Intentó que su nerviosismo no se reflejara en su rostro, y se inclinó para juntar las palmas de las manos en lo que esperaba fuera un gesto universal de amistad.
—Saludos, amables señores. —Hablaba despacio; existía la posibilidad de que tuvieran algún conocimiento de la lengua de un país vecino.
La escudriñaron con la mirada; luego uno de ellos agitó su lanza en un gesto que no fue capaz de interpretar y replicó en un idioma que no comprendió. Era una curiosa mezcla de sonidos guturales y de sonsonetes, y la muchacha sacudió la cabeza.
—Lo siento. No os comprendo. —Para dar más énfasis a sus palabras, extendió los brazos en gesto de impotencia.
Los hombres se consultaron algo y luego el que se había dirigido a ella acercó su peludo poni e indicó a la yegua con un sonido de interrogación.
—Mi caballo está cojo. —Índigo imitó, como pudo, a un caballo cojo, y se inclinó para tocar la pata delantera del animal—. Y yo también, me he hecho daño en una pierna.
Debieron de comprender la esencia de lo que les decía, ya que el hombre le hizo una señal con la lanza para que se apartara mientras su compañero desmontaba y se acercaba a examinar la yegua. Sabía lo que hacía; el animal apenas si se movió, y cuando lo hizo él le canturreó tres notas en voz baja que parecieron calmarla. Terminado el examen, volvió su atención a Índigo, indicó el morral y dijo algo que ella interpretó como una orden para que lo depositara en el suelo.
Se desató el morral con inquietud y lo colocó sobre la hierba junto a su arpa y su arco. Mientras el primer hombre mantenía la lanza dirigida a su estómago, el otro llevó a cabo un veloz y silencioso inventario, e Índigo observó con agitación cómo sus posesiones eran cargadas en un serón sujeto al lomo de uno de los ponis. Cuando hubo concluido, el que la vigilaba apagó a pisotones los restos de la hoguera, volvió la lanza y la empujó con el mango, indicando hacia el poni que no llevaba carga. Ella asintió con la cabeza para indicar que había comprendido. Si lo que querían era que montara, aquello era una buena señal; al menos no pensaban matarla de inmediato.
Cuando demostró ser incapaz de montar sin ayuda, el hombre maldijo por lo bajo —Índigo dio por sentado que la maldecía a ella— y la subió con malos modos sobre el lomo del caballo, aunque tomó él las riendas. La lanza seguía su inquieto balanceo cerca del indefenso cuerpo de Índigo, pero de momento no parecía estar en peligro, y no protestó cuando el segundo hombre condujo su yegua y se pusieron en marcha alejándose del delta.
E
l poblado de los vaqueros estaba metido entre dos pliegues del terreno, una serie de casas de color pardo que se recortaba contra las verdes laderas de las colinas que los protegían. Cuando se acercaron a la entrada de la empalizada les salió al paso un corro de niños que los rodeó para contemplar absortos y en silencio a la extranjera; ataviados con ropas de colores brillantes y de rostros menudos y solemnes, eran reproducciones en miniatura de sus mayores. La voz aguda de una mujer les ordenó que se marcharan, y, de mala gana, se dispersaron mientras los anfitriones de Índigo —o sus capturadores— la conducían a través de la puerta.
Tuvo poco tiempo para adquirir una primera impresión del poblado, quedándose sólo con una imagen de casas de una sola planta y techo de paja colocadas en un tosco círculo alrededor de un polvoriento y pisoteado pedazo de terreno con un pozo en su centro. Unos pequeños campos de labranza se desparramaban ladera arriba más allá de los edificios; cerca de la cima vio una bomba de irrigación movida por dos perros sujetos a un malacate que giraba con lentitud. Más perros, primos lejanos de los perros de caza de las Islas Meridionales, se acercaron haciendo fiestas o gruñendo, según la naturaleza de cada uno, en torno a las patas de los caballos; la yegua dio un quiebro nerviosa y puso los ojos en blanco hasta que una lacónica orden de uno de los hombres los hizo marchar.
Mientras la yegua se tranquilizaba de nuevo, una anciana se abrió paso por entre la multitud hacia ellos, y los aldeanos se apartaron con una deferencia que daba a entender que era una persona importante. Era grotescamente gruesa, y en contraste con las ropas de brillantes colores que la rodeaban, sus muchas capas de ropa eran totalmente negras. Su único adorno consistía en una cinta de discos de cobre batido alrededor de la cabeza; bajo ella sus ojos relucían negros y agudos en un rostro agrietado como un estrato rocoso. La mujer se detuvo y contempló a Índigo de arriba abajo como si evaluara una res en un mercado. Luego se volvió, hizo señas imperiosamente a dos mujeres que permanecían de pie allí cerca y lanzó una aguda y entrecortada andanada de órdenes.
