Índigo se detuvo a mitad de pensamiento mientras su mente y su cuerpo quedaban paralizados.
«¿Índigo?»
La ansiosa pregunta de
Grimya
pareció llegarle desde miles de kilómetros de distancia; no le pareció que tuviera nada que ver con ella, no pudo contestarla. Un graznido inarticulado sonó en lo más profundo de su garganta, y se quedó mirando, horrorizada, incrédula, aturdida, a la figura encorvada y dolorida que apareció entre las sombras del otro extremo del puente de piedra. Cabellos oscuros, enmarañados y lacios, impregnados de sudor; el cuerpo contorsionado, los ojos medio ciegos y febriles en sus hundidas cuencas. Y sangraba. Todavía sangraba...
Una ilusión, aulló su cerebro; ¡una ilusión! Pero la lógica se desmoronaba ante el ataque de una esperanza salvaje y vehemente, y sintió que perdía el control.
—F... Fen...
«¡Índigo!»
El grito mental de
Grimya
sonó frenético al darse cuenta la loba del peligro; pero su advertencia no fue escuchada. Índigo jadeó con violencia, y cuando habló su voz era apenas reconocible.
—Fenran...
El hombre del otro lado del puente levantó la cabeza, e incluso aquel pequeño movimiento pareció provocarle un gran dolor. Sus ojos, oscurecidos por cataratas, intentaron enfocar el lugar del que había salido el grito, y
Grimya
lo vio llevarse una mano al rostro, sobresaltado, y escuchó la voz fantasmal que resonó por todo el cañón.
—¡Anghara!
Índigo lanzó un chillido, y con un sorprendente rasgo premonitorio
Grimya
encogió los músculos y se lanzó hacia adelante en un intento desesperado de detener a su amiga. Llegó demasiado tarde. Índigo se precipitó sobre el puente, y en el mismo instante en que su pie tocó la primera piedra de la estructura, el puente y Fenran se desvanecieron. Durante un terrible instante,
Grimya
la vio balancearse sobre la repisa, agitando los brazos violentamente; entonces, con un aullido de terror, Índigo cayó por el borde de la grieta.
«¡Índigo!»
El angustioso grito mental de
Grimya
surgió de ella en forma de agudo y desesperado grañido, y sus patas arañaron las piedras sueltas mientras se arrastraba tan cerca del borde del precipicio como se atrevió.
«¡Índigo!»
Se sintió invadida por la pena; desde luego no podía esperar que su amiga hubiera sobrevivido a una caída semejante...
—
Grimya...
—La voz le llegó muy débil desde un poco más abajo de la repisa del precipicio, y la loba dio un respingo, mientras todos sus músculos se ponían en tensión—. Estoy aquí,
Grimya...,
debajo de ti. Ten cuidado; el borde no es firme...
Grimya
miró por encima de la repisa, y la vio. Se había deslizado no más de diez metros ladera abajo, y permanecía con el cuerpo pegado a la pared, los pies apuntalados precariamente en un pequeño reborde, mientras que con ambas manos se sujetaba a unos pedazos de roca que sobresalían. Su rostro estaba manchado de polvo y lágrimas, y se mordía con fuerza el labio inferior.
«¡Índigo!»
La sensación de alivio de
Grimya
duró poco.
«¿Estás herida?»
—No, no... lo creo. Sólo... trastornada. Y apenada, tan apenada...
«No vale la pena lamentarse; lo que está hecho está hecho. ¿Puedes subir?»
—No lo sé..., cae a plomo justo debajo de mí, me parece... ¡No, no intentes mirar! —añadió cuando la loba iba a inclinarse—. Puedes perder el equilibrio. —Aspiró con fuerza dos veces, y se sacó un mechón de pelo de la boca con la lengua—. Creo que puedo subir, pero si por desgracia resbalo, no hay ninguna otra cosa que pueda detener mi caída.
Hizo intención de volver la cabeza para mirar por encima del hombro, pero se lo pensó mejor. Recuerda los acantilados de las Islas Meridionales, se dijo. Esto no es peor; sólo más alto.
Grimya
contempló llena de inquietud cómo Índigo se sujetaba con más fuerza a sus asideros y, con mucho cuidado, levantaba un pie hasta que sus dedos rozaron una estrecha grieta. Introdujo la bota en la hendidura y, con los ojos cerrados y los dientes apretados, levantó el otro pie de la repisa, con lo que la grieta tuvo que soportar todo su peso. No cedió; encontró otro punto de apoyo, algo más arriba; hundió su otro pie en él, empujó. Mano sobre mano, con insoportable lentitud, se fue izando ladera arriba, hasta que por fin
Grimya
pudo inclinarse hacia ella, asir el hombro de su chaqueta entre sus dientes y ayudarla a encaramarse sobre el saliente hasta quedar a salvo.
Índigo se tendió cuan larga era sobre la repisa, con la frente apretada contra el suelo, y los pulmones aspirando con fuerza a causa del esfuerzo y de la sensación de alivio.
