Hacía tiempo que del comportamiento de Kirra había desaparecido cualquier rastro de ligereza. Los dos jóvenes habían tardado sólo unos minutos en descubrir que
Sleeth
no estaba en los establos, y un discreto pero rápido registro de la fortaleza no había revelado la menor señal de Anghara. Al principio, Fenran se había persuadido de aceptar la convicción de Kirra de que la princesa había salido sencillamente a cabalgar y que regresaría mucho antes de que empezara a oscurecer, pero a medida que pasaba el tiempo y no resonaban bajo el gran arco los cascos de un caballo su machacón sexto sentido creció en intensidad y apremio.
Esperando contra toda esperanza que esta vez vería algo donde antes no había habido nada, volvió la mirada para observar más allá de la fortaleza, protegiéndose los ojos del resplandor del sol. El paisaje permanecía vacío y silencioso; no se veía la menor señal de un jinete en la distancia que se dirigiera hacia Carn Caille.
—Fenran —Kirra le tocó el brazo—. No podemos retrasarlo más.
El joven asintió, incapaz de expresar el presentimiento que, como un depredador sanguinario, le corroía desde su interior. No pudo mirar a Kirra a los ojos; se limitó a dirigirse a las empinadas escaleras que descendían hasta el patio, y, en silencio, iniciaron el descenso.
Y cuando la torre estuvo terminada, se colocó ante su puerta un atardecer y la abrió y penetró en el interior, y cerró la puerta a su espalda, quedándose solo en aquella oscuridad sin ventanas.
La voz de Cushmagar susurró en la mente de Anghara mientras, con tan sólo una mínima vibración de protesta, la puerta de la Torre de los Pesares giró suavemente sobre sus goznes ante la presión de su mano.
Tan fácil... Había esperado encontrar candados, barras, cerrojos; pero no había ninguno. Únicamente un sencillo pestillo que se descorrió con toda facilidad, y unos viejos goznes que murmuraron ininteligibles al moverse por primera vez desde hacía incalculables siglos.
Un brillante rayo de luz del cada vez más apagado sol cayó sobre el umbral, sobre un suelo de tierra desnudo del que se alzaron motas de polvo en lánguidas espirales ante la repentina corriente de aire. Anghara sintió un nudo en la garganta, los músculos se tensaron hasta que le resultó imposible respirar, y se quedó con los ojos fijos, muda, inmóvil, en lo que la puerta y la mortecina luz del sol habían revelado.
Era un lugar muy sencillo. Una única habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda, silencioso, intocado, vacío; y la tensión sofocante que había ido creciendo en ella se transformó en otra de perpleja desilusión. Éste era el centro de la leyenda más antigua y reverenciada de Carn Caille, fuente de un terror y una superstición que estaban grabados en las almas de todos los habitantes de las Islas Meridionales. Y sin embargo, este lugar prohibido, entre cuyas paredes había residido en una ocasión el destino del mundo, no contenía
nada.
El pie derecho de Anghara resbaló con un sonido discordante sobre el árido suelo, pero el miedo que antes la había atenazado había desaparecido. Se sentía estafada: a
pesar de su resolución
de
no hacer más que mirar
al interior de la torre, el resentimiento y la curiosidad se entremezclaban para impulsarla hacia adelante, unos pasos hacia el interior. Una forma oscura se precipitó sobre el suelo, bloqueando de forma momentánea el paso de la luz y retrocedió asustada antes de darse cuenta de que se trataba nada más que de su propia sombra.
El temor a las sombras era cosa de niños. Y si la Torre de los Pesares no guardaba más terror que las sombras, entonces la leyenda era una mentira. La princesa aspiró con fuerza, paladeando el aire rancio y mohoso pero nada amenazador, y sus últimas dudas se desvanecieron. Volvió la cabeza hacia donde
Sleeth
permanecía aún y la contempló con ansiedad, luego penetró en la habitación dejando atrás la puerta. Dos pasos, tres, cuatro; ahora podía ver la pared opuesta, tan desnuda como el resto, y juzgó que debía de estar aproximadamente en el centro de la habitación. Se detuvo y, girando sobre sí misma despacio, miró a su alrededor. No sentía temor; sólo un vacío peculiar y paralizador que quedaba acentuado por el vacío físico de la torre. Muy por encima de su cabeza le pareció percibir la presencia de las antiguas vigas que sostenían el techo; no anidaba ninguna ave allí como lo hacían entre las vigas de Carn Caille. La Torre de los Pesares estaba desprovista de vida.
