Hospital Médico Socha
Sqweegel tan sólo había necesitado tres segundos de oscuridad para introducirse en el minúsculo espacio que había bajo la camilla.
Había correteado como una araña por el suelo de linóleo del hospital y se había escondido antes de que volviera la luz.
Contar con aquel breve momento de oscuridad también le había resultado sencillo. Sólo había tenido que colocar en una de las muchas cajas de circuitos que había en el sótano del hospital un económico aparato que reventara los fusibles por control remoto. Y todavía le había resultado más fácil meterse en el hospital sin que nadie lo viera. Lo único que se necesitaba era paciencia y un mapa.
En cambio, cruzar el país no había sido tan fácil ni barato. Afortunadamente, hacía ya décadas que Sqweegel se había dado cuenta de la importancia de los viajes ultrarrápidos. Bajo múltiples alias, había abierto cuentas con media docena de compañías privadas y, por veinte mil dólares, había conseguido un pasaje en un vuelo que lo había llevado del aeropuerto JFK al de Burbank en menos de cuatro horas. Aprovechó ese tiempo para estabilizar el hombro y practicar algunas técnicas nuevas. La tripulación del vuelo lo dejó en paz. Viste la ropa adecuada y muestra la serie de números correcta en un trozo de plástico, y el mundo puede ser tuyo.
Todo aquello le había permitido hacerse con la mujer y la valiosa carga que llevaba dentro.
El resto sería como ejecutar un ballet que mentalmente había practicado cientos de veces.
Un segundo después de colocarle la máscara a Sibby, Sqweegel lanzó la primera granada de aturdimiento. El estallido hizo que los dos escoltas cayeran de rodillas, gimiendo y con las manos en los oídos. El golpe que se dieron contra el suelo hizo que la ambulancia se balanceara sobre los neumáticos.
Intentaron coger las armas, pero el gas asfixiante les impedía respirar con normalidad. Eso los mantendría ocupados durante unos segundos.
Sqweegel aprovechó la oportunidad para salir de su escondrijo y sacar su propia arma. También llevaba una máscara y tapones en los oídos.
Para entonces, el conductor de la ambulancia ya se había dado cuenta de que algo no iba bien. El estallido de la granada de aturdimiento había sonado como si fuera un cañón. Sqweegel notó que estacionaba en un lateral de la 405.
Tal como esperaba que hiciera.
Cuando la ambulancia se detuvo del todo, Sqweegel ya les había metido una bala en la nuca a los dos escoltas, pum-pum, nada especial. Eran balas de pequeño calibre, así que se quedarían dentro de la cavidad craneal y les harían puré el cerebro.
También le dejaban tiempo suficiente para disparar una tercera bala contra la nuca del conductor. Que el calibre fuera pequeño era especialmente importante en aquel caso, pues manchar el parabrisas de sangre llamaría la atención. La bala hizo lo que se esperaba de ella: le agujereó el cráneo al entrar y pasó el resto de su breve vida atravesando la pulpa gris y las venas del cerebro.
Una vez completados aquellos pasos, volvió a centrarse en la mujer y le quitó la máscara. Comenzó a faltarle la respiración.
—Relájate —ronroneó Sqweegel bajo la máscara—. Duerme. Todavía nos queda un largo camino por delante.
«… nos queda un largo camino».
No iba a quedarse dormida.
No iba a quedarse dormida.
No iba a quedarse dormida.
Sibby se clavó las uñas en las palmas de las manos hasta sentir que la piel le ardía y le empezaba a brotar la sangre.
Prestaría atención a los letreros y las señales de la carretera. Conocía las autopistas del sur de California mejor que nadie. No pensaba comportarse como una niñita asustada, indefensa en la parte trasera de una maldita ambulancia conducida por un monstruo que llevaba un traje blanco.
No, no se podía permitir el lujo de comportarse como una niñita asustada porque iba a ser madre: la persona que supuestamente aleja a los monstruos.
Se clavó las uñas todavía más, hasta que tuvo la sensación de que llegaba al hueso.
No iba a quedarse dormida.
Riggins frenó en seco y derrapó en el arcén. Tras bajar del coche, sacó su pistola y empezó a correr por la 405… pero ya era demasiado tarde.
La ambulancia volvió a arrancar y pasó a su lado a toda velocidad con las luces rojas encendidas.
Disparó tres veces al vehículo, pero sin mucha puntería. Tenía miedo de que las balas atravesaran la carrocería metálica y alcanzaran a Sibby.
«Oh, Dios, Sibby».
¿Qué había pasado? Si Dark había herido a Sqweegel en Nueva York, ¿cómo había llegado a Los Ángeles en tan pocas horas? Riggins se preguntó si Sqweegel no sería en verdad una criatura sobrehumana. Invulnerable a las heridas de bala, dotado con la capacidad de desplegar unas gruesas alas coriáceas y sobrevolar el continente agitándolas.
