Pero su madre no venía en su ayuda; no obligó a marchar a sus hermanos. En lugar de ello —y la comprensión fue como un mazazo para la ciega fe de
Grimya
— la loba se lanzó a la refriega, sus gruñidos más fuertes y mortíferos que los de los cachorros, para atacar al paria, al extraño, al cachorro
diferente.
Los colmillos de su madre se hundieron en la blanda carne que había sobre el ojo de
Grimya,
y
Grimya
aulló en protesta por aquella traición y el dolor que le causaban. Estaba perdida: nadie la ayudaría; y sus asaltantes, su propia familia no descansaría hasta echarla de su lado o matarla.
Sólo tenía una posibilidad de supervivencia: huir. Retorciéndose se escabulló entre dos de sus hermanos y, al ver un espacio de terreno libre, huyó con el rabo entre las piernas. La persiguieron, pero la desesperación le dio fuerzas y la persecución resultó poco entusiasta; una vez seguros de que había salido de su territorio, los cuatro lobos la dejaron marchar.
Sola, aturdida y lejos del único hogar que había conocido,
Grimya
se acurrucó desdichada y herida entre la húmeda maleza del bosque. E Índigo, su mente inextricablemente ligada a la mente de la joven loba, sintió cómo sus pulmones luchaban por recuperar el aliento, cómo la lengua le colgaba, incluso el lento hilillo de sangre que resbalaba de su rostro herido y de su costado. La habían traicionado, echado. No tenía ni familia ni amigos; sus únicos compañeros la habían rechazado, la habían apartado de su lado porque era
diferente.
En su soledad alzó la cabeza en dirección al impasible dosel de hojas que había sobre ella y lanzó un prolongado y lúgubre aullido que hizo que las aves empezaran a piar asustadas; un aullido de terrible desesperación.
Aparecieron entonces nuevas sensaciones e imágenes. La dura realidad de la soledad, sin una manada que le diera seguridad y consuelo. El aprendizaje, paso a paso, de cómo cazar sola, capturando nada más que piezas pequeñas que apenas si satisfacían sus necesidades. Inviernos helados —dos contó la parte de la mente de la loba que era Índigo— durante los cuales la amenaza de morir de hambre estuvo siempre presente. A menudo, durante esos días gélidos veía hombres que venían de los poblados de los alrededores a cazar en el bosque, y algunas veces los seguía cuando regresaban a las praderas y a las manadas de caballos. La
diferencia
que había vuelto contra ella a los de su especie también le permitía comprender, y, aunque de forma torpe, imitar, la lengua de los humanos; el lenguaje, al parecer, no tenía barreras para
Grimya.
Pero para los hombres, al igual que para sus congéneres lobos, ella era un objeto de odio... hasta aquella noche en que, hambrienta y sola, se había sentido atraída de forma irresistible al campamento de un extraño por el olor del fuego de leña y de carne, y los débiles acordes de un arpa...
La liberación del hechizo que mantenía unidas a las dos mentes llegó de forma repentina, como si cayera en un vertiginoso vórtice, y la sacudida hizo que Índigo despertase con un sobresalto. Se sentó en la hierba en un confuso estado de excitación, a punto casi de partirse la cabeza con una raíz que sobresalía y padeció la conmoción secundaria de la desorientación cuando se dio cuenta de que de repente tenía manos y pies en lugar de patas, de que su cuerpo ya no estaba cubierto por una capa de pelo, y de que ya no sabía cómo aullar. Jadeante, volvió la cabeza, y, allí junto a ella —una entidad independiente ahora— estaba
Grimya.
Los costados de la loba se agitaron y habló en su estilo vacilante y dolorido.
—Ahora lo... sabes... todo sobre... mí.
Índigo tragó saliva, pero no pudo desalojar el nudo que bloqueaba su garganta.
—Sí... Lo siento,
Grimya.
Me apena mucho tu sufrimiento.
—No... puedo cambiarlo. Pero tú... —Había algo curioso en la conducta de
Grimya,
una excitación soterrada que hizo que Índigo se sintiera de repente y de forma inexplicable muy nerviosa.
—¿Yo?
La peluda y moteada cabeza se balanceó de un lado al otro; las fauces de
Grimya
se abrieron por completo y la lengua se movía con torpeza. Era una señal de frustración, de angustia ante su propia incapacidad para comunicarse con más claridad.
—Tú tienes... ¡No sé la palabra! Cuando te m-mostré... imágenes, te
convertiste.
—Sus ojos eran lámparas ámbar en las sombras—. Te convertiste en mí.
—Mentalmente, yo...
—No. No en mente. No sólo en mente. Te vi.
El corazón de Índigo dio un brinco al darse cuenta de lo que
Grimya
intentaba explicarle.
—¿Quieres decir que... cambié? ¿Me convertí... en un lobo?
—¡Sí, sí! —
Grimya
casi se revolcaba de excitación—. Cabeza, pelaje, cuerpo: ¡igual que yo!
Cambio de aspecto...
