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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Némesis (12 page)

BOOK: Némesis
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Creagin. No lo había visto caer, pero allí estaba, un ojo dirigido al cielo diurno; el otro, una cuenca vacía. Había otros: conocía sus nombres pero no parecía tener ningún significado el enumerarlos. Uno de ellos no tendría más que nueve o diez años; un aprendiz de mozo, si la memoria no la engañaba.

Siguió adelante. Unos pasos más allá estaba Kirra, su hermano, heredero de Carn Caille. Kirra el bromista, Kirra el alegre muchacho, tumbado sobre su propia sangre con la columna vertebral medio arrancada del cuerpo.

Siguió adelante. Una cadena de nombres, amigos, compañeros. Caballos, rígidos y grotescos, con los cuerpos ya hinchados. Permaneció durante un buen rato con la mirada clavada en uno de los animales muertos; en su pelaje gris, las largas crines y la cola pasaban del acerado al blanco. Pronto, como si se tratara de un sueño, se percató, aunque con una peculiar indiferencia, de que era
Sleeth.
Se sintió triste, pero era una tristeza remota, como originada en una mente ajena. Siguió andando penosamente por el patio hasta que por fin encontró a Kalig.

Al principio creyó que estaba simplemente inconsciente, ya que yacía boca abajo sin la menor señal de heridas. La esperanza era algo que estaba más allá de ella, pero sin embargo se inclinó envarada y le dio la vuelta con manos temblorosas.

El rey Kalig, señor feudal de las Islas Meridionales, su padre, carecía de rostro. Lo que quedaba de la parte frontal de su cráneo era algo tan diferente de cualquier cosa humana que ni siquiera le repugnó. Dejó caer el cuerpo, y se volvió.

Carn Caille estaba ante ella. Se dirigió hacia la fortaleza, no por la puerta principal —porque a pesar de lo insensibilizada que se sentía le fue imposible pasar por entre lo que allí yacía— sino por una entrada lateral que la conduciría a través de pasillos y escaleras a su propia habitación. Y era allí dónde quería estar. No encontraría a Fenran: Fenran estaba muerto. Ella lo había visto morir; no había podido salvarlo. Iría a su habitación, a su cama, y si podía llorar, lo haría allí donde ningún ser, ni muerto ni vivo, pudiera verla. Y a lo mejor Imyssa le daría una poción...

Anghara sabía que estaba loca, y ese conocimiento la consoló. Si estaba loca, con toda seguridad no la podrían culpar de sus acciones, y lo que había hecho sería...

Se detuvo y se pasó la lengua por los labios mientras una voz interior le advertía de no seguir con aquellas ideas. Luego siguió con lenta deliberación y contó cada uno de sus pasos en dirección a la puerta. El sol, más fuerte ahora, empezaba a tocar las murallas, y rozó su doblada espalda mientras arrastraba los pies para alejarse del patio.

Carn Caille, sin el ruido, sin la luz de las antorchas, sin el ajetreo de la actividad diaria, era un lugar frío y extraño. Anghara pasó ante puertas silenciosas, sin detenerse para mirar en el interior de las habitaciones que había tras ellas, sabedora de lo que ocultaban. La pequeña sala del consejo de su padre. El comedor privado de la familia. La habitación donde la regordeta Middigane había cosido el traje de novia de Anghara que ahora ya no podría terminarse ni lucirse.

El pasillo tocó a su fin y llegó a unas escaleras. Las subió, llegó a otro pasillo y empezó a andar despacio por él. No había encontrado una sola alma, pero el dominio de los muertos no se había extendido hasta estos corredores: estaban vacíos e impolutos.

Por fin llegó a su habitación. Empujó la puerta y permaneció un instante en el umbral, su mirada en lento recorrido por el familiar mobiliario, aunque éste no significaba nada para ella. La puerta que conectaba con el dormitorio más pequeño de Imyssa estaba cerrada, y por primera vez desde que recuperara el conocimiento la princesa experimentó un sentimiento de angustia. La anciana nodriza era su único vínculo con el mundo que le habían arrebatado de una forma tan espantosa; si también ella estaba muerta, no le quedaría nada.

Su mano se posó en la fría y áspera plancha de madera, y empujó.

—¿Imyssa...?

Su voz resonó como el aliento de un espíritu. Nadie contestó al otro lado de la puerta.

—¡Imyssa! —Sintió de repente tal opresión en la garganta que le pareció como si se asfixiara.

Y una voz —aunque no era la de Imyssa— respondió a su espalda.

—¡Anghara...!

Giró en redondo. No había nadie allí. No obstante sintió una presencia, la vaga sensación de la presencia de otra mente, de otro espíritu, que se inclinaba hacia ella desde algún lugar no muy lejano.

—¡
Anghara..., ayúdame!

Algo se movió en el espejo que no era un reflejo de la habitación. La oscuridad se arremolinó en el interior del cristal, atravesada por venas rojas como la sangre, y la espalda de Anghara se estrelló contra la pared cuando retrocedió espantada.

—Anghara...

