Pero no. Había que hacerlo bien. «Como lo haría él».
Dark extrajo el cortavidrios de una pequeña bolsa que llevaba en la cintura. Con la hoja, dibujó un círculo en el cristal, y luego lo extrajo con una ventosa. Metió la mano dentro. Abrió el herrumbroso pestillo. La ventana se abrió. Dark se deslizó dentro.
El suelo de cemento estaba cubierto de heces de animales. Había telarañas en los rincones. En el piso de arriba, más de lo mismo. Junto a la puerta, había una pila de cajas de menús de comida china y una gran cantidad de tarjetas de agentes inmobiliarios.
En la cocina no había nada más que una nevera apestosa, un salero sobre el mostrador y unas tijeras de podar.
El salón estaba vacío, salvo por una serie de estanterías empotradas repletas de polvorientos volúmenes. Un rápido vistazo a los lomos perfectamente ordenados le dejó claro a Dark que ninguno de ellos tenía un
copyright
posterior a 1970. Un libro, sin embargo, sí llamó su atención, pues sobresalía unos milímetros.
El libro se titulaba
Pecadores y sádicos
, y contenía una recopilación cutre de artículos breves sobre asesinos famosos de la historia. Lecturas enfermizas para mentes enfermas. Dark sopló el polvo que se amontonaba en la parte superior de sus páginas, lo abrió, y vió que una de ellas tenía una esquina doblada. Aquella página contenía un artículo corto sobre Lizzie Borden, la mujer acusada —pero nunca condenada— de haber descuartizado a su padre y a su madrastra con una hacha. Borden había sido la O. J. Simpson de su época, una muestra de la cultura pop antes de que existiera la cultura pop.
Todo, desde el libro que sobresalía levemente hasta la página marcada pasando por la colección de libros, resultaba demasiado extraño para tratarse de una coincidencia.
¿Pero con qué finalidad? ¿Qué estaba intentando decirle Sqweegel? Nunca se había mostrado tan abierto hasta entonces. Era como si un asesino en masa hubiera dejado tras de sí una copia de
Helter Skelter
.
Dark continuó inspeccionando la casa.
Armarios, cuartos de baño, dormitorio… nada. Ninguna señal de vida, excepto por una cama individual en una habitación trasera del piso superior. Por lo demás, se habían llevado todos los muebles de la casa. Aunque puede que no fuera aquélla la verdadera función de aquel lugar. Puede que Sqweegel no viviera allí. ¿Entonces para qué la utilizaba?
Piensa como él. ¿Vivirías a la vista de los demás? ¿O utilizarías una casa así para practicar tu capacidad de agazaparte en pequeños escondrijos?
Sí. Quizá.
Dark empezó a inspeccionar todos los espacios que tuvieran bisagras o pudieran abrirse. No dio por válido ningún suelo o techo hasta que lo hubo comprobado con su puño o sus dedos. No pensó que ningún espacio fuera demasiado pequeño.
Pero nada. Ninguna señal de que alguien hubiera estado allí.
Y entonces oyó los helicópteros; parecían estar más cerca. Quizá Constance no hubiera podido retenerlos durante más tiempo, y ya estaban acercándose.
Dark regresó entonces a la habitación trasera para inspeccionar la única pista. La cama individual. ¿De un niño? ¿Era lo suficientemente pequeña? ¿Pero por qué? Dark pasó los dedos por la delgada y raída sábana que envolvía el colchón. A simple vista no había ni pelos ni manchas. Se arrodilló para mirar debajo.
Y allí vió Dark un pequeño pergamino atado con un lacito rosa por el centro y descansando encima de un libro. Imaginó la paciencia que debía de requerir elaborar un objeto tan bonito para luego esconderlo en un lugar tan feo. Una maldad de aquella magnitud requeriría la pericia de un artista. Dark tomó conciencia de que sólo era un elemento más de una interpretación maestra, el equivalente a una nota musical cuyo propósito tan sólo pudiera deducirse cuando se uniera a todas las que la rodeaban. Formaba parte de un aterrador
crescendo
interpretado por cien instrumentos que tocaban una melodía hecha de notas minúsculas e intrascendentes. O que resultaban intrascendentes hasta que la ejecutaba un virtuoso.
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18.00 horas
Sibby no veía casi nada. Sólo unos destellos plateados en la oscuridad. El monstruo mantenía una extraña relación con la luz. O demasiada o muy poca. Nunca un término medio.
Oyó un «clic» metálico, seguido de otro, y luego otro. Entonces distinguió una forma. Era un trípode.
Y los esqueléticos brazos de Sqweegel estaban colocando una videocámara sobre él.
En un momento dado, se detuvo y volvió la cabeza —lentamente, siempre lentamente— y miró hacia Sibby. Sus ojos negros y redondos le helaron la sangre. «Por favor, mira hacia otro lado. Sigue con lo que sea que estés haciendo. Déjame en paz de una vez».
Aunque, claro está, él aún no había terminado con ella.
Sibby tenía el cuello atado a la camilla con una correa de cuero tachonada. La fría hebilla de metal se le clavaba en la barbilla. No podía girar la cabeza. El monstruo también le había vuelto a sujetar las muñecas y los tobillos a la camilla. Las manos y los pies se le estaban empezando a entumecer.
Y tampoco había terminado con el bebé. ¿Dónde estaba?
¿Qué le había hecho?
Sqweegel estaba montando otra cosa, algo mucho más alto que él. Desenredó un sucio cable alargador y lo enchufó a algo que había en el suelo, entonces…
Los ojos de Sibby quedaron cegados por una potente luz.
