Sqweegel, embelesado, observaba el rostro de Sibby en el monitor.
Los seres humanos no revelan sus emociones sólo mediante palabras, sino también a través de una sinfonía de tics y movimientos faciales. La mayoría de las películas podían verse sin sonido y aun así se seguiría el argumento sin demasiados problemas. Los detalles no importaban; era la indecisión, el miedo, el dolor, la confusión, la agonía de los rostros de los actores lo que narraba la verdadera historia.
Los actores no se podían comparar, sin embargo, a la vida real.
Y para disfrutar de ese espectáculo, había que ser astuto.
Los artilugios modernos lo hacían fácil. Las unidades de GPS eran cada vez más habituales y —aprovechando su señal inalámbrica— a Sqweegel le resultaba sencillo agregarles una cámara remota. Como la que Sibby Dark llevaba en el coche.
Pero ya bastaba de mirar. Había llegado el momento de intervenir personalmente en la película.
Sibby se sobresaltó cuando en su teléfono móvil comenzaron a sonar los compases iniciales de Personal Jesús.
¿Ahora? ¿A este pirado hijo de puta se le ocurre enviarme un mensaje precisamente ahora?
Sabía que debería ignorarlo y concentrarse en la carretera, pero no pudo resistirse. Sacó el móvil del bolso y miró la pantalla.
UN PLACER VERTE DE NUEVO ANOCHE
Sibby tuvo que leerlo un par de veces para comprenderlo. La segunda vez, las implicaciones explotaron como pequeñas bombas en su cerebro. ¿Anoche? ¿De nuevo? La distrajeron del palpitante y enmarañado tráfico de la 10 durante unos segundos.
Un segundo, sin embargo, fue suficiente.
Sibby pisó el freno de inmediato, pero ya era demasiado tarde, el hueco era demasiado estrecho. Tanto el parachoques frontal como la parrilla quedaron destrozados por la fuerza del impacto. Una décima de segundo después los siguió el capó; sus anclajes se soltaron e hizo añicos el parabrisas. El cristal se rompió en mil pedazos. Instintivamente, Sibby siguió pisando a fondo el freno para intentar que funcionara, como si presionarlo con más fuerza pudiera minimizar —o, de algún modo, deshacer— los daños que estaba sufriendo el vehículo. Pero el coche circulaba a casi cien kilómetros por hora, y la distancia era demasiado corta para que los frenos pudieran hacer algo.
Una décima de segundo después el airbag se activó, y le golpeó la nariz y la boca. El volante se le escapó de las manos, el pedal del freno se partió bajo su pie y la columna que sujetaba el volante salió disparada y casi la empala. El impacto, sin embargo, había provocado que su cuerpo se desplazara hacia la izquierda, y Sibby y el bebé que llevaba dentro se libraron del golpe por centímetros.
La columna atravesó, en cambio, el asiento del acompañante. Rasgó la tela y aplastó los muelles.
Tanto la puerta del conductor como la del acompañante se desprendieron. El asiento trasero se soltó del bastidor y golpeó el asiento de Sibby por detrás. Para entonces, ella ya había salido despedida del vehículo y volaba por los aires hacia la barrera de hormigón que separaba su carril del de los horrorizados conductores que se dirigían al este.
Todo esto sucedió en menos de un segundo.
Sqweegel, de hecho, todavía mantenía el pulgar sobre el botón de «ENVIAR».
Dark estaba a un cuarto de kilómetro, pero era como si estuviera a mil.
Pisó a fondo el acelerador y recorrió a toda velocidad la 10, como si fuera un piloto kamikaze decidido a llegar al suelo antes que nadie. Esquivaba como podía a los demás coches, cuyas luces rojas relucían al intentar detenerse.
Finalmente, hizo derrapar el Yukon. Dark salió del coche antes de que se parara del todo y echó a correr hacia la escena del siniestro, que se encontraba unos cuantos coches por delante. A cada zancada tenía la impresión de pisar una rueda de molino que giraba en dirección opuesta. Las plantas de los pies le ardían como si tocaran el mismo asfalto. Se había quedado sin respiración. Por mucho que acelerara, no conseguía correr lo suficientemente rápido.
«Por favor, que no sea el coche de Sibby» era la oración que Dark se repetía mentalmente, aunque sabía que era en vano. En su fuero interno ya lo sabía, era como si ya hubiera recibido la información directamente desde el lugar del accidente: «Sí, es el coche de Sibby».
Unos segundos después, Dark alcanzó el vehículo siniestrado.
Era el coche de Sibby. Que Dios lo ayudara.
El vehículo parecía un juguete roto en medio del cuarto de juegos de un desordenado niño pequeño. Había desparramados trozos de plástico, metal y vidrio por toda la carretera.
Sibby yacía entre los restos. Inmóvil.
No respiraba.
