecuánime. Algunas noches Imogen se despertaba bañada en sudor, asaltada por la idea de los problemas que le habrían caído encima si los caracteres de Kirra y Anghara hubieran estado invertidos.

La voz de Kalig la sacó de su ensueño.

—Mi amor, a pesar de lo mucho que admiro el trabajo de Breym, acabaremos por echar raíces en el suelo si permanecemos aquí parados contemplando el cuadro durante mucho más tiempo. Cada vez hay menos luz. Estoy hambriento...

—¡Siempre estás hambriento!

—...Y antes de retirarme esta noche debo hablar con Fenran sobre los derechos de caza en el bosque del oeste. Ha habido algunas pequeñas disputas entre los pequeños propietarios sobre... —La voz de Kalig se apagó al sentir la mano de Imogen sobre su brazo dándole unas suaves palmaditas.

—Fenran ha salido a pasear a caballo con Anghara, y dudo que los veamos para nada antes del anochecer —dijo con placidez—. Hay muchísimo tiempo para arreglar derechos de caza; ni siquiera estamos aún en plena temporada. Esta noche, mi querido esposo y señor, cenaremos en privado en nuestros aposentos, y te cantaré tus canciones favoritas, y nos retiraremos temprano. —Picardía y afecto brillaron en sus ojos—. Los negocios pueden esperar hasta mañana.

Por unos breves instantes, Kalig la contempló en silencio, luego su rostro se distendió en una lenta y amplia sonrisa. No dijo nada, pero llevó los dedos de Imogen de nuevo a los labios y los besó. Luego, tras una última mirada de satisfacción al retrato, dejó que ella lo condujera fuera de la habitación.

Mientras Kalig e Imogen se dirigían sin prisas a sus aposentos privados, la princesa Anghara hija-de-Kalig detenía su yegua de color gris oscuro en la cima de una escarpadura que señalaba el extremo más meridional de la zona de bosques. Desde el lugar que ocupaba, el panorama era impresionante. Al norte, los árboles empezaban a dominar el terreno, al principio de forma gradual para aumentar en densidad hasta fundirse en el azul verdoso ininterrumpido del mar; mientras que hacia el sur, a partir del pie de la escarpadura el terreno aparecía vacío y llano hasta morir en un nebuloso horizonte sólo interceptado por los contornos de afloramientos rocosos y alguna esporádica parcela de escasa vegetación. Con el tiempo apropiado y con la luz en cierto ángulo, era posible vislumbrar el final de la vasta tundra meridional que terminaba sólo cuando se encontraba con los implacables glaciares de la región polar. Hoy, aquel distante resplandor pálido no era visible; el sol estaba demasiado bajo (a pesar de que durante los cortos veranos apenas si se hundía más abajo de la curva del mundo) y su suave luz de tonos dorados y naranja convertía las distancias en nada más que una confusa mancha.

Las yermas llanuras, junto con la tundra y los glaciares, formaban parte del reino de Kalig, pero nadie se había aventurado muy al interior de aquella inmensidad meridional. De hecho, el mojón que marcaba el límite de la exploración humana era apenas visible desde la escarpadura como una larga sombra que tocaba el paisaje casi directamente enfrente de ella; un rectángulo de oscuridad, anguloso y aislado, que se alzaba por entre las siluetas más pequeñas y menos claras de la maleza. Una única torre de piedra, que llevaba siglos sin ser utilizada, su puerta cerrada al paso por un edicto ya antiguo cuando los ancestros del bisabuelo de Kalig se había hecho con el gobierno de Carn Caille. El edicto era de severa sencillez: la torre no debía ser abierta  
jamás;
ni siquiera debía acercarse nadie a ella. Las razones para aquella ley irrevocable se ocultaban en un pasado inmemorial, y sobrevivían tan sólo en la enigmática forma de la balada y el folclore: sólo la torre misma perduraba, solitaria, amenazadora, oscura.

Anghara se estremeció cuando un ligero vientecillo se levantó y heló sus brazos. Un lugar tan antiguo..., sus orígenes olvidados hacía tanto tiempo... No obstante, la familia gobernante de Carn Caille había vivido durante siglos con aquella tácita amenaza, y podría seguir haciéndolo durante muchos siglos venideros.

—Un céntimo de plata por tus pensamientos. —La voz que sonó a su lado, cálida, burlona y ligeramente divertida, sacó a la princesa de su ensimismamiento.

Anghara se volvió y vio que Fenran había subido también a la escarpadura para reunirse con ella, había detenido su caballo y estaba recostado en la silla mientras sus ojos grises la evaluaban con cierta
pereza.

—Has abandonado la cacería demasiado pronto —dijo él—. ¡Ya te he dicho que la paciencia tiene sus virtudes! —E indicó delante de él, atrayendo su atención hacia el pequeño cuerpo peludo que se balanceaba sobre el pomo de su silla.

Ella rió.

—¿Una liebre? ¡Fenran, tu valor es ilimitado! ¡Toda una
liebre...,
me siento asombrada!

—¡Es más de lo que has conseguido tú, querida mía! —Fenran hizo como si fuera a darle una bofetada con la mano que tenía libre; luego dio unas palmaditas al animal muerto—. Imyssa la apreciará, aunque tú no lo hagas. Y cuando la haya estofado y añadido sus hierbas, y murmurado sus conjuros sobre la cazuela, ¡me encargaré de que no pruebes ni un bocado del resultado! —Le dirigió una amplia sonrisa—. Pero hablando en serio...

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