Grimya
levantó la mirada hasta aquel rostro sereno, y su hocico se estremeció.
—¿No ser... diferente?
—Exacto. Ser un lobo de verdad, como los demás lobos. Ése es el regalo que te ofrezco.
Grimya
vaciló, y sus ojos se encontraron con los de Índigo. Su expresión era extraña e ininteligible. Luego respondió:
—¡N-no!
—
Grimya...
—empezó a decir Índigo, pero la loba la interrumpió antes de que pudiera decir nada más.
—No..., no he sido nun... nunca un lobo como los otros lobos. No..., no creo que pudiera aprender a serlo ahora. Y... ¡no quiero abandonar a mi amiga!
Índigo se volvió llena de repentina angustia al darse cuenta de que desde el momento en que el emisario había hablado, ella había sabido lo que
Grimya
respondería. Y se sentía dividida en dos por el conocimiento de que separarse de la loba con quien había compartido tantas tribulaciones resultaría una pena difícil de soportar; pero que sin embargo, por el bien de
Grimya
no podía, no debía, dejar que fuese de otra forma.
Con voz temblorosa dijo:
—
Grimya,
debes esforzarte en comprender. Debemos seguir caminos separados; no estaría bien que te quedaras conmigo.
—No —reiteró
Grimya,
tozuda—. Soy tu amiga.
Desesperada porque los sentimientos de la loba reflejaban tan fielmente los suyos, Índigo se volvió para apelar al emisario.
—¡Por favor, has que comprenda! No puedo pedirle algo así; no sería justo para ella. No ha hecho nada para merecer la carga que yo llevo sobre mis espaldas; ¡no permitiré que lo haga!
—Es ella quien debe elegir —repuso el emisario con suavidad.
—¡Pero no sabe a lo que se enfrentará!
—Lo sabe.
Índigo negó con la cabeza.
—¿Qué clase de vida le espera si viaja conmigo? Cuando sea vieja y débil, mientras que yo me veo obligada a seguir adelante, ¿qué le sucederá a ella entonces?
Grimya
le contestó:
—¡No... me importa!
—Aguarda. —El ser resplandeciente levantó una mano, y miró a la loba—. Si
Grimya
no quiere el regalo que le he ofrecido, entonces puedo ofrecerle otro.
Grimya:
¿deseas realmente viajar con Índigo, y ayudarle en su misión?
—¡Sí! —jadeó
Grimya.
—¿A pesar de los peligros que puedas encontrar?
—El peligro no importa.
El emisario continuó mirándola durante unos instantes. Luego asintió con la cabeza, y repuso:
—Sí. Veo que dices la verdad, hermanita. —Se volvió hacia la muchacha—. Índigo, es la voluntad de
Grimya
el acompañarte, y por lo tanto eres libre de aceptar o rechazar su compañía según los dictados de tus propios deseos. Si aceptas, puedo otorgarle la misma inmortalidad que tú has obtenido, si ella lo desea; aunque debe comprender, al igual que tú lo haces, que tal don puede ser tanto una maldición como una bendición. —El ser se detuvo—. ¿Lo comprendes,
Grimya?
—Sí. Y... lo acepto de buena gana.
—Muy bien. —El rostro del emisario era severo—. ¿Bien, Índigo? ¿Qué decides?
Índigo contempló a
Grimya.
Los ojos de la loba brillaban con excitación mezclada de aprensión, y de repente la muchacha comprendió que ya no podía fingir sentimientos que no eran reales. Sea lo que fuese lo que el futuro le deparase, una compañera y amiga leal era más valiosa que el oro. Y la soledad era la más lúgubre de las privaciones...
Respondió, con un nudo en la garganta:
—¿Es eso de verdad lo que quieres,
Grimya?
Grimya
balanceó la lengua.
—Sabes... que sí.
—Entonces... sí. —Fue incapaz de decir nada más; las palabras no le salían—. Sí...
Despacio, como si aún no pudiera reunir del todo el coraje necesario para demostrar su alegría, la cola de
Grimya
empezó a menearse. El emisario le sonrió.
—Que te acompañe la buena suerte, hermanita. —Su mirada dorada pasó de ella a Índigo—. Y también a ti, criatura; buena suerte. Te vigilaremos, y te ayudaremos cuanto podamos.
La muchacha alzó una mano. Quería hablar, tocarlo, hacer algún gesto que, por muy inadecuado que fuera, expresara lo que sentía. Pero en el mismo instante que extendía la mano, una aureola dorada apareció alrededor de la elevada figura del emisario. El aire empezó a relucir, y el ser desapareció.