Dark saltó por encima de la parte posterior del vehículo y se arrodilló junto a ella. Le temblaban las manos, pero consiguió calmarlas. Entonces echó la cabeza de Sibby hacia atrás, colocó sus labios sobre los de ella, sopló, y empezó a realizar compresiones sobre su pecho… hasta que vió la gran mancha que se extendía por su barriga. «Oh, Dios, no». Dark se quitó la camisa; notó que las costuras se rompían allí donde no habían cedido con suficiente rapidez; la presionó contra el estómago de Sibby.
Dark sabía que los músculos que rodeaban al feto eran extraordinariamente resistentes. Las mujeres desarrollaban una especie de caparazón para proteger la vida que crecía en su interior, y el impacto debía ser muy fuerte para dañar esa armadura.
Pero no dejaba de salir sangre. Era como si se hubiera derramado un tintero encima de un impoluto mantel blanco…
La cámara que había instalado en el coche de Sibby había quedado completamente inservible, pero Sqweegel ya se lo esperaba. Presionó unas cuantas teclas y, al cabo de un momento, encontró las cámaras de la I-10 que necesitaba. Cuando la imagen se reanudó, vió que una ambulancia y un coche de bomberos trataban de avanzar entre el tráfico en dirección al lugar del accidente.
—No te preocupes, Dark —dijo Sqweegel en voz baja mientras observaba la pequeña imagen del hombre en la pantalla—. El Hospital Médico Socha de Los Ángeles está cerca. Llegarán a tiempo.
Extendió un dedo envuelto en látex y acarició la imagen borrosa y blanquecina de Sibby, imaginando que la consolaba.
—Después de todo —dijo—, tenemos que hacer todo lo que podamos para proteger a ese bebé.
Malibú, California
21.14 horas
«De modo que esto es lo que tiene la gente con una vida de verdad», pensó Riggins. Muchas cosas bonitas. Él también podría tener cosas bonitas, supuso. Si le diera igual que se limitaran a coger polvo en una casa.
Los tipos de la empresa de mudanzas estaban cargando las últimas cajas. Riggins los había contratado personalmente —se trataba de una empresa local llamada Starving Students
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que había encontrado en internet—. Parecía un nombre lo suficientemente estúpido para ser honesto. Riggins los había llamado, les había dicho que era un trabajo urgente y que serían debidamente recompensados por la premura. A saber si aquellos tipos eran realmente estudiantes, pero estaba claro que esa noche no se morirían de hambre.
Además, era improbable que tuvieran relación alguna con Sqweegel; Riggins los había encontrado por casualidad en un anuncio de Craigslist.
—¿Está todo? —preguntó Riggins.
—Sí, eso creo —contestó el encargado.
—Muy bien —dijo el agente—. Sigan a ese coche. Los acompañará.
Era un coche camuflado del FBI. En él iban dos tipos que Riggins conocía y en los que confiaba tanto como era capaz de confiar en alguien.
Tampoco importaba demasiado; iban a guardarlo todo en un guardamuebles también escogido al azar por Riggins. Si Sqweegel quería localizar las cosas de Dark, allá él. Por lo que a Riggins respectaba, podía correrse encima de las mierdas de Crate and Barrel y meterse un candelabro de Restoration Hardware
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por el culo.
Dark reclamaría sus cosas sólo en un caso: si Sqweegel había muerto. Y si eso no sucedía, querría decir que sería Steve el que estaba muerto. Y en ese caso, los muebles ya le importarían una mierda.
Aunque, por otro lado, a Sibby… bueno, puede que a ella sí le importaran.
Riggins se sentía un poco extraño con toda la situación; a pesar de que era lo que había que hacer. A pesar de que se trataba de su condenada idea.
En parte se debía a una preocupación genuina por Dark y Sibby. Si ese maníaco había conseguido entrar una vez en su casa, lo volvería a hacer una y otra vez con total impunidad. En modo alguno debían pasar una noche más allí.
Pero, para ser honesto, también se debía a que quería que Dark estuviera absolutamente concentrado en el caso; ese monstruo podía terminar matándolo si no. Y Dark no se podría concentrar mientras Sibby permaneciera en escena. No, lo mejor era que se escondiera en casa de su padre mientras Dark resolvía la tarea que tenía entre manos.
El camión de mudanzas arrancó. Riggins dio una última vuelta a la casa con una linterna para asegurarse de que no se le había pasado nada por alto.
Pero no; había sido muy meticuloso. Estaba a punto de cerrar e irse cuando oyó un ruido en el primer piso.
Gotas de agua.
No. No debía sorprenderle. Era típico de Sqweegel. Permanecer escondido en una maldita caja de zapatos, esperar a que todo el mundo se marchara y, entonces, en el último momento…
«Bueno, que lo jodan», pensó Riggins, y sacó su arma. Casi tenía la esperanza de que aquel pequeño cabrón estuviera allí arriba.
Casi.
Subió lentamente las escaleras; notaba las palpitaciones golpeando sus venas a cada latido. Ahora ya no se oía sólo un goteo; se trataba de un chorro proveniente de un grifo.
