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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (43 page)

BOOK: Niebla roja
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La saco de la basura y la dejo encima de una bolsa de plástico, y el recuerdo de beber el pinot noir y hablar en el sofá me oprime el estómago. Casi me deja sin aliento.

—Nada como el marisco de ayer.

Colin hace una mueca.

—Sopa de gambas. Vieiras.

—Prefiero oler a un ahogado. Señor, es horrible.

Envuelve un recipiente vacío.

—Vaya, esto es muy extraño —dice Chang desde la mesa donde está sentado—. ¿Qué diablos le pasó a la cabeza? Esto es algo que nunca había visto antes. Vaya mierda. Una auténtica mierda.

Nos quitamos los guantes sucios y nos acercamos a ver de qué se queja.

—Volvamos a donde ella aparece por primera vez en la cámara.

Chang mueve el dedo sobre el panel táctil.

Las imágenes son de alta resolución y muy claras en tonos blanco y gris. La entrada del edificio de ladrillos, la barandilla de hierro de la escalinata, la acera y los árboles. El sonido de un coche que pasa y un destello de unos faros, entonces ella está allí, una figura lejana en la calle. Chang detiene la grabación.

—Vale. Ella está a la izquierda, aquí mismo, enfrente. —Señala la calle debajo de nosotros delante del edificio—. Apenas si se la ve con la bicicleta.

Señala la parte superior izquierda de la pantalla del ordenador.

—Aquí estás tú tocando el botón del portero automático y aquí viene ella a lo lejos. Pero no va montada en la bicicleta. La trae caminando por la calle —señala Colin—. Es un tanto extraño.

—Y no lleva encendida ninguna luz de seguridad —comento al mirar lo que está en la pantalla—. Como si quisiera que nadie la viese.

—Diría que era su objetivo —asiente Colin.

—Ahora viene lo mejor. —Chang toca el panel táctil y se reanuda la proyección—. O, en realidad, lo peor.

La figura se mueve de nuevo en la distancia en la calle oscura y veo una forma vaga, pero no puedo distinguirle la cara. Una sombra en tonos grises moviendo la forma de una bicicleta que se acerca y capto un movimiento de la mano derecha que se levanta y de repente un punto caliente. Un resplandor blanco impactante. Lo que parece una bola de fuego blanco ha borrado su cabeza.

—Su casco —sugiero—. Encendió las luces de seguridad del casco.

—¿Por qué encender las luces de seguridad del casco si no estás montada? —pregunta Colin—. ¿Por qué esperar hasta que has llegado a tu destino?

—Usted no lo haría —responde Chang—. Ella estaba haciendo otra cosa.

29

Son casi las nueve de la noche cuando Marino y yo llegamos al hotel, con la parte de atrás de su camioneta repleta de bolsas de alimentos y otras necesidades básicas, incluidas cajas de botellas de agua, un conjunto de ollas y sartenes y utensilios de cocina, un horno con grill y una cocina de butano portátil.

Después de recogerme delante del edificio de Jaime, mientras Chang y Colin limpiaban la escena del crimen, le pedí que me llevase a hacer unas compras. Primero visitamos un Walmart para comprar, como le dije, todo lo indispensable para montar un campamento. A continuación, fuimos a un Fresh Market para una provisión de alimentos básicos y después a una tienda de licores. Por último, nos detuvimos en una tienda especializada en Drayton Street que Jaime recomendó anoche por su surtido de cervezas sin alcohol, y recordé lo que algunos podrían ver como la coincidencia de la proximidad, por un lado, y la insensatez de la misma, por el otro.

Si bien entiendo el concepto de aleatoriedad fundamental, la teoría preferida de los físicos según la cual el universo existe a causa de una tirada de dados llamada Big Bang y, por lo tanto, podemos esperar que un desorden sin sentido presida nuestra vida cotidiana, no la acepto. Con toda sinceridad, no me lo creo.