Pero no completamente vacía. Los ojos de Anghara empezaban a adaptarse a la penumbra ahora, y cuando se volvió otra vez descubrió algo en la esquina más alejada, justo frente a la puerta pero lejos del alcance de la luz que penetraba por ella. En un principio pensó que debía tratarse de un juego de sombras, pero no: era sólido, real y relucía con un curioso brillo mate.
Los latidos de su corazón se convirtieron de repente en un tambaleante y sonoro resonar de excitación, y de nuevo dirigió una rápida mirada por encima de su hombro. La luz se apagaba deprisa, pero aún le quedaba una media hora o más antes de que el sol se hundiera bajo la línea del horizonte para dar paso a la breve y tardía noche veraniega. Una mirada, una rápida investigación para satisfacer la curiosidad que la corroía, y podría marchar aprovechando los últimos rayos del sol para que la guiasen de regreso al valle donde estaba el río.
Se colocó de espaldas a la puerta y avanzó hacia el oscuro rincón, mareada por la emoción y sin saber qué esperar. Luego se detuvo de nuevo, y lo miró con atención.
La cosa que había vislumbrado, la cosa que relucía débilmente en la penumbra, era un arcón. En forma y tamaño no era muy diferente del arcón de su propia habitación, en el que se guardaban las ropas blancas entre capas dispersas de hierbas aromáticas. Pero al arrodillarse y estudiarlo con más atención, Anghara se dio cuenta de que estaba hecho de una sustancia que nunca antes se había visto en Carn Caille. Pensó que debía de ser algún tipo de metal, pero ningún metal que conociera tenía tal brillo; el débil resplandor que recubría su superficie era totalmente uniforme, sin embargo no ofrecía reflejos, no importaba desde qué ángulo se lo contemplara. Su color no era exactamente plateado, ni tampoco bronce, ni tampoco un acerado azul-gris; no parecía tener bisagras, y por mucho que se esforzaba, Anghara no podía descubrir ninguna línea divisoria entre el cofre y la tapa. El arcón no tenía ningún adorno, pero en el mismo centro de su superficie frontal destacaba en un ligero relieve un pedazo cuadrado de aquel mismo extraño material. ¿Un pestillo? Si así era, su diseño le resultaba tan extraño como el resto de aquel curioso artefacto, y Anghara no tenía la menor idea de cómo podría funcionar.
Durante algunos minutos se quedó contemplando el arcón, sus pensamientos hechos un torbellino. Si, como afirmaba la leyenda, nadie había puesto los pies en esta torre desde el día de la venganza de la Madre Tierra, entonces este extraño cofre metálico sólo podía haber pertenecido a una persona: el anónimo Hombre de las Islas, Hijo del Mar, que había construido la torre y velado durante aquella terrible noche. Por qué lo había llevado hasta allí para luego abandonarlo cuando salió de la torre al nuevo mundo Anghara no podía ni imaginarlo, pero al pensar en lo que el arcón pudiera contener la hizo sentir mareada de excitación. Aquí podían encontrarse las respuestas a innumerables misterios sobre aquella época remota; verdades enterradas que los historiadores, los estudiosos, los bardos y los adivinos darían todo lo que poseían y más por comprenderlas. Un tesoro de conocimientos, que sólo esperaba ser revelado. Y ella lo había desenterrado...
Pero ¿cómo abriría el arcón? Con la excitación apoderándose de ella cada vez más, Anghara ya no consideraba la sensatez de lo que hacía. El antiguo tabú se había hecho trizas, el hechizo de la Torre de los Pesares estaba roto. Todo lo que importaba era averiguar su secreto definitivo.