Conocía aquella voz. Y ahora, en el óvalo de cristal plateado de la pared empezaba a materializarse una figura. Vio una cabellera negra, un rostro y un cuerpo que reconoció...


¡Fenran!

El grito consiguió traspasar el bloqueo de su garganta y se precipitó hacia el espejo, cayendo de rodillas frente a él. El estaba allí, dentro del espejo, envuelto en la cambiante oscuridad, y ella arañó la inexpugnable superficie del cristal, en un intento por atravesarla y alcanzarlo. Sus uñas rascaron la fría superficie, y el reflejo de Fenran siguió mirándola a ella y también más allá de ella. Sujetó los extremos del espejo y lo sacudió con tal violencia que éste se desplazó en su marco, al tiempo que gritaba su nombre una y otra vez. Entonces la imagen del joven empezó a disolverse; la oscuridad desapareció con un remolino y Anghara se encontró mirando su propio rostro enloquecido y la imagen de la habitación que tenía a sus espaldas.

Lanzó el espejo hacia atrás, contra la pared, y se volvió; entre tropiezos se dirigió al otro extremo del dormitorio, se arrojó sobre la bordada colcha de su cama y empezó a tirar de ésta mientras gritaba y maldecía con una combinación de temor y cólera al tiempo que la colcha resbalaba de la cama y la envolvía. Se liberó de ella con un violento movimiento, se arrastró en dirección a la ventana, tendió la mano para sujetarse...

Y el rostro de Fenran apareció de nuevo, débil y distorsionado, en el cristal de la ventana.

—¡No!

La voz de Anghara sonó como un chillido salvaje y lanzó el brazo como enloquecida contra el cristal. El vidrio se hizo añicos con el golpe; la sangre empezó a manar de los cortes de sus dedos y una abrasadora sensación se apoderó de los nervios de su mano. Lanzó un siseo de dolor, aspiró una bocanada del aire frío del amanecer que penetraba por la abertura y, junto con la brisa, le llegó una oleada de color rojo que la cegó. Sintió cómo perdía el control, cómo crecía una presión sofocante e intolerable en su interior; vio inclinarse la habitación en un ángulo imposible, sintió cómo la sangre se agolpaba como un torrente en sus oídos...

Y se encontró enroscada en posición fetal contra la cama, aferrada a la colcha destrozada que ahora también estaba manchada de la sangre que manaba de sus dedos. A pocos pasos estaban los fragmentos rotos del frágil y complejo reloj, el precioso regalo de los parientes de su madre: la filigrana de plata retorcida de una forma horrible, los líquidos de colores se habían desparramado sobre las alfombras y habían desaparecido, y las esferas de cristal soplado y los tubos se habían reducido a miles de diminutas esquirlas que centelleaban frías ante sus ojos desde el suelo.

No recordaba haber roto el reloj, pero sabía por qué lo había hecho; por qué había tenido que hacerlo. Y no había conseguido nada. Seguía enloquecida; y seguía sin poder llorar.

Fenran, muerto. Su padre, su madre, su hermano muertos. Imyssa desaparecida. Amigos, compañeros que ahora no eran más que carroña en el patio. Las aves marinas sin duda habrían empezado ya su festín... y seguía sin poder llorar. Estaba viva en una forma física, pero todo lo demás, todo lo que importaba, había muerto con ellos; muertos a causa de lo que ella había arrojado sobre Carn Caille. Y ni siquiera tenía la capacidad de sentir la angustia de su propia culpa. No quedaba
nada.

Sentía una extraordinaria calma. Aunque las lágrimas no querían brotar, y el dolor y el remordimiento tampoco se querían hacer sentir, su mente estaba tranquila e imperturbable como un estanque del bosque. Tan sólo había una cosa más que hacer, una acción que acabaría con ese vacío. Debía hacerlo ahora, sin esperar más.

Su espada se había perdido en la batalla, pero no importaba; no había sido la suya propia, y la suya resultaría mucho más apropiada para esto. Se levantó, y cruzó la habitación despacio para arrodillarse junto al viejo arcón de madera que contenía sus más preciadas posesiones. Alzó la tapa —apartó deprisa el fugaz recuerdo de aquel otro arcón tan extraño de la Torre de los Pesares— y sacó la funda que contenía la fina y bruñida espada que su padre le había regalado al celebrar sus dieciocho años. Sacó la espada de su vaina, la hizo girar en la mano, y observó cómo captaba la luz de la habitación y la reflejaba con intensidad. Había cuidado de la espada con gran esmero, tal y como Kalig le había enseñado, y estaba segura de que se sentiría satisfecho de las condiciones en que estaba, pensó, como también aprobaría lo que ahora pensaba hacer.

