La amable aseveración de Shen-Liv de que no correría peligro cuando se enfrentase al shafan no le producía un gran consuelo. Todo estaba muy bien para el sonriente anciano y sus satisfechos compañeros; a ellos no se los obligaría a arriesgar la vida enfrentándose a un demonio, y tampoco eran las suyas las manos que se alzarían para matarlo. Habían dejado de lado las dudas de la muchacha, ignorado sus temores, y negado incluso el privilegio de saber, antes de que llegara el momento, qué era lo que esperaban exactamente que hiciera. A menudo, cuando la rabia y la miseria derrotaban a la paciencia que luchaba por engendrar en su interior, Índigo decidía decir a los het, cuando condescendieran a verla de nuevo, que su plan era una auténtica locura y que no quería tomar parte en él. Pero aquel impulso se desvanecía siempre en cuanto recordaba, como había indicado Shen-Liv sin la menor sutileza, que no tenía otra elección.
De este modo pasaron las horas y los días, hasta que, mientras la lóbrega luz del sol que penetraba por debajo de su ventana empezaba a alterar su forma (había creado un tosco sistema para calcular la hora mediante los cambios de luz, y adivinó que era media tarde), la puerta se abrió de un empujón y el hombre joven que había conocido brevemente durante su primera noche en el pueblo apareció en el umbral.
Indicó con un dedo en dirección a la luz del día y dijo conciso:
—Ven.
Índigo hizo intención de ponerse en pie, pero se detuvo, indignada por sus modales.
—¿Adonde? —exigió.
El hombre la miró sorprendido, como si no hubiera esperado tal temeridad.
—Todo está listo. Ir al bosque con puesta de sol.
Índigo sintió una sacudida en su interior, y apretó las mandíbulas enojada.
—¿Esta noche? —repitió—. Sin previo aviso, sin...
El la interrumpió con altanero desprecio.
—Todo preparado. No ser quién tú para decir nada.
—¡Oh, pero sí que lo soy! —Se puso en pie furiosa—. ¡Tus mayores me han dejado aquí durante tres días sin contarme ni una palabra de sus planes, y ahora se espera que dé un salto y me limite a ir a donde me digáis y cuando me lo digáis, sin hacer preguntas y sin que se me den respuesta! —Se arrancó el chaquetón que llevaba echado sobre los hombros y lo arrojó con fuerza sobre el jergón que le hacía las veces de lecho—. ¡Puede que vosotros consideréis este trato correcto, pero yo no!
El joven la contempló como podría haber contemplado un pozo de inmundicia.
—Los het dicen tú venir, tú vendrás.
La cólera de Índigo se desbordó.
—¡Y yo digo no! Dile a tus het que si quieren algo de mí, podrían demostrar una elemental cortesía y
pedírmelo,
en persona y no mediante sus sirvientes. ¡No pienso correr a sus pies como un perro adiestrado!
No sabía si el joven había comprendido todo lo que había dicho; éste se limitó a seguir mirándola con asombro. Luego, sin decir una palabra, se inclinó hacia adelante y escupió deliberadamente en el suelo antes de dar media vuelta y abandonar la cabaña.
Índigo se dejó caer de nuevo en el jergón. El corazón le palpitaba con fuerza y sentía cómo le ardían las mejillas. Se sentía terriblemente insultada, pero ahora que el objeto de su furia había desaparecido, su enojo empezaba a apaciguarse, e incluso consiguió esbozar una sonrisa forzada. ¿Cómo reaccionarían los ancianos ante el mensaje? ¿Lo tomarían en consideración, o simplemente se vengarían de su desafío ordenando que la arrastrasen de forma ignominiosa a su presencia?
Pronto recibió respuesta a su pregunta. La alertó el sonido de voces masculinas airadas algo más allá de las paredes de la cabaña, luego alguien espetó una orden —pensó que el tono le era familiar, pero no estaba segura— y escuchó unos pasos que se acercaban a la puerta. La luz del sol cayó sobre ella, y vio la marchita figura de Shen-Liv.
Éste la miró de arriba abajo, luego le dirigió una breve reverencia. Sus ojos la contemplaban hostiles.
—Mi nieto Tarn-Shen informar a mí que tú cambiar idea —dijo.
Así que el arrogante joven estaba emparentado con Shen-Liv. Y tal y como hubiera debido esperar, había transmitido su mensaje erróneamente; a lo mejor de forma deliberada.
Sacudió la cabeza.
—No, Shen-Liv, no es eso lo que he dicho. Sencillamente indiqué que mi cooperación depende de que se me concedan ciertas cortesías básicas, en lugar de tratárseme como a una esclava.
La mirada de Shen-Liv se desvió por un brevísimo instante en dirección a la puerta.
—Eso no es lo que Tarn-Shen decir.
«Maldito sea tres veces lo que Tarn-Shen te dijo», pensó Índigo, pero se guardó aquella agria respuesta.
—A lo mejor malinterpretó mis palabras.