Pasó las manos con rapidez pero con indecisión sobre la superficie del arcón. El metal —si es que en realidad era metal— tenía un tacto extraño, casi como si pasara las palmas de sus manos sobre una lámina de cristal petrificado. Aquella sensación le resultó algo repulsiva, pero continuó hasta haber cubierto cada centímetro de su superficie. No había junturas, y se echó hacia atrás sentándose sobre los talones, irritada por su derrota. Su única esperanza estaba en el pequeño panel elevado, y estiró una mano con cautela en dirección a él. Un último resto de precaución y superstición la había hecho evitar tocarlo con anterioridad, pero si el arcón podía abrirse, entonces ése era el único medio posible. Ignorante de que se mordía el labio —una peculiaridad de su infancia que no había vuelto a mostrar durante años—, Anghara apretó las puntas de los dedos contra el pequeño recuadro.
No podía estar segura de si fue su imaginación, pero le pareció escuchar un débil, sibilante siseo, como de aire que se escapase. Lo que
no eran
imaginaciones suyas fue el terrible hedor que invadió su nariz. Duró tan sólo un instante, pero fue lo bastante fuerte y repugnante como para hacer que se echara hacia atrás, boqueando y tapándose la boca con una mano. Y mientras se balanceaba sobre sus talones, una línea delgada y oscura apareció a lo largo del arcón. Se ensanchó con rapidez, y la muchacha se dio cuenta con sorpresa de que, en silencio, sin que se la incitara más a ello, la anteriormente invisible tapa del cofre se estaba levantando.
Se alzó con un solo y suave movimiento hasta quedar vertical, para revelar su vacío interior. Durante un momento, Anghara permaneció paralizada, estupefacta tanto por la sencillez de su descubrimiento como por la extraña naturaleza del cierre; luego se abalanzó hacia adelante, sujetando los lisos extremos metálicos para atisbar en su interior.
Su exclamación de rabia, frustración e incredulidad resonó huecamente en la habitación cuando la princesa contempló el interior del arcón. No contenía nada
.
Ni una reliquia, ni una clave; ni siquiera un resto de polvo como prueba de que algo se había podrido allí dentro. El arcón estaba totalmente vacío.
Anghara se echó hacia atrás
y
se puso en pie, mareada y sin aliento, con la sensación de haber sido engañada. Había estado tan
cerca...
Había quebrantado todas las leyes, todos los tabúes para llegar hasta la Torre de los Pesares, y la torre la había decepcionado. Desolada, se volvió y dio un paso en dirección a la puerta, sin hacer el menor intento por reprimir su creciente enojo. La leyenda era un engaño, después de todo. El Hombre de las Islas no había dejado ningún legado. Allí no había nada a lo que temer, ¡no había nada allí! Quería abandonar aquel lugar asqueroso; quería alejarse de la llanura y sus infantiles y estúpidas supersticiones y regresar a la confortabilidad de Carn Caille y de los suyos. Sus ojos se llenaron de lágrimas de colérica desilusión, empañando el rectángulo más iluminado que era la entrada, y se dirigió al exterior tambaleante.
Una nube cubrió el sol, y la luz se oscureció. A su espalda, algo lanzó un suspiro suave y satisfecho.
U
n cosquilleo recorrió la nuca de Anghara como si un rayo hubiera caído a pocos pasos de donde se encontraba, y un sudor frío empezó a bañar su cuerpo. Estaba de espaldas al extraño arcón de metal, y no se atrevía a volverse, no se atrevía a mirar por encima del hombro. Se había imaginado el sonido, se dijo, mientras su pulso martilleaba angustiosamente. Estaba sola en la torre. No podía haber nadie detrás de ella.
No llegó ningún otro sonido. El silencio resultaba horrible y por último Anghara ya no pudo soportarlo por más tiempo: su miedo a lo desconocido era mayor que el miedo a cualquier revelación. Obligó a los pies a moverse y se dio la vuelta.