Las mujeres se adelantaron presurosas y la lanza del hombre señaló en dirección a la pierna de Índigo; debía desmontar y dejar que la atendieran. La muchacha apenas si podía apoyar su pie izquierdo en el suelo; al comprobar su incapacidad de andar, las mujeres empezaron a parlotear como pájaros asustados y medio la acompañaron medio la transportaron hasta un edificio alargado con el tejado de paja, que parecía una especie de casa comunal. La depositaron sobre un jergón relleno de brezos cerca de un perezoso fuego de turba que ardía en el centro de la habitación, y con mucha gesticulación empezaron a sacarle la bota del pie izquierdo. Permaneció callada mientras parloteaban, los ojos fijos en su tobillo hinchado, y se sometió a la aplicación de una cataplasma. A pesar de que no podía entender ni una palabra de su locuaz conversación, su actitud la tranquilizó, ya que parecía indicar que era una invitada, más que una prisionera.
Casi habían terminado su trabajo cuando la puerta se abrió y un raudal de luz entró en la sala; la anciana de negro hizo su aparición, acompañada de un hombre igualmente anciano, calvo y con una barba rala adornando su barbilla. También él llevaba discos de cobre en la frente, y, por la rapidez con que sus dos cuidadoras se pusieron en pie respetuosamente, Índigo adivinó que aquellos dos debían de ser los habitantes de más edad del poblado.
Hizo un gesto apologético para demostrarles que no podía alzarse para saludarlos, y el anciano levantó una mano, mientras su arrugado rostro le dedicaba una sonrisa cortés pero reservada.
—No levantar —dijo, en el mismo idioma de Índigo.
La muchacha parpadeó, sorprendida.
—Gra... gracias.
—Yo ser Shen-Liv —le comunicó el anciano—. ¿Tú ser...? —Enarcó las cejas con gesto interrogativo.
—Índigo. —Efectuó una reverencia lo mejor que pudo desde su posición de sentada—. De las Islas Meridionales.
—Islas Me-ri-dio-na-les. —Lo pronunció con un énfasis peculiar—. Ah, sí. Conocemos bien.
—Habláis nuestra lengua de un modo excelente, señor.
La sonrisa de Shen-Liv se cubrió de humildad.
—Comerciamos con Scorva, las Islas Meridionales, otros lugares. Caballos por... —buscó la palabra apropiada—, por metal.
La anciana, que la había estado observando con una inquietante falta de expresión, lanzó de repente una retahila de preguntas ininteligibles. Shen-Liv las contestó con rapidez, luego miró de nuevo a Índigo.
—La Abuela quiere saber: ¿cómo tú llegas aquí, con pierna enferma, tu caballo también con pierna enferma?
Índigo sonrió con cierta tristeza.
—Me hice daño al caer y tuve que pasar la noche en el bosque. Esta mañana iba de regreso a Linsk cuando mi yegua introdujo la pata en el agujero de una madriguera y se quedó coja. Dos de vuestros hombres me encontraron, y me trajeron aquí.
—Ah. —Shen-Liv asintió, luego la miró de arriba abajo—. Tú caes. ¿Del caballo?
—Sí.
—Los buenos jinetes no caer sin buen motivo, y tu yegua no parecer mal adiestrada. —La implicación de que probablemente ella era una incompetente resultaba obvia.
—No —respondió Índigo con un ligero nerviosismo en la voz—. Un animal que encontramos en el bosque asustó a mi yegua. —Se interrumpió; recordó su enorme tamaño, sus ojos relucientes, el pánico. Shen-Liv interpuso con rapidez:
—¿Animal? ¿Qué animal era ése?
Sacudió la cabeza y respondió con voz fatigada:
—No lo sé. Sucedió tan deprisa... No estoy segura. —Se pasó la lengua por los labios resecos—. Quizás... un lobo.
La Abuela dejó escapar un «¡Ja!», como si ésta fuera una palabra que conociera, y el rostro de Shen-Liv adquirió un aspecto más severo y concentrado.
—¿Lobo?
—Sí. Eso... creo. Y más tarde, durante la noche, algo se acercó al fuego que encendí: no lo vi con claridad, pero lo... lo escuché.
El anciano entrecerró los ojos y la estudió con atención, como si sospechase que pudiera convertirse en un licántropo en cualquier momento y metamorfosearse ella misma.
—
Crees
que fue un lobo —dijo poniendo énfasis en el verbo receloso—. ¿Qué significar tú con eso? Un lobo es un lobo: o ver o no ver.
—No puedo estar segura. —No lo miró a los ojos, y la Abuela avanzó arrastrando los pies hasta que quedó a un paso del lugar donde Índigo se sentaba.
La anciana miró con fijeza a la muchacha, su expresión todavía ilegible, luego retrocedió y le espetó algo a Shen-Liv. Índigo recibió la impresión de que a la mujer o bien no le gustaba o desconfiaba de lo que había visto.
—La Abuela decir que tú no contar toda la verdad —le informó Shen-Liv—. Decir hay algo más, algo tú mantener en secreto.
Así que la anciana era vidente. Debiera haberlo sabido; debiera de haberse dado cuenta de que, al igual que las brujas de las Islas Meridionales, percibiría las evasivas de la misma forma que un perro olía a la liebre. Ya había perjudicado bastante su propia causa, seguir fingiendo sólo empeoraría las cosas. Les contaría la verdad, por muy increíble que ésta pareciera.