Era uno de los más antiguos y raros poderes de las brujas de antaño. Índigo no había conocido jamás a nadie que poseyera esa misteriosa habilidad, pero sabía que existía gente así. De niña había escuchado encandilada relatos de bardos sobre encuentros con los escurridizos y reservados hechiceros que podían alterar sus cuerpos a voluntad para darles la forma de pájaros, felinos u osos; las historias estaban bien documentadas al igual que el hecho de que tal talento no podía aprenderse sino que se nacía con él, un don de la Madre Tierra para unos pocos escogidos.
¿Era posible que ella fuera uno de esos pocos? La idea hizo que se le pusiera la carne de gallina, y un hilillo de sudor helado le bajó por la espalda. Imyssa, que era una bruja, aunque con pocos poderes más allá de conocimientos sobre hierbas, predicciones e interpretaciones del tiempo, creía que en su joven pupila se encontraba latente una cierta dosis de poder; pero incluso Imyssa no había previsto
esto.
No obstante, no podía negarse la evidencia de lo que había visto
Grimya.
Índigo había conocido mentalmente, aunque por un breve instante, qué significaba ser un lobo, y junto con esta experiencia había tenido lugar la impresionante manifestación del cambio de forma.
De repente, Índigo empezó a temblar, y le fue imposible conseguir que los espasmos se detuvieran. Si realmente poseía ese poder, ello era a la vez una bendición y una maldición. Una bendición porque, en potencia, resultaba un arma sin precio para ayudarla en la desagradable misión que la aguardaba. Pero también una maldición porque no tenía la menor idea de cómo dominarlo y utilizarlo. Y sin ese conocimiento, sin la habilidad y la preparación necesarias para controlar y manejar tal fuerza, su innato talento resultaba inútil. Peor que inútil; ya que sus manifestaciones fortuitas e incontroladas podrían poner en peligro su vida. E Imyssa, la única persona que podía y la hubiera ayudado a comprender y utilizar aquello que se despertaba en su interior, no volvería a estar a su lado nunca más.
Grimya
lloriqueó en voz baja, y se dio cuenta de que la loba la había observado y percibido su congoja y su ansiedad.
—¿Índigo? ¿Qué su-ce-de?
Índigo se pasó ambas manos por el rostro, en un intento por aclarar sus ideas.
—No creo que sepa explicarlo,
Grimya.
—Tienes magia, sin embargo eso te hace más triste que antes. ¿Por... qué?
—Ohhh... —Índigo sacudió la cabeza—. Porque incluso, si es que es así, si poseo magia, ¡no sé cómo utilizarla! —Parpadeó con fuerza, consciente de que empezaba a sentir pena de sí misma—. No lo sabía,
Grimya.
Y porque no lo sabía, me negué a escuchar a aquellos que sí sabían, y me negué a aprender de ellos. Ahora es demasiado tarde; no hay nadie que pueda ayudarme, ¡y yo soy la única culpable!
Grimya
permaneció en silencio unos instantes. Luego dijo:
—
Yo
puedo ayudarte.
Índigo sintió una sensación de ahogo en la garganta, e intentó sonreír.
—Eres buena,
Grimya,
y una gran amiga. Pero...
—No —la interrumpió la loba—. Quiero decir más que si... siendo sólo tu amiga. —Se detuvo jadeante. El utilizar la lengua de los humanos la agotaba, pero estaba decidida a decir lo que pensaba—. Algo más. Conozco un lugar en el bosque al que los hombres... no quieren ir, porque... —Una vez más su lengua se balanceó sobre un lado de su boca llena de frustración—. ¡No tengo las palabras!
Un recuerdo vago se despertó en lo más profundo de la mente de Índigo y sintió cómo una extraña excitación se apoderaba de sus músculos.
—¿Qué clase de lugar?
—Un lugar de... agua y oscuridad. En lo más profundo. Los cazadores... le temen, pero... hay magia allí. Magia humana. Es muy poderosa. —La loba hinchó los hocicos—. La he olido, pero no me he acercado mucho, A lo mejor, un lugar así te podría ayudar.
Una impresión mental débil y borrosa acompañó sus palabras, y un escalofrío recorrió la espalda de Índigo cuando el persistente recuerdo tomó forma de repente. En lo más profundo de los bosques de las Islas Meridionales existían arboledas sagradas, siempre junto a un arroyo o a un pozo natural. Sólo las utilizaban las brujas más poderosas y devotas, aquellas que habían dedicado sus vidas exclusivamente al servicio de la Madre Tierra, y ningún extraño se atrevía a penetrar en una sin ser invitado, ya que las arboledas estaban guardadas por espíritus que no toleraban la presencia de los no iniciados. Lugares sagrados, depositarios de poder, focos poderosos de antiguas magias... ¿Era posible que tales arboledas también existieran aquí en el País de los Caballos? No conocía nada de las prácticas ocultas de aquella región salvaje; pero la gente de los pueblos adoraba a la Madre Tierra, igual que lo hacían los suyos...