Entre ella y el arcón vacío se encontraba una criatura. Sus cabellos eran plateados, llevaba puesto sólo un sencillo tabardo gris y la rodeaba un halo inquietante y fantasmagórico. La contemplaba con unos ojos plateados desprovistos de toda compasión o humanidad. Los ojos paralizaron a Anghara; desesperada, deseó apartar la mirada, pero la sujetaban con fuerza, los ojos fijos en aquellos dos vórtices gemelos como un conejo hipnotizado por una mortífera serpiente. En ellos descubrió un abismo de crueldad que sobrepasaba su habilidad de comprensión, una inteligencia terrible y odiosa que se burlaba del terror paralizante que la atenazaba.
Intentó hablar, pero su garganta estaba bloqueada y su voz había desaparecido. Intentó moverse pero sus pies estaban clavados al suelo de la torre. Y el miedo se transformaba ya en terror, reprimido por una peligrosamente débil barrera que estaba a punto de ceder.
La criatura continuó contemplando a Anghara con tranquila e implacable malicia. Luego sonrió. Sus dientes eran como los dientes de un felino, pequeños, afilados, feroces: la mueca transformó su rostro en algo monstruoso y maligno; y, como un puño invisible que la golpeara en la boca del estómago, la barrera que se interponía entre Anghara y el terror ciego se partió.
Su propia voz rebotó en estridentes ecos por la Torre de los Pesares cuando lanzó su grito, dando paso al negro maremoto de horror que la recorrió. La parálisis que la atenazaba se hizo pedazos y se precipitó en dirección a la puerta, chocó contra el dintel y rebotó, y salió tambaleante de la torre para ir a caer con fuerza sobre el hombro. Incapaz de coordinar lo suficiente sus movimientos para ponerse en pie, se arrastró y avanzó a gatas en dirección a donde había estado
Sleeth,
gritando desesperada el nombre de la yegua. El violento resplandor rojizo de la puesta del sol cayó sobre ella,
pero desaparecería, desaparecería, muy pronto, y ella moriría, todo moriría...
El suelo pareció deslizarse bajo sus pies sin previo aviso, como si las mismas dimensiones del mundo se hubieran visto alteradas de repente. Anghara cayó cuan larga era al suelo, se debatió para levantarse de nuevo, y se balanceaba sobre sus dos pies ya cuando la vibración dio comienzo. Se oyó un ruido sordo, como de una titánica tormenta en la distancia...; la tierra tembló, y a su espalda se elevó una enorme sombra, una sombra de oscuridad que ocultaba el moribundo día. La torre se estremecía, las enormes piedras se entrechocaban unas con otras, la argamasa se resquebrajaba, las vigas se partían...
—
¡
Sleeth!
Anghara se tambaleó hacia adelante, cayó de rodillas, se levantó de nuevo con un esfuerzo sobrehumano. Delante de ella, en medio de la rojiza penumbra, algo se movió, interpuesto en su camino: las manos de la muchacha saltaron hacia fuera y se apoyó contra el costado de la yegua, sus dedos enredándose en la tira de un estribo.
Sleeth
se agitó temerosa, la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados; arrastró a Anghara con ella mientras la princesa luchaba por sujetarse al pomo de la silla y tomar las riendas, entonces le pisoteó la mano a su dueña mientras ésta luchaba en vano para contenerla. El dolor eclipsó por un momento el pánico de Anghara: su mano se cerró sobre un mechón de las crines de
Sleeth
e invocó todas sus energías en un desesperado esfuerzo por montarse en la yegua y sujetarse con ambas piernas sobre su lomo.
Sleeth
se encabritó y salió al galope, estribos y riendas revoloteando mientras la princesa se aferraba precariamente a su cuello; por fin consiguió sujetar una rienda cuando ésta le dio en el rostro, y tiró de ella con determinación, dándole una orden con voz aguda a la vez que conseguía refrenar la salvaje y errática carrera de
Sleeth.