Mientras corría de vuelta al coche, Riggins supo que ya era demasiado tarde. Sqweegel se había apoderado de ella. Y ya se habían alejado demasiado.
Cuando sobrevolaba Pennsylvania a treinta y cinco mil pies de altura, Dark empezó a sacudir el reposabrazos hasta que notó que el plástico se rompía. Tardaría tres horas en volver a tener cobertura. Algo había ido mal, lo notaba.
Y no podía hacer nada al respecto.
En algún lugar del sur de California
Varias horas después
Lo único que vió al principio fue una pequeña luz roja en un rincón de la habitación.
Luego notó que algo le tocaba el pie derecho.
Sibby intentó zafarse, pero se dio cuenta de que no podía moverse. Estaba atada de pies y manos. Si forzaba la vista, distinguiría las ataduras bañadas en la luz roja. Unas gruesas correas de cuero con remaches de metal le mantenían sus brazos sujetos a los laterales de la camilla y las rodillas dobladas y abiertas en un incómodo ángulo.
—¿Quién está ahí?
Oyó una risita nerviosa, y luego sintió unos dedos fríos y plastificados acariciándole con suavidad el tobillo izquierdo. ¿Estaba todavía en el hospital? Sibby bajó la mirada hacia su barriga de embarazada y vió una esbelta silueta fantasmal. Debían de ser alucinaciones provocadas por los calmantes, pensó. Nada tenía sentido.
El delgado y menudo fantasma empezó a desligar las ataduras de su pie derecho.
Y entonces ella lo recordó todo. Los mensajes de texto. El olor a almendra. Los dolores. Los cortes y la sangre en las palmas de sus manos. Los letreros. La ambulancia.
El monstruo al volante.
Así que allí estaba; aquél era el perturbado que los había estado atormentando.
El diminuto fantasma se detuvo de golpe, como si alguien hubiera presionado el botón de «pausa» en su sistema nervioso. Todo su cuerpo se quedó completamente inmóvil. Parecía que ni siquiera respiraba. Ni siquiera su ajustado traje delataba movimiento alguno; ni un solo bulto o arruga.
Entonces empezó a girar lentamente la cabeza para contemplar a Sibby. Aquellos horribles ojos negros la miraron a través de los agujeros de la máscara. Ella intentó no reaccionar, pero había algo aterrador en aquella cara que decidía permanecer oculta.
—Aléjate de mí —dijo ella.
—¡Vaya! ¡Con lo bien que nos lo pasamos cuando estamos juntos, Sibby! —Él estiró el brazo y le colocó la mano sobre la barriga. Ella intentó no estremecerse—. ¿Es que no sientes la conexión que hay entre nosotros?
—¡No te atrevas a tocarme!
—No estoy haciendo nada que no haya hecho antes —dijo Sqweegel—. Tenemos tantas cosas que hablar, tantas cosas sobre las que ponernos al día…
TIENE A SIBBY
Dark sintió que el corazón se le aceleraba incontrolablemente mientras cruzaba corriendo el aeropuerto de Los Ángeles. Las palabras del último mensaje de texto de Riggins seguían grabadas en su mente.
Ése no había sido su único mensaje. Riggins le había enviado un montón, uno detrás de otro. Dark los había ido recibiendo durante el descenso del avión, en cuanto su móvil volvió a tener cobertura. Cada uno de ellos había sido como un punzón metálico que le atravesaba las costillas y se le clavaba en el corazón.
El primero había sido una advertencia:
AO VA A POR TI
En otras palabras: los de Artes oscuras lo estaban buscando. Hasta entonces, Riggins había conseguido mantener en secreto la identidad falsa que Dark había utilizado. Todo había ido bien durante el viaje a Nueva York, pero a mitad del vuelo de regreso, el nombre —Gregg Ridley— había sido incluido en la lista de vigilancia del Departamento de Seguridad Nacional. Eso sólo podía significar una cosa: Wycoff había averiguado la identidad falsa y había llamado a Artes oscuras.
Dark ya imaginaba que aquello no duraría demasiado. El incidente del puente de Brooklyn debía de haber accionado las alarmas de los esbirros de Wycoff. No era más que un simple juego de eliminación obtener la lista de la gente que había volado a Nueva York y de vuelta a Los Ángeles en aquel periodo de tiempo. Sólo había que cotejar los nombres hasta dar con la poco sólida identidad falsa de Dark.
El segundo mensaje era breve pero escalofriante:
SQ HA DETENIDO LA AMBULANCIA EN LA 405
Y luego:
3 MUERTOS
Y finalmente:
TIENE A SIBBY
¿De qué línea de la cancioncilla se trataba? Sqweegel tenía en su poder a las dos personas más importantes de la vida de Dark. ¿Caerían? ¿Moriría una de ellas?
