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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (54 page)

BOOK: Niebla roja
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También un secador de pelo de viaje que no necesita para su cabeza calva y una plancha de viaje y una tabla de planchar que nunca usará en sus telas de mezclas sintéticas.

Recoge las especias y varios frascos de aceitunas casi vacíos, encurtidos y conservas de frutas, y un plátano, condimentos, galletas, servilletas de papel, cubiertos y platos de plástico, papel de aluminio y una pila de bolsas de plástico plegadas. Luego va de habitación en habitación y recoge todos los artículos de tocador del hotel como si se hubiese convertido en un acaparador.

—Como los recolectores o como los llamen en la televisión —comento—. Escarban en los desechos y la chatarra de otras personas y no tiran nada. Esta es una compulsión nueva.

—Es miedo —dice Benton, con el ordenador portátil en la falda y el móvil en la mesa junto a su silla—. Miedo a que pueda deshacerse de algo o perderlo de vista y luego necesitarlo.

—Pues le enviaré otro mensaje. Se acabaron las excusas, él viene a casa con nosotros. Yo no lo quiero aquí solo cuando no está pensando con claridad y en medio de una nueva compulsión.

Aterrizaremos en Charleston, no importa lo que diga, y si es necesario, iré a su casa y le sacaré de allí.

—No le quedan muchas compulsiones para elegir —señala Benton mientras va pasando los archivos—. Se acabó la bebida, se acabó el tabaco. No quiere engordar, por lo que no recurrirá a la comida, y comienza a acumular cosas. El sexo es una compulsión mejor.

Relativamente barata y no requiere espacio de almacenamiento.

Abre otro email que desde mi asiento veo que es del FBI, quizás enviado por un agente llamado Phil con quien Benton habló por teléfono hace apenas un rato.

Ha sido una mañana muy ocupada en la sala de estar de nuestra suite del hotel, nuestro campamento con su espectacular vista del río y el puerto. Desde que salió el sol, Benton y yo hemos estado preparándonos para regresar al norte, y procesando la información que siguen recopilando a lo que parece ser la velocidad de la luz. No estoy acostumbrada a que una investigación se haga como una guerra, con múltiples ataques en múltiples frentes, realizados por las diferentes ramas de las fuerzas militares y la policía, todo ello ejecutado con una energía y un ritmo frenético, que resulta deslumbrante. Pero la mayoría de mis casos no son una amenaza para la seguridad nacional ni de interés para el presidente, y los laboratorios y equipos de investigación funcionan a paso redoblado, como lo expresó Lucy.

Hasta el momento la información ha estado bien controlada y se mantiene fuera de las noticias, mientras el FBI y la Seguridad Interior continúan su incesante búsqueda para asegurarse de que nada de lo que Roberta Price manipuló pueda haber encontrado su camino en el economato de una base militar, en un avión de transporte, o un destructor con tropas, en un submarino armado con misiles nucleares, en manos de los soldados en combate o en cualquier otro lugar. Se han confirmado los análisis de ADN, de huellas dactilares y las comparaciones, y es un hecho que Roberta Price y Dawn Kincaid son las dos caras de la misma maldad, gemelas idénticas o clones, como algunos investigadores se han estado refiriendo a las hermanas que crecieron una sin la otra y luego se reunieron para formar un catalizador que creó tecnologías siniestras y causó un número indeterminado de muertes.

—El temor que crea —digo—. Es lo que tiene a Marino corriendo en círculos y fuera de la ciudad. Ves la muerte todos los días, pero cuando se trata de los casos en que trabajas te engañas y tienes la sensación de que puedes controlarlo o que, si lo entiendo bastante bien, no te va a pasar a ti.

—Fumar aquel cigarrillo en la puerta de la Farmacia Monck’s se acercó demasiado a la temeridad —señala Benton cuando suena su móvil.

—¿Después de lo que vio en el sótano? Supongo que sí —asiento—. Desde luego, sabía lo que podía ocurrir.

—Te puedo sugerir un enfoque —le dice Benton a quien acaba de llamar—. Basado en el hecho de que se trata de alguien que se siente completamente justificado. Ella le ha hecho un favor al mundo al librarlo de los malos.

Comprendo que habla de Tara Grimm, que ha sido detenida, pero aún no está acusada de ningún delito. El FBI está haciendo tratos, dispuesto a negociar con ella a cambio de información sobre otras personas en la GPFW, como el guardia Macon, que podría haberla ayudado a ejecutar las sentencias que ella decidió que ciertas reclusas se merecían, y lo hizo compenetrado del todo con una envenenadora de una inteligencia diabólica que necesitaba practicar.

—Tienes que apelar a su verdad —dice Benton—, y su verdad es que ella no hizo nada malo. Darle a Barrie Lou Rivers un último cigarrillo con el filtro impregnado con... Sí, yo lo diría directamente, pero teniendo en cuenta que ella no cree que estaba mal.