Durante un buen rato, Índigo permaneció inmóvil, consciente sólo del incesante caer de la nieve, del débil crujir de las ramas bajo la brisa nocturna. Luego avanzó con cuidado sobre la gruesa y blanca alfombra.
Grimya
se acercó y apoyó la cabeza contra las manos enlazadas de la muchacha. Se miraron la una a la otra: ojos violeta clavados en ojos marrón dorado que compartían un acuerdo tácito. Entonces
Grimya
se agitó ansiosa, dio la vuelta, y trotó hasta el borde del claro. Allí arrugó el hocico, olfateó el aire, y luego se volvió para mirarla por encima del lomo.
«Siempre me ha gustado la nieve.»
Una ligera e involuntaria sonrisa asomó a los labios de Índigo.
«La caza será buena»,
añadió
Grimya,
y su cola golpeó contra un joven árbol, de suerte que provocó una lluvia de nieve procedente de las ramas que colgaban sobre su lomo. Se sacudió con fuerza.
«¡Mañana comeremos muy bien!»
Conmovida por el inocente entusiasmo de su amiga, Índigo se echó a reír. No era más que una risita, pero ayudó a disolver el nudo que sentía en su interior. Contempló la piedra-imán que aún sujetaba en su mano: latía sin cesar y desprendía una suave calidez. La diminuta luz brilló para ella en la oscuridad, revoloteando en un extremo del guijarro. Al norte. Lejos del País de los Caballos, en dirección a las extrañas y desconocidas tierras del gran continente occidental. Y a pesar de su tristeza, una sensación que podría haber estado lejanamente emparentada con la excitación de
Grimya,
se agitó en ella.
Con un cuidado que bordeaba la reverencia, deslizó la preciosa piedra-imán en el interior de la bolsa que colgaba de su cinturón. Luego recogió su arpa guardada en el interior de su funda, se la colgó de un hombro junto con la ballesta, y metió el cuchillo en el estuche que pendía de su cintura. No volvió la cabeza en dirección a la silenciosa arboleda; cuando
Grimya
se puso en camino internándose en el bosque, vaciló tan sólo un momento antes de seguir a la loba y dejar el claro a la quietud de la noche y a los copos de nieve que caían suaves y constantes.
C
uando el médico fue a verlo poco después del amanecer con la noticia de que el anciano bardo había fallecido en el mismo instante en que los primeros rayos del sol tocaban el cielo matutino, el rey Ryen de las Islas Meridionales asintió en silencio, y dijo que deseaba estar a solas durante una hora antes de que le presentaran al sucesor de Cushmagar.
Una vez el médico se hubo retirado, Ryen se alejó despacio y pensativo pasillo abajo hasta la pequeña sala del ala oeste de Carn Caille, en la que se celebraban las audiencias y reuniones menos protocolarias. Ésta era su habitación favorita —al igual que, según tenía entendido, lo había sido de su predecesor—, y cuando llegó a ella se acomodó en un asiento junto a una de las ventanas, desde la que podía contemplar el brillante día invernal.
Cushmagar, muerto. Resultaba difícil de creer; el bardo había parecido ser parte integrante de Carn Caille como las mismas piedras de sus cimientos. Resultaba imposible pensar que su vibrante voz y su magnífica música ya no volverían a honrar ningún banquete. Y triste darse cuenta de que la canción en honor del nacimiento del hijo o la hija de Ryen, el tan ansiado heredero de su reino, debería ser compuesta y cantada por otro.
Ryen suspiró y se puso en pie para pasear por la habitación iluminada por los rayos del sol. No debiera sentirse tan triste; era egoísta por su parte hacer hincapié en su pérdida en lugar de regocijarse por Cushmagar. El bardo era viejo y ciego, y desde el último invierno apenas si podía andar. Era consciente de que había disfrutado de aquel puesto durante un tiempo inusitadamente largo, y había ido a reunirse con la Madre Tierra, satisfecho y aliviado de que sus deberes hubieran finalizado ya. Y aunque Imyssa pensara lo contrario, no era ningún mal presagio el hecho de que la muerte de Cushmagar hubiera coincidido exactamente con el segundo aniversario de la elevación de Ryen al trono de las Islas Meridionales.