Con la boca seca, repuso:
—
Grimya,
¿utilizan ese lugar —ese lugar de agua y oscuridad— los humanos, todavía?
—No... no lo creo. No desde hace muchas, muchas lunas. No hay olor a hombre allí. Pero la magia sigue fuerte.
Como era lo más normal... Índigo se mordió el interior de las mejillas para inducir a la saliva a hacer su aparición, pero cuando volvió a hablar su voz sonaba apagada por la deshidratación.
—¿Y crees que un sitio así podría ayudarme?
Hubo una larga, larga pausa, y luego:
—Eso creo. He...
visto
cosas. En sueños. Al dormir. No puedo hablar de ellos. Pero están allí.
¿Qué puedes perder?, se dijo Índigo para sí. Conocía perfectamente la respuesta:
nada.
—
Grimya,
¿me conducirás al lugar del agua y la oscuridad?
La loba balanceó la cabeza indecisa.
—¿Es lo que... deseas de verdad?
—Sí.
—Entonces... te conduciré.
—Grimya
parpadeó, y un escalofrío le recorrió todo el lomo cuando miró más allá de su refugio hacia el interior del bosque iluminado por una luz verdosa, como si viera algo que estaba más allá de lo que Índigo podía percibir—. Pero creo —añadió en un suave y gutural susurro—, creo que me asusta lo que podamos encontrar allí...
G
rimya
no quería iniciar su viaje aquel día. El lugar del agua y la oscuridad, dijo, estaba muy lejos de su refugio, y pronto sería de noche. Ponerse en marcha entonces significaría llegar allí sólo con la luz de la luna, y aquella perspectiva la ponía nerviosa. Índigo, no obstante, se sentía impaciente, y su tozuda determinación —unida a lo difícil que le resultaba a
Grimya
sostener una discusión verbal— por último prevaleció...
Se pusieron en marcha en dirección noroeste, con la llameante puesta del sol filtrada a través del bosque, delante de ellas. Índigo no quería confiar en la posibilidad de que los vaqueros hubieran abandonado su persecución al menos hasta la mañana siguiente, y se mantenía alerta a cualquier cosa extraña que pudiera ver u oír; pero el bosque estaba tranquilo, y los murmullos de aves y animales disminuyeron a medida que la luz desaparecía, hasta que se encontraron en medio de la oscuridad y el silencio.
Ninguna de las dos había hablado desde que abandonaron su improvisado campamento. En una ocasión,
Grimya
se detuvo para investigar un manantial que surgía del suelo, junto al sendero que seguían, y borboteaba perezoso, pero un gruñido fue suficiente para advertir a Índigo de que aquella agua no era buena para beber, y continuaron su camino. Dado que la situación de la luna en el cielo quedaba tapada por los árboles, Índigo no tenía modo alguno de saber el tiempo que había transcurrido cuando la loba, que avanzaba algunos pasos por delante de ella, de repente disminuyó la marcha y se detuvo. Ella también lo hizo, y de inmediato sintió algo en la atmósfera que le produjo un escalofrío en la columna. La noche era muy silenciosa, pero parecía como si el mismo silencio estuviera vivo, una presencia sensible, consciente y expectante.
Clavó los ojos en la oscuridad. Tan sólo una ínfima parte de la luz de la luna atravesaba el espeso techo del bosque, pero delante de ellas —resultaba imposible saber a qué distancia— la noche gastaba malas pasadas, y las distancias, lo sabía bien, engañaban. Por entre los árboles brillaba un apenas perceptible fulgor verdoso, una pálida columna de luz como si se tratase de un fuego fatuo. Índigo avanzó muy despacio hasta donde estaba
Grimya, y
colocó una mano suavemente sobre su lomo. Su voz fue un suspiro jadeante.
—¿Es ése el lugar,
Grimya?
¿El lugar del agua y la oscuridad?
—Sssíííí... —La piel de la loba se agitó bajo su mano y percibió la inquietud de su amiga.
Allí había poder; lo sentía. Una presencia informe pero tangible en el aire que la rodeaba, y le traía a la mente recuerdos de lugares de los bosques de su país, a los que se le había prohibido que fuese. Pero al contrario que aquellos santuarios sagrados, esta arboleda parecía llamarla, indicarle que se acercara...
Nada se movía; no había ni la más ligera brisa que pudiera mover una sola hoja. Índigo dio tres pasos al frente, y escuchó a
Grimya
que dejaba escapar un gañido.
—¿
Grimya?
—Se volvió y vio que la loba tenía todos los pelos del cuello y el lomo erizados—. Debemos seguir. No podemos volver atrás ahora.
—Ten... tengo miedo.
—Pero no hay nada que temer. —Miró de nuevo hacia adelante. ¿Brillaba ahora con algo más de fuerza aquel extraño resplandor o
se
lo imaginaba ella? Dio uno o dos pasos más hacia adelante, consciente de que los árboles y los matorrales empezaban a rodearla.