Sí, una buena manera de decirlo. A punto de ser ejecutada, iba a morir de todos modos, un final misericordioso comparado con lo que ella les hizo a todas aquellas personas que envenenaba con arsénico. Sí, correcto. No era misericordioso, fumar algo con la toxina botulínica, una manera horrible de morir pero deja de lado esa parte. —Benton termina su café, escucha, mira hacia el río y dice—: Quédate con lo que quiere creer de sí misma. Eso es, tú también odias a las personas malas y comprendes la tentación de tomar la justicia en tus manos. Esa es la teoría. Quizá Tara Grimm, a la que deberías tratar de alcaide Grimm para reconocer su poder... Siempre se trata de poder, eso es. Quizá se decida a decirlo, que era un cigarrillo, la última comida, lo que sea, pero lo único que hizo fue asegurarse de que Barrie Lou Rivers y las demás recibieran lo que merecían, hacerles a ellas lo mismo que habían hecho a sus víctimas, ojo por ojo con un poco de algo añadido. Como se dice, remover el puñal en la herida.

—No sé qué puede darle una nueva percepción al respecto —digo cuando Benton acaba la conversación telefónica—, porque por mal que se sienta Marino por lo que le pasó a Jaime, está en su naturaleza sentirse peor por lo que podría haberle sucedido a él.

—La percepción no es su fuerte —opina Benton—. Corrió un riesgo estúpido. Es como beber, ponerte al volante y luego conducir por una autopista donde abundan los accidentes. Espero que Phil haga lo que dije —añade. Phil es uno de los muchos agentes que he conocido en estos últimos dos días—. Alguien así y tienes que apelar a su convicción en lo que han hecho. Alimentar su narcisismo. Le estaban haciendo un favor al mundo.

—Sí, hay personas que se lo creen. Hitler, por ejemplo.

—Excepto que en Tara Grimm no era obvio —dice Benton—. Transmitía la imagen de una persona humanitaria que dirigía una prisión tan ejemplar que servía de modelo. Ofertas de trabajo, visitas de autoridades deseosas de hacer un recorrido.

—Sí, vi todos los premios en sus paredes.

—El día que tú estuviste allí —añade—, un grupo de una prisión para hombres de California fue recibido con todos los honores y estaban pensando en contratarla como su primera alcaide.

—Será una ironía si acaba en el Pabellón Bravo. Quizás en la antigua celda de Lola Daggette —comento.

—Lo haré saber —dice Benton en un tono seco—. Eso y la sugerencia de Lucy de que Gabe Mullery, como el familiar más cercano, decida desenchufar a Dawn Kincaid.

—No sé qué pasará —señalo, aunque Gabe Mullery no será quien tome la decisión de desconectar el soporte vital de Dawn Kincaid.

Al parecer, nunca había oído hablar de ella más allá de un vago recuerdo del nombre o uno similar que apareció en las noticias, en relación con los asesinatos de Massachusetts. Sabía que su esposa, Roberta Price, había sido criada por una familia de Atlanta, que a veces veían en las vacaciones, pero no sabía nada de una hermana.

—Mi conjetura es que la trasladarán a un centro diferente —supongo—. Una pupila del estado conectada a un respirador hasta que llegue el día en que esté clínicamente muerta.

—Más consideración de la que recibió cualquiera de sus víctimas —dice Benton.

—Suele ser el caso. Me siento mal por no haber escuchado a Marino cuando señaló los elevados niveles de adrenalina y CO, y que estaba prohibido fumar en las cárceles. Podría haberme preguntado cómo era que Barrie Lou Rivers los tenía, y no presté atención porque no me interesaba en ese momento. Estaba concentrada en otra cosa. Quizá si se lo digo, dejará de ser tan duro consigo mismo por no prestar atención cuando estuvo en la Farmacia Monck’s y mangó un cigarrillo.

—Entonces puede que no seas tan dura conmigo por la misma razón. —Benton alza la mirada y busca mis ojos, porque hemos cruzado unas cuantas palabras al respecto—. Tú me dijiste algo importante y yo tenía mi mente en otra cosa. Es comprensible.

—Puedo preparar más café —decido.

—No estaría mal. No pretendí poner una traba. Lamento haber sido desagradable.

—Es lo que has dicho. —Me levanto de mi silla mientras un barco portacontenedores desfila por delante de nuestras ventanas, empujado por los remolcadores—. No tienes que ser agradable cuando se trata del trabajo. Solo que me tomes en serio. Es todo lo que pido.

—Siempre te tomo en serio. Solo que en aquel momento había otras cosas que tomaba más en serio.

—Jaime, y luego manga un cigarrillo que pudo haberle matado, y sí está traumatizado... —digo, porque no quiero seguir hablando de las disculpas de Benton, y la cocina de repente parece desolada y vacía, como si ya nos hubiésemos ido de aquí— tendrá que comprenderlo o acabará haciendo cualquier otra cosa poco inteligente, como beber de nuevo, renunciar del todo al trabajo y pasar el resto de sus días pescando con aquel amigo que es patrón de un barco de alquiler.

Preparo el café en la cafetera del hotel porque Marino se ha apropiado de la Keurig que compré.

