Némesis (31 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Némesis
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El sonido continuó, ampliándose y golpeando el cuerpo y el cerebro de Índigo como una onda psíquica. Entonces, de repente, el silbido se transformó en una monstruosa cascada de carcajadas enloquecidas que la hizo chillar de nuevo —aunque su voz quedó totalmente ahogada por el violento ataque sonoro— y se detuvo. Sus fuertes ecos se desperdigaron por las montañas, retrocediendo y desvaneciéndose hasta que el valle se hundió de nuevo en el silencio.

Índigo abrió los ojos muy despacio. Estaba de rodillas, el rostro apretado contra la pared del acantilado, las manos aferradas a la inexpugnable piedra como si en su terror ciego hubiera intentado abrirse paso a través de ella para huir del terrible ataque. Tenía las uñas de las manos rotas y brotaba sangre de debajo de ellas; sentía el escozor de arañazos en sus mejillas, y la sien le dolía allí donde había chocado con la roca. No podía creerlo, no podía asimilarlo. Su cuerpo se estremeció víctima de una serie de terribles y violentos escalofríos y se arrastró lejos de la pared, dando boqueadas, esforzándose por recobrar el aliento.

A su espalda, un débil gemido interrumpió el monstruoso silencio. Y allí estaba
Grimya,
el vientre aplastado contra el suelo, los colmillos al descubierto, temblando como poseída por un terrible mal. Los ojos de la loba miraban sin ver; cuando Índigo se arrastró junto a ella y la tocó, el animal dio un respingo como si le hubieran disparado, y tan sólo cuando la muchacha pasó sus brazos alrededor de su grueso cuello peludo y la abrazó con fuerza regresó a la mirada de la loba un cierto grado de inteligencia.

«Qu... qu...»
Incluso telepáticamente,
Grimya
era incapaz de articular su pregunta.
«Qué fue...»

—No lo sé...; que la Madre Tierra nos ayude,
Grimya,
¡no lo sé!

Una piedra se movió bajo su pie y sintió cómo todo su cuerpo se ponía en tensión con momentáneo terror, como si el menor ruido extraño pudiera provocar el regreso de aquella voz monstruosa.

«¡Nunca había oído nada tan horrible!»

Grimya
empezaba a recuperar el control en cierta medida; se sentó muy erguida, sacudiendo la cabeza.

«Me duelen... los oídos.»
Parpadeó con rapidez.
«¿Crees que fue otra de las jugadas del demonio?»

—No lo sé: sólo espero que sí. Si en estas montañas habita algo lo bastante grande como para poseer una voz como ésa, no quiero arriesgarme a un encuentro con él.

Índigo se puso en pie tambaleante, y sus ojos se entrecerraron mientras examinaba el sombrío sendero que tenían delante. Nada se movía, nada alteraba el silencio, y la cólera empezó a reemplazar la cada vez menos aguda conmoción de su cerebro.

—Creo que Némesis nos está gastando malas pasadas —dijo, no sin cierto veneno—. Su primer intento para matarnos fracasó; de modo que ahora intenta aterrorizarnos, y conseguir que caigamos víctimas más fácilmente de su segundo intento.

«Prefiero creer esto que creer que un monstruo gigantesco nos acecha. Al menos, con el demonio sabemos a qué nos enfrentamos»,
repuso
Grimya
con pasión.
«Debemos seguir sin perder un instante. Hay que demostrarle a esta criatura que no le tememos.»

Tenía razón. Índigo se quitó el penetrante polvo marrón rojizo de las ropas y se pasó su áspera lengua por los labios resecos.

—Sí..., pero debemos estar doblemente en guardia a partir de ahora.

El sendero serpenteaba por entre las cumbres, ascendiendo de forma gradual pero constante a medida que penetraba más y más en las montañas. De momento no había habido más ilusiones, ni ningún nuevo signo de los trucos de Némesis, pero Índigo permanecía en constante alerta. De cuando en cuando levantaba la vista hacia la anormal estrella que parpadeaba tristemente sobre ellas. Su posición en el cielo permanecía inalterada, y recordó inquieta la forma en que el sol negro había aparecido en el horizonte de forma instantánea para trocar la noche por día. Parecía como si las leyes que gobernaban el tiempo en su propio mundo se hubieran vuelto locas aquí; y se preguntó qué sería de ella y de
Grimya
si la estrella se desvaneciera tan de repente como había surgido y las dejara en la oscuridad. La idea le hizo apresurar el paso, pero sólo por un instante, ya que enseguida comprendió que era una tontería. No tenían ni idea de la extensión de aquel sendero, ni de adonde las conducía; si las caprichosas fuerzas que gobernaban esta parodia de la naturaleza decidían gastarles una nueva broma, no podrían hacer nada por evitarlo.

Grimya,
observó, empezaba a flaquear. La loba se había rezagado y la lengua colgaba de su boca, mientras que la cola se arrastraba por el polvo. Índigo se detuvo para que la alcanzara y le acarició la cabeza.