—Entonces por favor decir lo que tú querer decir. —Estaba claro que Shen-Liv no estaba muy convencido—. Todo preparado para atrapar shafan esta noche, y deseamos poner en marcha.
Los ojos de Índigo ardían.
—Shen-Liv, vosotros habéis hecho vuestros planes. No me habéis contado nada de lo que implican esos planes, ni mucho menos me habéis consultado; sin embargo seguís esperando que tome parte en vuestro proyecto. El mensaje que intenté dar a vuestro nieto es bastante simple: no tomaré parte a menos que me expliquéis, con todo detalle, qué es lo que implican vuestros planes y qué se espera exactamente que yo haga.
Shen-Liv parpadeó sorprendido.
—No necesario. Cazadores dirán a ti qué es necesario cuando llegar momento.
—No. —Meneó la cabeza con énfasis—. Debo saberlo todo antes de ponerme en marcha. O tendréis que buscar en otro lugar a vuestro cazador de demonios.
Podía ver la lucha que tenía lugar en el interior de Shen-Liv reflejada en su rostro. Disgusto, indignación, enojo... pero también cautela; y por último la cautela triunfó. Aunque se le hacía cuesta arriba, la prudencia dictaba que, por una vez, cediera.
—Muy bien. —No hizo el menor intento por ocultar su resentimiento—. Será como tú desear. Vendrás conmigo, y todo se te contará. —Se volvió con gran dignidad para conducirla fuera de la cabaña, entonces al llegar al umbral se detuvo y volvió la cabeza—. Y, por favor, no pelearás más con Tarn-Shen. Nosotros querer derramar sólo sangre shafan, no la nuestra.
Índigo tomó su chaqueta.
—No tengo la menor intención de pelear con él —anunció—. Siempre y cuando él no intente pelear conmigo.
Los ojos de Shen-Liv le mostraron una clara antipatía.
—Tú tener mucho que aprender, creo. —Le dio la espalda de nuevo y cruzó el umbral.
Cuatro horas más tarde, Índigo y su escolta salían a caballo del pueblo. El sol era una bola de fuego en el horizonte de un cielo al que la neblina del atardecer daba un color de latón; a su espalda, el pueblo quedaba sumergido en la sombra de la colina, mientras que ante ellos, a lo lejos, el río centelleaba sanguinolento como una arteria abierta.
Había seis hombres en el grupo que rodeaba a la muchacha montada en su alazán hembra; todos iban fuertemente armados con cuchillos, lanzas
y
cortos arcos mucho más sencillos que la ballesta de Índigo pero sin duda muy efectivos a su manera. Uno de ellos llevaba también el arpa y el arco de Índigo sujetos a su silla. A su cabeza, guiándolos, iba Tarn-Shen.
Índigo había intentado discutir la decisión de Shen-Liv de que fuese su nieto el que encabezara el grupo, pero el anciano het se había mostrado inflexible. Sus razonamientos eran bastantes plausibles; Tarn-Shen era un cazador hábil y hablaba su lengua bastante bien. Sin embargo, ella sospechaba que había una segunda intención detrás de sus insistencia. Tarn-Shen dejó bien claro que consideraba tal comisión por debajo de su categoría, e Índigo se preguntó si Shen-Liv no le habría ordenado ir sencillamente como una cuestión de principio para comprobar su obediencia. Mientras se preparaban para partir había escuchado por casualidad una violenta conversación en susurros entre los dos hombres, y al parecer Tarn-Shen había capitulado ante su abuelo con muy poca elegancia.
Pero a pesar de su patente hostilidad, Tarn-Shen ocupaba sólo una parte muy reducida de los pensamientos de Índigo. Cuando el último caballo hubo salido de la empalizada miró por encima del hombro, pero no pudo ver ni rastro de Shen-Liv entre los que los observaban en el interior del recinto. Los otros het no se habían sentido satisfechos ante el ultimátum de la muchacha, y tuvo la impresión de que Shen-Liv había perdido considerable prestigio entre sus colegas al ceder ante ella. Si todo salía bien aquella noche, empezaba a preguntarse si no sería más sensato no regresar al poblado, y despedirse de su escolta en el bosque para cabalgar toda la noche de regreso a Linsk. En caso que su escolta le permitiera hacerlo...
Índigo lanzó una rápida y furtiva mirada a Tarn-Shen mientras un nuevo y desagradable pensamiento le venía a la mente. Había ofendido a Shen-Liv con su negativa a someterse por completo a su voluntad, y no tenía la menor idea de hasta qué punto tenía importancia para aquellas gentes el sentido de lugar y protocolo. Para él, el insulto que le había infligido podía ser lo bastante importante como para instarlo a buscar venganza una vez la misión de la muchacha hubiera concluido. Y un pariente cercano sería un instrumento de confianza para tal venganza.
Unas zarpas invisibles y heladas le provocaron un hormigueo en la columna vertebral y reprimió un escalofrío, obligándose a concentrar sus energía en controlar a la yegua, que estaba totalmente recobrada de su torcedura y asustadiza después de tres días de inactividad. Lógicamente, la idea de que un incidente tan insignificante hubiera podido poner su vida en peligro resultaba absurdo, pero era reacia a descartarlo como algo imposible. Hasta que tuviera un arma en las manos, y la libertad para utilizarla si era necesario, haría muy bien en tener gran cuidado.