—Fumar en la puerta de la farmacia donde trabaja una envenenadora —continúo—. No es que nadie estuviese seguro de eso todavía, pero estaba haciendo preguntas sobre ella. Lo pensaba.

—¿Qué le dijiste? No comas ni bebas nada a menos que estemos absolutamente seguros —dice Benton mientras le sirvo el café.

—Como el susto del Tylenol. Darse cuenta de lo que podía pasar hace que no quieras confiar en nada. Es eso o pasarte a la negación. Después de lo que hemos visto, creo que elegiría la negación. —Vuelvo a la cocina y mis pensamientos vuelven a la vieja bodega detrás de la hermosa casa antigua, donde Roberta Price ayudó a asesinar a toda una familia cuando solo tenía veintitrés años—. No volvería a comer ni beber nada y tampoco compraría cualquier cosa de los estantes —agrego.

No sé si alguna vez usó el arma que se encontró, un cuchillo plegable de acero inoxidable con una hoja de siete centímetros y una guarda con forma de águila que es compatible con las medidas de las heridas y las extrañas contusiones lineales en los asesinatos de los Jordan. Pero me imagino que apuñalar a las personas hasta la muerte era la especialidad de Dawn, su hermana gemela, mientras que Roberta prefería el asesinato a distancia. Sospecho que conservó el cuchillo durante todos estos años como un recuerdo o un icono, en una caja de palisandro bajo tierra en un espacio construido con mucho esmero con control de temperatura y humedad y ventilación especial.

En el interior del sótano reconvertido, accesible por una trampilla oculta con una alfombra en el suelo del despacho, había un impresionante inventario de cigarrillos, comida precocinada, autoinyectores y otros productos que Roberta Price decidió manipular, mientras realizaba pedidos regulares a varias empresas en China, que venden la toxina botulínica serotipo A sin hacer muchas preguntas. Los equipos encargados de los materiales peligrosos encontraron, entre otras cosas horribles, sobres viejos y los sellos de correos con adhesivo en el dorso que requieren humectación, no solo aquellos con temas festivos y sombrillas de playa, sino una variedad de artículos de papelería y sellos obsoletos que compró en internet.

Deduje que la mayoría de estos artículos estaban destinados a los reclusos, sellos y papelería no importa de qué tipo, codiciados por personas encerradas y desesperadas por comunicarse con el exterior. Es probable que nunca averigüemos a cuántas personas mató con un agente que provocaba una muerte agonizante, que imitaba los fuertes ataques de asma sufridos no solo por ella, sino también por la hermana gemela que no conocía, nacidas el 19 de abril de 1979, a solo unos pocos kilómetros de la GPFW en el Savannah Community Hospital. Separadas en la infancia, ninguna de las dos sabía de la existencia de la otra hasta poco después del 11S, cuando Dawn comenzó a investigar la identidad de sus padres biológicos, y sus pesquisas la llevaron al descubrimiento de que tenía una hermana gemela.

En diciembre de 2001 se encontraron por primera vez en Savannah, ambas maldecidas con lo que Benton llama trastornos de personalidad graves. Sociópatas, sádicas, violentas y una inteligencia brillante, ambas habían tomado decisiones de una similitud inquietante. Dawn Kincaid habló con una persona de la oficina de reclutamiento de las Fuerzas Aéreas sobre la posibilidad de alistarse después de la universidad, interesada en la seguridad informática o la ingeniería médica, y miles de kilómetros al este una hermana gemela estaba interesada en los programas de formación científica de la Marina.

Separadas e independientes, en costas opuestas, Roberta y Dawn fueron rechazadas por culpa del asma y se inscribieron en programas de posgrado. Dawn estudió ciencia de los materiales, en Berkeley, mientras que Roberta asistió a las clases del Colegio de Farmacia en Athens, Georgia, y en 2001 comenzó a trabajar en la farmacia Rexall cerca de la casa de los Jordan. Los fines de semana y los días festivos se ocupaba de suministrar metadona en la Liberty Halfway House, donde tuvo que conocer a Lola Daggette, una adicta a la heroína en tratamiento.

Las recientes declaraciones que Lola ha hecho a los investigadores son consistentes con lo que le dijo a Jamie. Lola no tenía conocimiento personal de lo que ocurrió en la madrugada del 6 de enero, un domingo, cuando Roberta tenía que suministrar metadona en la clínica médica, que estaba en la misma planta que el cuarto de Lola, y ninguna de las habitaciones de las residentes tenía cerradura.

Una drogadicta con importantes limitaciones intelectuales y problemas con el control de la ira era un blanco fácil de culpar y, aunque no es posible reconstruir con exactitud lo que sucedió, la teoría es que Roberta entró en la habitación de Lola en algún momento y cogió un par de pantalones de pana, un jersey de cuello alto y una cazadora de su armario, que ella o Dawn usaron cuando cometieron los asesinatos. Después, Roberta entró en la habitación de Lola mientras ella dormía, dejó la ropa ensangrentada en el suelo del baño y a las ocho de la mañana estaba repartiendo la metadona en la clínica médica.

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