Shen-Liv añadió con brusquedad:
—Esperamos.
Índigo suspiró.
—Muy bien.
Hay
algo más. No os lo dije, porque pensé que no me creeríais. —Levantó los ojos por fin con candidez—. Ni siquiera sé si yo misma lo creo. Pero la criatura que se acercó a mi campamento, fuera lo que fuese, tuve la impresión de que...
me hablaba.
—Tragó saliva, deseando tener a mano una jarra de agua—. ¿Sabéis de algún lobo que pueda hacerlo?
Se produjo un gran silencio. El anciano la miró fijo; entonces la Abuela le golpeó con el codo con fuerza e inquinó con energía:
—¿Ja?
Se volvió hacia ella y le habló rápidamente en voz baja, y la anciana efectuó una señal contra el mal de ojo y siseó una respuesta. Shen-Liv escuchó con atención lo que le decía, asintió, y le hizo una inclinación de cabeza, tras lo cual, ella se volvió con brusquedad y se dirigió a la puerta. Las dos mujeres que habían atendido a Índigo salieron corriendo detrás de ella y a los pocos momentos la desvencijada puerta se cerraba a sus espaldas, dejando a Índigo y a Shen-Liv a solas.
Shen-Liv se acomodó encima de un jergón al otro lado del fuego y cruzó las manos sobre el regazo. Bajo la vacilante luz de las llamas su rostro parecía tallado en granito, y unas rojas puntas de alfiler se reflejaban en sus ojos.
—Bien —dijo con suavidad, pero en un tono que no era para tomarlo a la ligera—. Contar toda tu historia, ahora.
Y de esta forma, Índigo relató todo lo que le había sucedido desde su llegada al País de los Caballos a bordo del
Greymalkin.
Fue un relato muy breve; pero cuando llegó a la descripción de la criatura que había merodeado alrededor de su fuego, y de los sonidos guturales que, a ella, le habían parecido escandalosamente similares al habla humano, Shen-Liv exigió conocer todos los detalles: lo que había visto, cómo había reaccionado, lo que pensaba que el inoportuno visitante le había dicho. Índigo descubrió que su memoria era dolorosamente fiel: las atormentadas palabras,
«Música, me gusta la música»,
resonaron en su cabeza mientras las repetía al anciano, y, cuando por fin terminó su relato, éste se sentó sobre sus talones, con rostro solemne.
—Es como la Abuela decirme —dijo—. Tú mucha suerte de no morir en el bosque. Fue la música, creo, la que salvar del demonio tu vida.
El color desapareció del rostro de Índigo.
—¿Demonio?
—Sí. El lobo no era un lobo. Era un
shafan.
Y, al ver que la joven estaba a la vez desconcertada y acobardada, Shen-Liv le explicó de qué se trataba. El shafan era un demonio del País de los Caballos, ni hombre ni animal pero con elementos de ambos; un devorador de carne, un merodeador, un asesino. Según la leyenda podía tomar la forma de cualquier criatura, pero acostumbraba a escoger la de un depredador: lobo, leopardo blanco o carcayú. Que él recordase, dijo Shen-Liv, no se había visto nunca un shafan en las praderas ni en el bosque: los ritos mágicos y los sacrificios que celebraban las ancianas mantenían a raya a tales diablos. Pero durante la primera luna llena del invierno, dos vaqueros informaron haber visto un lobo de un tamaño anormalmente grande cerca del río. Los cazadores salieron en su busca temiendo por sus yeguas, pero no encontraron nada. Más tarde llegaron noticias sobre ataques a las manadas de ponis, de un poblado situado a un día de distancia a caballo. Un animal, o dos como máximo; no una manada de lobos, decía el mensaje; pero no había en la región ningún animal salvaje lo bastante grande como para vérselas con un caballo adulto a menos que fuera en grupo. Luego siguieron llegando más noticias de gente que había visto algo, todo ello añadió leña al fuego: un lobo enorme visto fugazmente en el bosque, una criatura que vagaba por los llanos que gritaba con la voz de un hombre y en lengua humana pero que cuando se le salía al paso huía entre gruñidos, una aparición oscura y delgada de ojos llameantes descubierta cuando atisbaba justo detrás de la empalizada del poblado. Las sospechas y los rumores se convirtieron al fin en certeza: un shafan rondaba por las praderas. Y ahora la misma experiencia de Índigo lo había confirmado más allá de la duda.
—Tú tener mucha suerte —le dijo Shen-Liv con enfática gravedad—. Es raro que un humano y un shafan se encuentren
y
el humano siga vivo. —Arrugó la frente—. No es una muerte agradable, creo.
Índigo reprimió un escalofrío.
—Dijisteis que mi música me salvó la vida. No lo comprendo.
—Ah, sí. La música es algo mágico, eso dicen las mujeres. Puede... —Vaciló al no encontrar las palabras adecuadas en aquel lenguaje con el que no estaba demasiado familiarizado—, puede
seducir
al shafan, hacer que no atacar, si la música es la correcta. ¿Comprender?