El grupo se estiró en una fila de uno en uno a medida que el sendero que seguían se estrechaba entre dos extensiones de hierbas altas acribilladas de montecillos y madrigueras. A lo lejos, Índigo discernió la faja gris verdosa del bosque que invadía el paisaje, y calculó que alcanzarían sus límites justo cuando el sol se hundiera del todo en el horizonte. Esto, según la explicación que por fin, aunque a regañadientes, había recibido de Shen-Liv, quería decir que los cazadores podrían colocar su trampa al amparo de la hora posterior al ocaso, y sin embargo estar listos para hacerla funcionar cuando cayera la negra oscuridad de la noche. El shafan, había dicho, era ante todo un habitante de la oscuridad, y con cuidado y buena suerte no sospecharía nada raro hasta que fuese demasiado tarde.
A Índigo le parecía que Shen-Liv y los demás ancianos confiaban demasiado en factores tan poco sólidos como la cautela y la buena suerte al urdir su plan para atrapar al shafan. Cuando le fueron revelados los detalles se había sentido asombrada y disgustada: la estratagema era muy simple, ingenua, y no preveía ninguna salida para la media docena o más de cosas que podían salir mal. Había intentado comunicar sus recelos al anciano, pero cada uno de sus argumentos le fue rechazado por inútil. Nada iría mal, le aseguró Shen-Liv. Los het habían dado su aprobación al plan; y ¿no recordaba la afirmación de la Abuela de que ella tenía poder contra los demonios, que estaba bendecida por la Madre Tierra? ¿Qué otra seguridad necesitaba? El éxito era seguro: Índigo no tenía que hacer más que seguir sus instrucciones.
Y sus instrucciones eran completamente claras. Ella sería el cebo de la trampa, el cebo solitario colocado para atraer al shafan. Con su arpa debería primero atraerlo y luego arrullarlo, y con una saeta de su ballesta, sobre la que la Abuela había murmurado las palabras mágicas apropiadas, lo mataría.
Cuando comprobó que los het no atendían a razones, les gritó. Fue una protesta inútil, pero la frustración invocada por su ciega complacencia la había puesto fuera de sí, y maldijo, rabió, y les lanzó improperios hasta quedarse sin aliento. Ellos se limitaron a aguardar impasibles hasta que su furia se apaciguó, entonces Shen-Liv repitió sus instrucciones como si ella no hubiera pronunciado ni una sola palabra de desacuerdo. Hubo, no obstante, una sutil pero inconfundible sombra de amenaza en su voz; reforzada por la repentina y silenciosa aparición, mientras él hablaba, de dos hombres armados con lanzas que surgieron de entre las sombras del extremo opuesto de la habitación. Ante aquello, la cólera de Índigo se desmoronó y chocó con la cruda realidad. No podía luchar contra ellos. Si lo intentaba, la matarían: les había presionado todo lo que ellos estaban dispuestos a tolerar.
Así que ahora cabalgaba en dirección al bosque acompañada de seis guardas, conducida por un hombre al que aborrecía y en el que no confiaba, para ir a matar a un demonio. Y debería luchar contra el demonio sola, con tan sólo un arpa y una ballesta sobre la que la anciana había murmurado unos conjuros. Era una locura.
Una locura.
Tarn-Shen volvió la cabeza en aquel momento y sus ojos se encontraron con los de ella por un breve instante cuando paseó la mirada por el convoy. Le dedicó una sonrisa, sin la menor simpatía, e Índigo recibió la desagradable y supersticiosa sensación de que de alguna forma había leído sus pensamientos y estaba de acuerdo con sus sentimientos. Y si él creía, también, que era más probable que fuera ella y no el shafan quien muriera aquella noche, no intentaba fingir la menor lástima.
Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de las riendas
y
desvió deprisa la mirada al tiempo que intentaba contener la sensación de náusea de su estómago.
El único sonido presente en la periferia del bosque era el insidioso susurro de las hojas que el viento agitaba. Índigo se quedó junto a la cabeza de su caballo, con los ojos clavados en la oscura penumbra ante ella mientras esperaba que tres vaqueros-cazadores encendieran sus linternas. Con los últimos rayos del sol relucientes aún en el cielo, la ausencia de trinos de pájaros resultaba horripilante, ya que daba la impresión de que el bosque carecía de vida, una puerta a un mundo muerto y petrificado. La yegua estaba nerviosa, e incluso cuando las linternas por fin estuvieron encendidas y dibujaron sombras sobre los troncos de los árboles con su desnudo resplandor azulado, se negó a tranquilizarse, como si su instinto animal le dijera que algo no iba bien.
Tarn-Shen se dirigió con paso altivo hasta donde aguardaba Índigo, y se quedó mirándola. Bajo la luz vacilante de las lámparas su rostro tenía la palidez enfermiza de un cadáver.