Dark se sintió como si llevara toda la vida oyendo la cancioncilla; como si fuera un ruido de fondo que había conseguido ignorar hasta entonces, cuando ya era demasiado tarde. Ya no podía dejar de oírla, ni alejarla de su mente el rato suficiente para pensar con claridad. No era más que una jodida burla infantil. La ridícula melodía de un perturbado que finge que sus palabras tienen una especie de poder totémico sobre el mundo. Pero no eran nada. Y él no era nada. Y cuando estuviera muerto, sus palabras se desvanecerían.
Sin embargo, Dark seguía oyendo la voz de su enemigo en la cabeza, susurrándole la cancioncilla…
Uno al día morirá
Dos al día llorarán
Poco después, su torturador cortó la cinta negra que le sujetaba las muñecas y los tobillos y tiró de su brazo para obligarla a incorporarse sobre sus hinchados pies. Ella estaba desesperada por que las grapas que le mantenían en su sitio el fémur izquierdo y el peroné derecho aguantaran el peso.
Sibby no se había movido desde el accidente y al ponerse en pie sufrió un desagradable mareo. Lo que sentía en su interior iba más allá del dolor. Era como si todo su torso palpitara.
Resistirse no le serviría de nada. Podría caerse al suelo y hacer daño al bebé.
—Camina —dijo el perturbado enmascarado. Se colocó el brazo de Sibby alrededor del cuello. A ella le dio asco tocarle, aunque fuera a través del látex, o lo que fuera que llevara puesto.
—Camina —volvió a ordenarle, con un poco más de rabia.
Pero no podía andar. Ni siquiera podía moverse. Apenas habían pasado unos días desde la intervención quirúrgica; no había andado por sí misma desde entonces. Se sentía como si llevara sujetos a sus miembros cuatro pesados bloques de hormigón.
Pero él rozó levemente con el pie la pierna izquierda de Sibby y la obligó a dar un paso. Apoyó su peso sobre ella mientras él le empujaba la otra.
—¿Por qué lo haces?
—Está demostrado que andar puede provocar el parto —dijo él.
—No. No voy a tener a mi hijo en este sucio sóta…
—Camina —gritó él, y le empujó el pie izquierdo. Luego el derecho. Sibby deseó poder golpear a aquel perturbado en la cara con uno de los bloques de hormigón que parecía tener sujetos a los antebrazos. Pero caminar era lo único que podía hacer para evitar caer al suelo.
—Así —dijo él.
El pie izquierdo. El derecho.
—Concéntrate en caminar —ordenó Sqweegel—. Va a ser una larga noche para todos nosotros. Pero menuda noche.
Mientras cruzaba a toda velocidad la terminal del aeropuerto —pasando por delante de restaurantes de comida rápida, librerías, tiendas de objetos de viaje de lujo y muestras de arte público—, Dark rápidamente ideó un plan.
No. Un momento. No debía utilizar su propio coche. Tenía una unidad de GPS. Era rastreable. Tendría que robar uno. Un vehículo que nadie fuera a echar en falta durante las siguientes doce horas.
Entonces vió a uno de los hombres de Wycoff merodeando alrededor de una máquina de alquiler de carros portaequipajes que había justo al lado de la salida. No había duda. Dark recordaba haberlo visto en el muelle de Santa Mónica, dando vueltas a su alrededor como una gaviota que sobrevolara unos restos de pan en la playa. Llevaba el pelo cortado a cepillo. Y su compañero, al que le faltaban dedos de la mano, no debía de andar muy lejos.
El matón ya no llevaba traje. Dark supuso que eran camaleones profesionales. Ahora llevaba un atuendo de lo más convencional: camisa de cuello con botones y manga corta y pantalones de pinzas. La típica imagen de un tipo del montón que va al aeropuerto a recoger a un colega antes de dirigirse a un bar de striptease para tomarse unas cervezas y, quizá, una cesta o dos de alitas de pollo picantes.
Dark no llevaba armas encima. Ni nada que se les pareciera. Había dejado la pistola en Nueva York; tenía demasiada prisa para presentarse como miembro de un cuerpo de seguridad y declararla. No había contado con necesitarla en cuanto saliera del avión.
Mientras permanecía junto a la salida de equipajes pensando en una estrategia viable, Dark vió que el agente de Artes oscuras del pelo cortado a cepillo miraba hacia él y abría ligeramente los ojos.
Al parecer también él tenía una excelente memoria para las caras.
Sqweegel se inclinó hacia delante y, con su huesudo nudillo, le dio un golpecito a Sibby en la barbilla. Ya habían dejado de caminar. A pesar de sus desesperados intentos por permanecer despierta, finalmente ella se había desvanecido.
—El segundo método para inducir el parto es beber aceite de ricino —dijo él, echando su cálido aliento sobre el rostro de ella—. Provoca espasmos en los intestinos. Bébete esto.
Le ofreció a Sibby una botella pequeña y oscura, pero ella se negó a tomarla.
—No.
Sqweegel cogió un cuchillo que descansaba sobre la mesita que había a su lado. Presionó la afilada punta contra el rabillo del ojo de Sibby, junto al lado del conducto lagrimal. Ella gimió, pero logró recomponerse. «No le des ese placer».