—Estás cansada, lo sé —dijo comprensiva—. Pero debemos seguir,
Grimya.
No hay nada para nosotras aquí. —Contempló el sendero que se perdía más allá—. Este camino no puede continuar eternamente; seguro que no tardaremos en llegar al final.

La lengua de
Grimya
se balanceó desfallecida.

«Puedo soportarlo. Pero daría cualquier cosa por un poco de agua que beber.»

Durante unos instantes ninguna de las dos escuchó el débil sonido que siguió a las últimas palabras de la loba. Distante y vago, era como un suave susurro de hojas movidas por una ligera brisa; o, pensó Índigo con un sobresalto, al darse cuenta de pronto de su presencia y ponerse su mente a trabajar, como el parloteo ahogado de un arroyo subterráneo.

Sus dedos se cerraron sobre el pelaje de la loba y dijo con voz ronca:


Grimya...

«¡Lo oigo!»

Los cabellos del lomo del animal se erizaron. El sonido crecía por momentos, y resultaba cada vez más claro.

«¡Agua! ¡Parece agua!»

Y
Grimya
se acababa de quejar en aquel momento de tener sed... La comprensión golpeó a Índigo como un rayo, y en ese mismo instante el lejano sonido creció hasta convertirse en un claro rugido...

—¡
Grimya,
sal del sendero! —aulló—. ¡Sube a la pared tan alto como puedas! ¡
Deprisa!

Corrieron hacia un lugar donde un desprendimiento de piedras había formado un contrafuerte empinado pero escalable, y mientras trepaban por las traicioneras rocas pareció como si todo el acantilado empezara a temblar. El rugido martilleó en sus oídos, cada vez más fuerte, más cerca... Índigo resbaló y se arañó manos y tobillos, y
Grimya
la sujetó por una manga, tirando de ella con violencia hasta ponerla en pie de nuevo. Entonces, surgida de la curva del sendero que tenían delante, moviéndose con la velocidad de una violenta marea que las ensordecía con su titánico sonido, una enorme barrera de agua espumeante y agitada se precipitó atronadora a través del cañón.

—¡Grimya!

Índigo se aferró al cuello de la loba, al tiempo que se apretaba contra la pared y luchaba por mantener el equilibrio mientras las rocas que tenía bajo los pies rodaban y se movían bajo la embestida de la riada. Las gotas de agua que flotaban en el aire la golpearon en la espalda con tal fuerza que estuvieron a punto de derribarla de su precario asidero; mientras el cañón se estremecía bajo el estruendo, vio el torrente como una desdibujada conmoción de tumultuosas aguas negras y surtidores de blanca espuma, olas y corrientes contrapuestas que saltaban y se estrellaban unas contra otras en un salvaje caos.

De repente una roca bajo su pie izquierdo se movió, desalojada por las tumultuosas aguas que se estrellaban contra la base del contrafuerte. Con un gemido y un chirriar de roca contra roca que quedó ahogado por el estruendo de la avalancha de agua, rodó fuera de su lugar, llevándose a otras con ella, e Índigo sintió que perdía el equilibrio. Se debatió frenética en busca de apoyo, agitando el pie en el vacío; luego, mientras
Grimya
intentaba volverse y ayudarla, resbaló de su lugar de apoyo y se deslizó ladera abajo, cayendo sin remedio en dirección al torrente... para aterrizar, magullada pero ilesa, sobre el reseco e imperturbado sendero del pie del acantilado.

—¡Ayyy...!

La muda protesta rasgó el terrible silencio, y se convirtió en un angustioso y desagradable jadeo cuando Índigo rodó sobre sí misma, víctima de terribles náuseas. Era una reacción inconsciente al terror, la conmoción y la confusión; se abrazó el estómago, mientras trataba de llevar aire a sus pulmones y volver a controlar sus músculos, y cuando los espasmos amainaron, por fin, se encontró a gatas y temblando.

Había polvo bajo sus manos y rodillas.
Polvo.
Pero...

«¡Índigo!»

Unas garras arañaron las rocas y
Grimya
saltó hacia ella.

«Pensé que estabas...»

—Lo sé.

Una nueva oleada de náuseas surgió de su estómago; se llevó el dorso de la mano a la boca, aspirando por entre los apretados dientes. La loba le acarició el rostro con el hocico y por fin se sintió capaz de arrodillarse manteniendo el cuerpo erguido. Tenía polvo en la boca, se la limpió de nuevo y escupió.

—Fue otra ilusión... —Y le dio las gracias a la Madre Tierra por ello; ya que si hubiera sido real, su cuerpo destrozado rodaría ahora cañón abajo en aquella corriente asesina.

Grimya
contempló el sendero y mostró sus dientes.

«Dije que tenía sed»,
dijo sombría. «Y..»

—No. —Índigo extendió una mano para tocarla a modo de advertencia—. No lo digas,
Grimya.
—Su autocontrol regresaba, aunque las náuseas no querían abandonarla, y mientras se ponía en pie sintió la cólera que empezaba a arder despacio en su interior—. Parece que nuestro diabólico amigo tiene un gran sentido del humor. Mencionaste el agua, y tuvimos agua; pero no como hubiéramos esperado. Y antes, cuando oímos esa..., esa voz...