Grimya
se deshizo en atenciones a su alrededor; la lamía y le daba golpecitos con el hocico, hasta que al final la muchacha pudo levantar la cabeza. Tenía las pestañas húmedas de lágrimas recientes, y cuando quiso hablar las palabras se le agolparon en la garganta.
—
Grimya... Grimya,
lo siento tanto... ¿Cómo puedo haber sido tan estúpida?
«¡No importa! Ahora estás a salvo; es todo lo que cuenta.»
—Pero cuando lo vi, creí... parecía tan
real,
tan
sólido...
—Se cubrió el rostro con las manos, incapaz de expresar su desdicha—. No me detuve a pensar; pero debería haber sabido que si esa monstruosidad pudo engañarme una vez, podría hacerlo de nuevo.
«Yo lo vi, también»,
le dijo
Grimya. «En tu lugar, hubiera cometido el mismo error. La ilusión resultó muy ingeniosa.»
Índigo se secó las mejillas y miró al otro lado de la negra abertura del abismo. Nada se movía en el otro extremo ahora; pero la imagen de lo que había visto seguía instalada con atroz nitidez en su cerebro. ¿Había sido tan sólo una ilusión? Era muy consciente de la habilidad y astucia de Némesis, y de su propia debilidad. Pero no pudo evitar recordar las palabras del emisario de la Madre Tierra; que Fenran no estaba muerto, sino atrapado en una especie de fantasmagórico crepúsculo entre la vida y la muerte, prisionero en un mundo habitado por demonios.
Un mundo semejante a éste...
No quería hacerse la pregunta que martilleaba en su cerebro; darle cualquier tipo de credibilidad podía conducirla a peligros aún peores que los riesgos del cañón. Pero las semillas habían sido sembradas, y empezaban a echar raíces deprisa y de una forma siniestra. Era posible, tan sólo posible, que la figura atormentada que viera no fuera un espejismo conjurado con habilidad sino el mismo Fenran. Y por muy convincentemente que su lado más sensato argumentara en su contra, una parte de ella demasiado fuerte para ignorarla se había apoderado de aquella posibilidad y convertido en una esperanza insensata. Esa parte
creía, y
hasta que aquella creencia no hubiera quedado disipada más allá de toda duda, sabía que no recuperaría la tranquilidad de espíritu.
Que podría ser justo lo que Némesis pretendía.
Contempló el interior del cañón de nuevo, luego encogió los pies y se levantó.
—No hay razón para que nos quedemos aquí más tiempo. Deberíamos marchar.
Grimya
se pasó la lengua por el hocico.
«Me sentiría más feliz fuera de esta repisa. Pero no veo cómo podemos continuar nuestro viaje ahora. El abismo es infranqueable; no hay ningún otro sitio adonde ir.»
—No estoy tan segura.
Algo no dejaba de importunar a Índigo subconscientemente, algo producto de sus desdichados pensamientos sobre Fenran y las maquinaciones de Némesis. El demonio había intentado matarla, y había fracasado; de todas formas, sospechaba que no abandonaría sus esfuerzos, sino que ya estaría planeando otra forma de atentar contra su vida. Sin embargo, debía de saber que la misma estrategia no funcionaría dos veces. Y eso le dio una pista...
Siguió sumida en tales pensamientos mientras desandaban el camino recorrido por el sendero de la ladera del precipicio. Al llegar a suelo firme,
Grimya
hubiera vuelto de nuevo al interior del valle, pero vaciló al ver que Índigo parecía reacia a seguirla. En lugar de ello, la muchacha se quedó de pie junto al borde del cañón, contemplando con atención la negra sima hasta el lugar donde el sendero aparecía de nuevo.
«Es
demasiado ancho para saltar.» Grimya
contempló a su amiga con ansiedad, no muy segura sobre sus intenciones.
«Incluso el lobo más poderoso se precipitaría al abismo. Ni pienses en ello, Índigo. Por favor.»
Índigo salió del ensueño y la miró con una sonrisa.
—No te inquietes,
Grimya;
no pienso hacer nada tan estúpido. Pero...
«Pero ¿qué?»
Índigo señaló con la mano.
—Mira al otro extremo —dijo—. El sendero de la cornisa que vimos ha desaparecido: era tan parte de la ilusión como el puente. Y eso hace que me pregunte si... —Su voz se apagó pensativa y, ante el horror de
Grimya,
deslizó un pie hacia adelante, sobre el precipicio.
«¡No! ¡No...!»
Entonces el gemido de
Grimya
murió antes de nacer cuando el aire empezó a vibrar ante Índigo, relució, se solidificó: y donde un instante antes había habido un espacio vacío, apareció ahora un puente que cruzaba la enorme grieta. No un arco de piedra esta vez, sino un artilugio hecho de cuerdas y tablas, colgada de postes de madera que habían sido clavados en rendijas de la roca y que ahora se inclinaban como si estuvieran ebrios.
A
Grimya
se le erizaron los cabellos del lomo y gruñó:
«¡Otra ilusión!»