Inclinó la cabeza y tomó la larga masa de sus cabellos sujetándolos en un grueso mechón. La primera acción debía realizarse de un solo tajo, para demostrar que sus intenciones eran firmes y bien fundadas. Imyssa hubiera insistido en ello, exhortándola a llevar a cabo la acción en la forma correcta. Sonrió, y con un único giro de la muñeca que sujetaba la espada cortó la pesada mata de cabellos, que cayó en una silenciosa lluvia sobre el suelo mientras ella los contemplaba con asombro.
Grises.
Ayer habían sido rojizos; hoy eran grises. Sonrió de nuevo y se puso en pie para sacudir la cabeza de modo que los cortados restos volaron alrededor de su cabeza como un halo; hecho esto, tomó la espada con ambas manos y la volvió hasta que su maligna y afilada punta apuntó a su corazón. Rápido, limpio: todo lo que debía hacer era echarse hacia adelante, y todo terminaría. Sin remordimientos, sin despedidas. Una sencilla retribución, una reparación por lo que había hecho.

—No, Anghara hija-de-Kalig.

Anghara dio una sacudida, la espada rígida entre sus manos y los ojos a punto de salírsele de las órbitas por la sorpresa. En una fracción de segundo su mente registró que la voz era tranquila e impasible, sin el menor rastro del eco fantasmagórico que tanto la había asustado en la aparición de Fenran. Era
real.

Volvió la cabeza, y recordó al Hombre de las Islas y a la criatura resplandeciente que la visitara.

El ser que tenía ante ella rodeado de una pálida y trémula aureola era hermoso. Si era varón o hembra o si trascendía tales consideraciones ella no lo sabía; su forma era una mezcla andrógina de delicadeza y fuerza. Su escultural figura estaba envuelta en una capa del color de las hojas recién nacidas, y sus largos cabellos tenían el cálido tono del suelo de los bosques. Unos ojos de un dorado blanquecino contemplaban a Anghara; eran ojos llenos de dolor, pero totalmente despiadados.

La espada resbaló de las manos de la princesa, y el estruendo que produjo al golpear contra el suelo tuvo el peso de una intrusión en el peculiar silencio que había descendido de repente sobre la habitación. La muchacha dio un paso atrás, al tiempo que empezaba a temblar de forma incontrolada. Luego —parecía lo único que podía hacer, la única cosa que era capaz de hacer, aunque resultaba un gesto desesperadamente inadecuado— cayó de rodillas.

—Anghara hija-de-Kalig. —El ser bajó la mirada hacia ella—. ¿Qué te hace pensar que tú, también, tienes derecho a morir?

Los dientes de Anghara castañetearon.

—Qui... quiero... —Con un terrible esfuerzo consiguió dominar su indisciplinada lengua y también su mandíbula, y musitó—: No queda otra salida...

—Entonces, ¿te das cuenta de lo que has hecho?

La princesa cerró los ojos con
fuerza.

—Sí... —La palabra surgió como un siseo.

Escuchó un roce y percibió la proximidad del ser cuando éste se acercó más.

—Durante siglos, las plagas que en una ocasión afligieron a la Tierra, nuestra Madre, han permanecido encadenadas y confinadas fuera del alcance del hombre, en la torre construida por la mano de ese devoto sirviente que conserváis en vuestras leyendas. Tus antepasados han cumplido la palabra dada a la Madre Tierra durante todos estos años. Pero tú no lo has hecho. Buscaste un conocimiento al que no tenías derecho; usurpaste un derecho que no tenías. Y ahora, por ese capricho tuyo, las cosas siniestras y malignas vuelven a estar libres en el mundo. ¿Qué tienes que responder a esto, Anghara hija-de-Kalig?

La sensación de asfixia volvía a apoderarse de Anghara. Aspiró y tuvo que luchar por llevar algo de aire a sus pulmones.

—Yo no quería... —Se detuvo, mordiéndose la lengua al comprender lo lamentables, lo inadecuadas que eran sus palabras—. Si pudiera hacer retroceder el tiempo...

—No puedes. Está hecho.

—Pero mi padre y mi madre...

—Están muertos. —La voz del ser poseía un frío tono despiadado—. Muertos, Anghara. Esa es la verdad y debes enfrentarte a ella. Fueron asesinados por los demonios que soltaste con tus propias manos... y no encontrarás refugio a tu culpa en la locura.

La muchacha contempló estúpidamente la espada, allí en el suelo, tan cerca de ella, pero, al parecer, inalcanzable.

—¿Ni en la muerte? —preguntó.

—Ni en la muerte. Morir sería fácil para ti. Abandonarías el mundo, lo abandonarías a merced de aquello que tú has soltado en él. Y eso, criatura, sería una nueva traición a la Madre de todos nosotros.

Las lágrimas empezaron a resbalar por las pálidas mejillas de Anghara. Era la primera brecha que aparecía en el muro de contención que la conmoción y la pena habían levantado en su interior, y aunque agradeció aquella liberación, era como un vino muy amargo.


Si lo hubiera sabido...
—murmuró con voz entrecortada.

—Criatura, lo sabías tan bien como cualquier otro miembro de tu raza. La Tierra, nuestra Madre, no te impuso una elección: Ella te ofreció la libertad de servirla o despreciarla, y fue tu propia voluntad la que te hizo escoger el sendero tenebroso.

La cordura regresaba. Anghara se dio cuenta, y el dolor que le produjo fue casi mayor de lo que podía soportar, ya que la obligaba a verse a sí misma como realmente era. Pero el ser resplandeciente tenía razón: no podía haber escapatoria en la locura o en la muerte.

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