La naturaleza tiene sus simetrías y sus leyes, aunque estén más allá de los límites de nuestra comprensión, y no hay accidentes, en realidad no, solo etiquetas y definiciones a las que recurrimos a falta de cualquier otra manera de dar sentido a ciertos acontecimientos, sobre todo a aquellos más terribles.

El Chippewa Market está a solo unas pocas calles del apartamento de Jaime y la antigua casa de los Jordan, y a la vuelta de la esquina de la antigua casa de acogida, en Liberty Street, donde vivía Lola Daggette cuando la detuvieron por asesinato. Pero Savannah Sushi Fushion está a unos veinticinco kilómetros al noroeste de donde vivía Jaime y, de hecho, está más cerca de la prisión de mujeres de Georgia que de los ocho kilómetros cuadrados del distrito histórico de Savannah.

—Las ubicaciones nos dicen algo. Hay una razón para ellas y contienen un mensaje —le digo a Marino cuando salimos de la camioneta al aire caliente y húmedo de la noche, y el agua cae de los canalones y gotea de los árboles, y los charcos en las calles de la ciudad a nivel del mar tienen el tamaño de estanques pequeños—. Jaime se metió justo en medio de algún tipo de matriz, en el patio trasero del mal, y el restaurante sushi es el comodín, muy lejos hacia el noroeste, como si fueses al aeropuerto o a la prisión, que podría ser como ella lo descubrió. Pero ¿por qué no utilizar un lugar más cerca de donde vivía, si pensaba pedir que le trajesen la comida varias veces a la semana?

—Se anuncia como el mejor sushi de Savannah —responde Marino—. Es lo que me dijo una vez cuando yo estaba con ella y se lo trajeron. Le pregunté: «¿Cómo puede ser que comas esa mierda?», y me contestó que pasaba por ser el mejor sushi de la ciudad, pero que no era tan bueno como el que comía en Nueva York. No es que sea bueno en absoluto. El cebo es cebo y las lombrices solitarias son lombrices solitarias.

—¿Cómo se puede hacer una entrega en bicicleta desde allí? Parte del camino es autopista. Por no hablar de la distancia en este tiempo.

—Eh, necesito un par de carros —le grita Marino a un botones—. De ninguna manera dejaré que nadie suba esta mierda —me hace saber—. Si te vas a tomar todo este trabajo para garantizar que todo es seguro, entonces no dejaremos nada fuera de la vista. Posibilidad cero de que manipulen nuestras cosas. No voy a decir que estés como una cabra. Pero estoy seguro de que cualquiera que nos vea nos tomará por locos. Como La tribu de los Brady que se van de vacaciones y no pueden permitirse el lujo de salir a comer una hamburguesa o una pizza.

No me fío de nada. Ni de una taza de café o una botella de agua, a menos que la compre. Hasta que no entendamos mejor lo que está ocurriendo, nos vamos a quedar aquí en Savannah y ninguna comida o bebida nos será traída de ningún restaurante o servicio de habitaciones, y no probaremos los alimentos precocinados ni saldremos a comer fuera. También he avisado que no habrá servicio de limpieza. Nadie fuera de nuestro círculo entrará en nuestras habitaciones y punto, a menos que sea un policía o un agente de confianza, y alguien tendrá que estar aquí a todas horas para asegurarse de que no entra nadie ni nadie toca nada, porque simplemente no sabemos a quién o a qué nos enfrentamos. Haremos nuestras camas, vaciaremos nuestra basura y limpiaremos lo que ensuciemos lo mejor que podamos, y comeremos lo que yo prepararé como si estuviéramos en cuarentena.

Marino lleva dos carritos de equipaje a la parte trasera de la camioneta y comenzamos a descargar los utensilios de cocina, los electrodomésticos, las botellas de agua, de cerveza sin alcohol y de vino. El café, las frutas y las verduras frescas, las carnes, los quesos, las pastas, las especias, los productos envasados y los condimentos. Como si fuésemos los Boxcar Children instalándose.