—No lo creo. —Índigo asió una de las cuerdas y tiró de ella con fuerza. El puente se balanceó, pero no se desmaterializó; sintió la áspera solidez de las retorcidas hebras de la cuerda en sus dedos—. ¿Lo ves? Es tan real como nosotras. Y ha estado aquí todo el tiempo: ¡sencillamente no podíamos verlo!
Grimya
avanzó despacio, recelosa, medio esperando todavía que esta nueva manifestación se desvaneciera ante sus ojos. Olfateó las cuerdas, los postes de madera. Reales. No había la menor duda de ello.
—El demonio debe de saber que no nos dejaremos engañar una segunda vez por un puente que se desvanezca cuando intentemos cruzarlo —dijo Índigo con suavidad—. Volverá a intentar matarnos; pero no aún.
«¿Entonces quiere que continuemos nuestra búsqueda de la puerta?»
—A lo mejor es eso. O a lo mejor ya no puede impedírnoslo.
Índigo probó el puente con un pie, cautelosa. A pesar de su apariencia frágil parecía capaz de soportar su peso. Pensó en Fenran, luego en Némesis; y el odio floreció en su corazón. No permitiría que aquel ser diabólico se burlara de ella y la atormentara: si aquello era un desafío, estaba dispuesta a enfrentarse a él.
—Debemos seguir adelante,
Grimya.
Sabemos lo que tenemos detrás, y no nos ofrece ninguna esperanza. Este es el único camino.
Grimya
fue a colocarse junto a ella, mirando todavía el puente con cierta indecisión. Luego se sacudió con fuerza.
«Tienes razón. No existe ningún otro sendero que podamos seguir si esperamos encontrar la salida a este lugar. Pero... hagámoslo deprisa.»
Sus ojos se clavaron en los de Índigo.
«¡Antes de que me domine el miedo!»
La travesía resultó una experiencia de pesadilla. A pesar de la ansiedad de
Grimya
—que Índigo compartía en su interior— por alcanzar el otro lado de la sima tan deprisa como fuera posible, el puente de cuerdas y tablas se balanceaba de tal forma cada vez que movían un pie que no se atrevieron a avanzar de otra manera que no fuera a un paso terriblemente lento y tambaleante. Al tiempo que se sujetaba firmemente a las cuerdas a cada lado de ella, e intentaba no pensar en el destino que les aguardaría si cediera uno solo de los ramales, Índigo mantenía la mirada fija en
Grimya,
que avanzaba tambaleante y cautelosa con las patas bien extendidas delante de ella, hasta que al fin, tras lo que pareció una eternidad, saltaron del último madero oscilante a tierra firme.
Delante de ellas el valle se alzaba vertiginosamente para convertirse en un desfiladero que serpenteaba entre dos elevados picos, y se perdía entre las sombras. No resultaba atractivo; la intensa penumbra podía ocultar gran cantidad de horrores o de peligros, y no había forma de saber hasta dónde se extendía aquella hendidura que corría por entre las montañas. Índigo levantó la vista hacia el inquietante cielo rojizo y el monstruoso sol negro que flotaba inmóvil, y reprimió el temor que la embargaba. No conseguiría nada disimulando; ella y la loba debían hacer frente al desfiladero, ya que no había otro lugar por donde ir.
En cierta forma para tranquilizarse a sí misma tanto como a la loba, estiró la mano y dio unas palmaditas a
Grimya
en el lomo.
—¿Estás lista?
«Lista.»
Las orejas de
Grimya
permanecían aplastadas contra su cabeza, pero reprimió su reluctancia ya que, sin que mediara ninguna otra palabra entre ellas, penetraron en el desfiladero.
La oscuridad las envolvió como un ala enorme y fría. Índigo se negó a volver la cabeza para mirar sobre su hombro hasta estar segura de que el puente debía de haberse perdido de vista; la tentación de volverse y correr de vuelta hacia lo que parecía una relativa seguridad era ya muy poderosa, y temía no ser capaz de resistirla. Era consciente, también, de los peligros desconocidos que podían acecharlas, y sus ojos se movían constantemente, buscando de un lado a otro, alerta a la más mínima indicación de peligro.
Durante algún tiempo anduvieron en silencio, roto tan sólo por sus propias pisadas y el sonido de las patas de
Grimya.
El silencio resultaba misterioso y anormal; llenaba la imaginación de ideas malsanas, y por fin Índigo no pudo soportarlo por más tiempo. Tenía que hablar —cualquier palabra por muy sin sentido que fuera, era mejor que aquel permanente y terrible vacío— y empezó a decir:
—
Grimya...
La palabra murió en sus labios cuando una voz gigantesca y aterradora irrumpió en el valle procedente de la nada, un silbido titánico que se estrelló contra sus oídos en una demencial barrera sonora. Índigo aulló aterrorizada, llevándose ambas manos a los oídos y abandonado el sendero tambaleante para ir a chocar contra la pared de roca; con la visión empañada por las lágrimas que la conmoción y el sobresalto le habían provocado, vio cómo
Grimya
se agachaba y giraba sobre sí misma como un perro enloquecido y acorralado mientras buscaba en vano el origen del espantoso estruendo.