Sonrió al pensar en Imyssa. Estaría con Sheana ahora, como lo había hecho durante los dos últimos días desde que sus poderes de adivinación le habían anunciado que el hijo de la reina estaba a punto de nacer. Ryen esperaba —como lo hacían todos— que la llegada del nuevo heredero curaría por fin el penar de Imyssa por la anterior familia real. Si Kalig hubiera tenido un hermano o hermana, o incluso un primo que hubiera podido acceder al trono después de su prematura muerte, la anciana nodriza hubiera podido encontrar consuelo en el pensamiento de que el querido linaje del rey no había desaparecido por completo; pero tal y como habían sucedido las cosas, le había resultado muy duro aceptar la presencia de un extraño elegido para ocupar su lugar. Pese a ello, poco a poco, empezaba a aceptarlo. Y cuando la criatura naciera, la cuidaría como había cuidado a los hijos de Kalig; quizás entonces recuperaría su antigua alegría.
Y acaso también olvidaría su infundada y horripilante convicción de que, en algún lugar, seguía con vida uno de sus desaparecidos seres queridos...
Unos ruidos en el patio sacaron a Ryen de su ensimismamiento, y sacudió la cabeza para aclararla, pensando que había incurrido en una malsana morbosidad. Regresó a la ventana, y al mirar abajo vio a un grupo de jóvenes jinetes que salían de la fortaleza. No los acompañaba ningún perro e iban poco armados; el rey sonrió y se relajó al comprender que sencillamente pensaban ejercitar a sus caballos, y que no se iban a cazar sin invitarlo. El lugar favorito para pasear en esta época del año, cuando las colinas
y
los bosques resultaban casi intransitables, era la tundra situada al sur de Carn Caille, donde era aún posible aventurarse durante dos kilómetros o más antes de que la nieve y el hielo obligaran incluso al caballo de pisada más firme a dar la vuelta. Y algunos de los nobles más jóvenes querrían sin duda ver por sí mismos —al menos desde lejos— los restos de la extraña y desmoronada torre situada en las llanuras de la tundra. Ryen apenas si había podido darle una fugaz ojeada al lugar; hasta ahora no había tenido tiempo para dedicarse al ocio; pero cuando hubiera finalizado la crecida de los ríos, en la primavera, planeaba unirse a uno de los grupos de exploración para saciar su curiosidad. Nadie conocía el propósito de la torre, si es que tenía alguno; algunos de los habitantes de más edad, Imyssa incluida, murmuraban que era un lugar diabólico y que lo mejor era alejarse de él, pero aparte de esto su presencia resultaba un misterio. Se había hablado de una historia relativa a la torre que Cushmagar acostumbraba relatar hacía tiempo, pero el bardo no la había mencionado nunca, y Ryen dudaba de que tal relato existiera, o, si así era, que Cushmagar lo recordara.
El ruidoso grupo de jinetes había desaparecido ya por las grandes puertas de la fortaleza, y el patio volvía a estar en silencio. Ryen se frotó las manos al percatarse de que tenía frío. Debía ordenar que encendieran un fuego allí dentro; mal señor sería si recibía a su nuevo bardo —que era, después de todo, uno de los miembros más influyentes y respetados de su corte— en una habitación que parecía atravesada por un glaciar. Un fuego, y aguamiel, y pasteles. No era menos de lo que Cushmagar hubiera deseado para su sucesor.
Se volvió en dirección a la puerta, con la intención de salir en busca de su administrador; entonces se detuvo y se volvió para mirar a la chimenea de piedra y el cuadro que colgaba sobre la repisa. Kalig y su familia le devolvieron la mirada inmóviles y sin embargo con una apariencia misteriosamente viva desde el lienzo con sus colgaduras color Índigo. Deseó haberlos conocido: Kalig e Imogen. El príncipe Kirra y la princesa Anghara. Morir tan de repente, dejando tan sólo un recuerdo y un retrato... parecía equivocado; injusto.
Ryen se estremeció de repente de forma involuntaria; como si, para utilizar una expresión propia de marineros, el mar hubiera barrido sobre su tumba. Lo que debía hacer era ordenar que las colgaduras del luto fueran retiradas tan pronto como naciera su hijo; resultaría más apropiado con una nueva vida en Carn Caille, y no se podía estar de luto eternamente. Una ulterior tragedia era que Breym, el artista responsable de aquella pintura, hubiera estado entre las muchas víctimas de las fiebres. Un retrato parecido de su propia familia hubiera quedado muy bien, también,
en
aquella sala.
Apartó la mirada del retrato, al fin, y abandonó la sala despacio. Mientras la puerta se cerraba a su espalda un soplo de aire helado agitó las colgaduras que pendían del cuadro, y el viento del este, que penetraba por un cristal suelto de una de las ventanas, imitó por un breve instante el lejano sonido de la alegre risa de una muchacha.