—No veo dónde está la coincidencia. —Continúo hablando de la geografía—. Quiero que tengamos una vista aérea; quizá Lucy pueda proyectar un mapa satélite en la pantalla del televisor y podamos echar un vistazo desde muy cerca, porque significa algo.

Empujamos nuestros carros cargados a tope por el vestíbulo, más allá de la recepción y el bar atestado, y la gente mira a la pareja vestida con uniformes de campo que parece que se mudan o van a montar un puesto de avanzada, y supongo que no se equivocan.

—Sin embargo, Jaime no estaba cuando ocurrió —dice Marino mientras seguimos nuestro avance hacia el ascensor de cristal—. No estaba en aquel apartamento, en el centro de la matriz, o el patio trasero del mal, o lo que sea. No estaba aquí en 2002, cuando asesinaron a los Jordan. —Pulsa el botón del ascensor varias veces—. Por lo tanto, sea lo que fuere lo que la ubicación podría haber significado en aquel entonces, ahora no significa lo mismo. Es como sumar peras y manzanas. Eres tú que te imaginas cosas. Sin embargo, no sabía nada del restaurante de sushi y la bicicleta.

—No son peras y manzanas.

—Excepto que si vas a envenenar su comida, no sería tan difícil si era cliente habitual de un lugar y le servían cosas a domicilio muy a menudo. Es la única conexión que veo. Un lugar que ella usaba siempre. No importaba dónde estuviera.

—¿Cómo podrías saber que Jaime utilizaba ese lugar a menudo y que tenían su tarjeta de crédito en el archivo, a menos que estuviese a la vista? ¿Dentro de la zona de reparto? ¿A menos que vosotros fuerais conocidos de alguna manera en el mismo entorno?

—¿Cómo diablos piensas tanto? A mí no me queda ni un solo pensamiento en mi maldita cabeza y me muero de ganas de fumar, lo admito. ¿Lo ves? Nada de evasivas. No compré cigarrillos durante nuestra maratón compradora. Pero necesito uno de verdad y sería capaz de tomarme una docena de Buckler’s o lo que haga falta.

—No puedo decirte cuánto lo siento —le repito cuando se abren las puertas del ascensor.

Entramos y las bolsas de plástico se balancean colgadas de los bordes de los carros.

—Además, tengo un hambre de mil demonios. Como me pasa en aquellas ocasiones cuando nada de lo que voy a hacer consigue que me sienta bien —afirma, y está cada vez más gruñón, a punto de estallar.

—Voy a preparar unos espaguetis muy sencillos y una ensalada mixta.

—A lo mejor quiero que el servicio de habitaciones me sirva una maldita hamburguesa con queso, tocino y patatas fritas.

Irritado a más no poder pulsa el botón de nuestro piso, luego lo pulsa de nuevo, y a continuación pulsa el botón para cerrar las puertas.

—No me llevará mucho tiempo. Bebe todas las Buckler’s que quieras y date una ducha caliente. Te sentirás mejor.

—Lo que quiero es un maldito cigarrillo —afirma mientras el ascensor de cristal despega como un helicóptero perezoso, y sube a poca velocidad por encima de las plantas con sus balcones cubiertos de hiedra—. Tienes que dejar de decirme que me sentiré mejor. Por eso la gente va a las reuniones. Porque se sienten como una puta mierda y quieren matar a todos los que les dicen que se sentirán mejor.

—Si lo que necesitas es encontrar una reunión de Alcohólicos Anónimos, estoy segura de que podremos averiguarlo.

—Antes, que me follen.

—No te ayudará recaer en las cosas que te hacen daño —digo.

—No me sermonees. Ahora mismo no lo soporto.

—No era mi intención. Por favor, no fumes.