Empezó a recorrer el pasillo. Se estaba acercando al origen del ruido.
¿Y si era uno de esos estudiantes hambrientos lavándose las manos tras echar una meada? Quizá no se hubiera enterado de que sus colegas se habían marchado. Tampoco se merecía que le metieran una bala en la cabeza por ser un imbécil.
De modo que Riggins gritó:
—¡FBI!
Nadie respondió.
Al avanzar un poco más, Riggins se dio cuenta del origen del ruido: el baño del dormitorio principal. Ahora se oía más el agua. Fluía a borbotones. Riggins apoyó la oreja contra la fría madera. Prestó atención.
Era una bañera llenándose. Un sonido que le resultaba familiar de cuando todavía estaba casado. A sus ex esposas les encantaban sus momentos de relax en el baño.
Riggins retrocedió. Ahora o nunca. Dio una patada a la puerta, justo a la derecha del pomo. Se abrió de golpe. Riggins entró apresuradamente. Apuntó a la izquierda, a la derecha, al centro.
El baño estaba lleno de vapor; lo envolvía todo como si fuera niebla. Inspeccionó el único espacio que le quedaba: el armario.
Nada.
Cerró el grifo del agua caliente. Dejó que el vapor se disipara. Todavía se oían algunas gotas.
Plip.
Plip.
Plop.
El ruido hizo que Riggins mirara el suelo. Allí, sobre la lisa superficie de baldosas blancas, descubrió una pequeña pluma de pájaro. Steve y Sibby no tenían ninguno. Probablemente, los perros no habrían dejado de intentar comérselos.
Entonces, ¿qué hacía aquello allí?
Con cuidado, Riggins cogió el fino y duro tallo con los dedos y levantó la pluma a la altura de sus ojos. Era de un gris apagado, con motas de un marrón rosado en los bordes. Riggins no era ni mucho menos un experto en ornitología. Sabía que unos volaban y otros no, y que algunos estaban ricos con salsa y relleno. Sin embargo, en Casos especiales había gente que podía averiguar el orden, la familia, el género y la especie a la que pertenecía aquella pluma.
En cualquier caso, no era el tipo de pájaro lo que preocupaba a Riggins. ¿La había dejado Sqweegel? No parecía cosa suya. ¿El pirado que nunca dejaba siquiera una célula de piel de repente extraviaba nada menos que una pluma de pájaro? No. Tenía que ser otra cosa.
Quizá un pájaro había entrado por el ventanal roto, había revoloteado un poco por allí, y luego se había escapado hacia alguna otra parte de la casa. Pero si había ocurrido eso, ¿por qué no había encontrado Riggins más restos en ningún otro lugar? Había empaquetado personalmente las cosas de Dark y Sibby.
Puede que sí se tratara de Sqweegel. Tal vez finalmente había cometido una equivocación.
Mientras Riggins pensaba todo aquello e inspeccionaba el cuarto de baño en busca de más plumas, el vapor desapareció del todo. En el espejo se hicieron visibles unos trazos.
Era un número de teléfono, escrito como si lo hubiera hecho el dedo de un niño.
Riggins se puso frente al espejo, cogió su móvil y le hizo una fotografía antes de que desapareciera. Luego tecleó el número.
Para llamar al asesino,
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e introduce la siguiente clave:
oneaday
Hospital Médico Socha/Los Ángeles
22.05 horas
Dark estaba sentado en la sala de espera cuando Riggins llegó, sudoroso y sin aliento. Estaba claro que había ido corriendo hasta allí tras recibir el mensaje de Dark con la noticia del accidente, y que por el camino había hecho algunas llamadas.
—Dos polis la vigilarán a todas horas —dijo Riggins—, y ya tengo a un equipo inspeccionando la escena del siniestro en busca de pistas.
Pero Dark no lo escuchaba. Sabía que Riggins estaba intentando consolarlo. «No te preocupes. Lo tenemos todo cubierto. No le pasará nada. Todo irá bien». Es decir, las mentiras de siempre.
Dark tenía la cabeza puesta en la operación que se estaba realizando a su espalda, en otra parte del hospital. Más allá de las persianas, detrás de las paredes de yeso, al fondo de otro pasillo y detrás de otra pared blanca…
…donde Sibby permanecía tumbada con vías intravenosas en los brazos, vendajes blancos en las piernas y un tubo de plástico en la garganta. La habían desnudado y se habían puesto manos a la obra de inmediato. Había muchas cosas que estabilizar: la cabeza, el corazón, los pulmones, la hemorragia interna…
El amor de su vida estaba sobre una mesa de operaciones alrededor de la que revoloteaban cirujanos y enfermeras, todos concentrados en la misma tarea: salvarla a ella y a su bebé.
Dark respiró hondo, lentamente, y la nariz se le llenó del producto abrasivo que utilizaban para limpiar las salas de espera de los hospitales. Intentó focalizar sus pensamientos en la sala de operaciones, en Sibby, para estar con ella. Para que supiera que no estaba sola.