«¿La voz?»

—Sí. Tú no lo sabías, pero en ese mismo instante iba a hablarte; a decirte lo primero que me viniera a la cabeza, porque no podía soportar el silencio por más tiempo.
Deseé
que algo lo rompiera. —La cólera de su interior seguía ardiendo, alimentada por el odio, la furia por sentirse burlada y atormentada tan a la ligera—. El demonio sigue jugando con nuestras mentes. Pero no tiene el valor de mostrarse y enfrentarse directamente a nosotras. —Giró en redondo y volvió a mirar el cañón que se perdía delante de ellos.— ¿Lo tienes?
¿Lo tienes?

Su grito resonó en la distancia, pero nada lo contestó.
Grimya
la observó inquieta mientras avanzaba por el sendero, echaba a correr durante algunos metros, para luego reducir la marcha y detenerse.

—¿Dónde estás? —aulló Índigo—. ¡Malditos sean tus sucios trucos, no te tengo miedo! ¡Muéstrate!

Giró sobre sus talones, los puños apretados y alzados como si fuera a atacar a la menor señal de movimiento. El cañón estaba total y perfectamente en silencio.

Grimya
trotó hasta su lado.

«No sirve de nada. No vendrá a nosotras; no de esta forma.»

—Muy bien. —Las mandíbulas de Índigo se apretaron a una dura línea—. Entonces encontraré otra forma. Si le gusta tanto concedernos deseos retorcidos, ¡que nos conceda éste! Deseo...

«¡Ten cuidado!»

Índigo la ignoró. La cólera se había consumido, la imprudencia había dominado a la furia y ya no le importaban las consecuencias de nada de lo que pudiera hacer. Alzó la voz y gritó con fuerza:

—¡Deseo que este sendero se acabe! ¿Me escuchas, Némesis, criatura diabólica, engendro de la oscuridad?
¡Deseo que este sendero se acabe!

Durante un momento no se produjo el menor sonido, nada excepto el sobrenatural silencio. Entonces, al parecer cercano pero resonando no obstante como si viniera de muy lejos, algo dejó escapar una risita ahogada.

Grimya
se volvió a toda velocidad, dejándose caer en una posición de ataque, e Índigo miró rápidamente a su espalda. El cañón estaba vacío. No había ninguna figura de ojos plateados, ningún horror; nada. Sólo el eco de aquella risa fantasmal y caprichosa. Como si desde su guarida —cualquiera, y donde fuese que ésta estuviera—, Némesis respondiera a su desafío con un desafío propio. Y justo un poco más adelante el desfiladero torcía brusco alrededor de un enorme contrafuerte de roca que ocultaba a la vista el resto del sendero...

Sonrió. Fue una sonrisa rencorosa y privada; la sonrisa del depredador que huele a su presa.

—Grimya.
—Su voz era engañosamente suave—. Debemos seguir adelante. Ya falta poco.

Y sin esperar una respuesta, empezó a correr hacia el contrafuerte y la curva del sendero.

Oyó cómo la loba echaba a correr en pos suyo, pero no redujo la velocidad ni la esperó. El contrafuerte estaba tan sólo a unos metros de distancia; el sendero, más empinado de repente, la obligó a avanzar más despacio ahora, cuesta arriba, y su pulso empezó a latir muy aprisa, y no sólo a causa del esfuerzo físico. Entonces, de improviso, llegó a la altura del contrafuerte, lo rodeó, penetró en la pronunciada curva...

Índigo se detuvo y contempló contrariada el panorama que se extendía ante ella.

Su deseo le había sido concedido. El desfiladero había llegado a su final, y a causa de su temeridad de un momento parecía haberlas conducido a las dos a un callejón sin salida. Justo delante de ella tenía un valle de abruptas laderas, encerrado por altos riscos que se alzaban imponentes hacia el cielo color carmesí. No había sendero que condujera hasta aquellas laderas; su camino sencillamente torcía hacia abajo en dirección al valle. Y todo el suelo del valle estaba cubierto por un lago gigantesco, inmóvil, opaco, y cuya profundidad resultaba imposible de adivinar.

Grimya
se detuvo bruscamente junto a Índigo, jadeante por el esfuerzo. Durante unos instantes la loba contempló con atención el lago que tenían a sus pies, luego levantó la cabeza para escudriñar el rostro de su amiga. La expresión de Índigo era tensa, torva, amarga; no eran necesarias las palabras para que
Grimya
se diera cuenta de que, en su fuero interno, la muchacha maldecía su estupidez.

La loba bajó la cabeza de nuevo, y su nariz se puso a temblar, mientras olfateaba con avidez. De pronto dio un paso hacia adelante y se dejó resbalar, con gran cuidado, un corto trecho ladera abajo en dirección a la superficie del lago.


¿Grimya?
—Índigo salió de su ensueño, y su voz sonó aguda—. ¿Qué haces? ¡Ten cuidado!

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