—Si tengo que bajar al bar para pedir uno, lo haré. Tú no quieres que te venga con evasivas, ¿verdad? Así que te lo digo. Quiero un maldito cigarrillo.

—Entonces iré contigo. O Benton.

—Diablos, no. Ya le he aguantado lo suficiente para un día.

—Tiene todo el derecho de estar desolado y decepcionado —respondo en voz baja.

—No tiene nada que ver con la decepción —replica.

—Por supuesto que sí.

—Tonterías. No me digas con qué tiene que ver.

Apenas podemos vernos entre todas las bolsas y cajas mientras discutimos sobre lo que no se siente, y sé que en la raíz de su ira está su dolor, y está aplastado. Tenía sentimientos hacia Jaime de los que soy consciente a cierto nivel, pero es probable que nunca sepa su extensión, o si se sintió atraído por ella, o si estaba enamorado, y sé a ciencia cierta que había ligado su futuro al de ella. Él iba a ayudarla y esperaba hacerlo en esta parte del mundo donde le gusta el estilo de vida y el clima. Ahora todo eso ha cambiado para siempre.

—Mira —dice Marino cuando el ascensor se detiene en la última planta—. A veces no hay nada que consiga que alguien se sienta mejor. No puedo soportar lo que le hicieron, ¿vale? Me vuelve loco que estuviésemos allí comiendo con ella en su propia maldita sala de estar y no tener ni idea. Jesús. Ella estaba comiendo el veneno delante de nuestros ojos, y va a morir y no tenemos ni idea, y me voy y luego te vas tú. Maldita sea. Y ella se quedó sola mientras pasaba por aquel infierno. ¿Por qué diablos no llamó al nueveunouno?

Pregunta lo mismo que preguntó Sammy Chang, la pregunta que haría la mayoría de las personas.

Empujamos nuestros carros por el balcón que rodea el atrio del hotel, en dirección a una serie de habitaciones que componen el campamento, una suite para Benton y para mí, con una habitación que comunica a cada lado, una de Lucy, otra de Marino.

—Ella estaba bebiendo —le recuerdo—. Algo que desde luego no ayudó a su buen juicio. Pero el factor más relevante es la naturaleza humana, y es típico demorarse en hacer algo tan drástico como llamar a una ambulancia. Es curioso que llamemos a la policía a toda prisa y en cambio no hagamos lo mismo para llamar a un equipo de rescate o a los bomberos, porque tendemos a sentir vergüenza cuando nos hacemos daño a nosotros mismos, o por accidente iniciamos un incendio en nuestra casa. Nos sentimos mucho más cómodos cuando llamamos a la policía para que detenga a alguien.

—Sí, como la vez que se incendió la chimenea, ¿lo recuerdas?

¿Mi vieja casa en Southside? Me negué a llamar. Subí a la azotea con la manguera, una estupidez como una casa.

—Las personas demoran, postergan las decisiones —digo mientras continuamos empujando los carros, y las hiedras que cuelgan de los balcones en cada planta me recuerdan a Tara Grimm y la hiedra del diablo en su despacho, que deja crecer fuera de control para enseñar a los demás una lección de la vida.

Cuidado con lo que dejas echar raíces, porque un día será todo lo que hay. Algo echó raíces en ella y lo único que queda es la maldad.

—Mantienen la esperanza de que se sentirán mejor o podrán solucionar el problema por sí mismas y luego llegan al punto sin retorno —añado—. Como aquella señora con el cubo. ¿La recuerdas? Murió envenenada con CO, cuando intentaba apagar las llamas, la casa se quemó y los bomberos encontraron su cadáver carbonizado junto al cubo. Es todavía peor en aquellos que trabajan en profesiones como las nuestras. Tú, Jaime, Benton, Lucy, yo, todos nosotros seríamos reacios a llamar a la policía o a pedir una ambulancia. Sabemos demasiado. Somos unos pacientes terribles y, por lo general, no seguimos nuestras propias reglas.

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