Hollywood
18.20 horas
Dark salió de la casa de Yucca Street justo cuando la primera furgoneta de Artes oscuras aparcaba enfrente. De ella bajaron tres agentes, todos vestidos de negro. Dark se preguntó si el matón de la nariz rota se encontraría entre ellos. ¿O quizá le habían hecho pagar el precio de su ineptitud en el aeropuerto?
Dark también vestía de negro, así que cruzó sigilosamente el césped y saltó por encima de la verja sin que lo vieran. Poco después estaba de vuelta en el laboratorio del 11000 de Wilshire, solo, buscando alguna prueba en el pergamino que el monstruo había dejado para él.
Uno al día morirá ha sido trasladado a otra sala cerca de usted.
¿Huellas dactilares? Nada. ¿ADN? Nada. ¿Fluidos corporales? Cero.
Dark dio un puñetazo sobre el escritorio y casi tira al suelo un microscopio de diez mil dólares. Quería gritar, quería correr, quería encontrar alguna prueba, por pequeña que fuera, que lo condujera a Sibby.
En vez de eso salió silenciosamente del sótano y cruzó el aparcamiento hasta su coche. Sabía que no podía permanecer demasiado tiempo en el laboratorio sin que Wycoff se enterara. Pronto habría alguna novedad y él quería estar libre cuando sucediera.
Justo cuando arrancaba el coche, sonó su teléfono móvil. Según la pantalla, la llamada era de Sibby. Era obvio de quién se trataba en realidad.
—Voy a por ti —dijo Dark.
—Ya lo sé, Steeeeeeeve —respondió Sqweegel arrastrando la sílaba—. Consigue un portátil. Nuestra última conversación está a punto de comenzar.
—Escucha, hijo de…
Pero ya había colgado.
Tres segundos después, recibió un mensaje con una dirección IP y dos palabras: «30 MINS».
No había tiempo para tonterías. Dark necesitaba a Constance y a Riggins ya. Necesitaba los ordenadores de Casos especiales y su capacidad para localizar señales, sí, pero sobre todo sus cerebros.
Sqweegel quería que Dark viera solo lo que fuera que estuviera planeando. Pero él ya estaba harto de seguirle el juego a ese retorcido monstruo.
Constance continuó con el ardid cuando le contestó.
—Brielle.
—Soy yo.
—Rápido. Estamos desbordados.
—Voy a enviarte un mensaje con una dirección IP —dijo Dark—. Mantenla en secreto si puedes, pero tampoco es tan importante. Haz lo que sea para localizar su origen.
—Vale —dijo ella. Se quedó callada un momento—. Veré lo que puedo hacer. Como te he dicho, estamos desbordados.
—Conéctame a mí también.
—Vale, vale. ¿No es casi medianoche? Vete a casa de una puñetera vez.
—Gracias.
—Deja de molestarme. Adiós.
18.51 horas
De vuelta en su oscura habitación de hotel, Dark encendió su portátil y abrió el navegador. Al instante, apareció una ventana gris y se conectó remotamente al servidor de Casos especiales. Constance había estado esperando a que apareciera en la red.
Si alguien de Artes oscuras estaba prestando atención, podrían encontrarlo utilizando aquella señal en cuestión de segundos. Dark tenía la esperanza de que estuvieran ocupados con cualquier otra cosa. Al menos durante un rato. Todo dependía de hasta qué punto se estuvieran apoyando Wycoff y sus esbirros en el equipo de Casos especiales.
En la pantalla del navegador apareció una imagen de vídeo. Era la trémula imagen de una cámara web en directo. Al principio no se veía nada más que una pared vacía, luces moviéndose y alguna distorsión digital.
La pantalla tembló un poco más, luego la imagen se movió y enfocó una silla de madera. Pasaron tres minutos —Dark veía pasar el tiempo en el reloj del portátil— y entonces se oyó un ruido. Un grito agudo. El llanto de un bebé.
Dark se aferró a los laterales del ordenador. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no romper la carcasa de plástico, destrozar el portátil y perder la señal.
Perder la razón.
Se oyeron más llantos de bebé y un leve susurro. Luego… unos pasos. Suaves pisadas sobre una superficie de cemento.
Y entonces, como una aparición fantasmal, una silueta blanca apareció en la pantalla.
Era Sqweegel, ataviado con su traje de asesino de látex blanco.
Sostenía a un bebé, que llevaba un traje igual al de Sqweegel, pero de su talla.
—Voy a hacerte daño de formas que ni siquiera Dios conoce —dijo Dark.
Sqweegel negó con la cabeza. Se inclinó para acercarse a la cámara. Por los pequeños altavoces del portátil se le oyó decir:
—No tienes por qué gritar, Steeeeeeeve. Te oímos perfectamente. ¿Verdad que sí, mi bebé?
Esa forma de decir su nombre… Se estaba burlando de él. Nadie lo llamaba «Steve», salvo Sibby. «Él lo sabe. Te ha estado observando. Escuchando. Sabe qué teclas pulsar porque te ha abierto la tapa del cráneo y ha estado fisgoneando los circuitos de tu cerebro».
«Abre tú ahora la suya —se dijo Dark—. Y arranca todos los jodidos cables que encuentres».
En la pantalla, Sqweegel alargó la mano hacia la cámara y, por un momento, pareció que fuera a traspasar la pantalla del portátil de Dark y a rodearle el cuello con sus fríos y delgados dedos. En vez de eso, tapó la pantalla con la palma de la mano. Entre los dedos blancos, Dark advirtió que movía la cámara.
En dirección a Sibby.
Estaba atada a una camilla. Desnuda. Indefensa. Pálida. Aterrorizada. Temblando.
—Vamos, cariño —dijo Sqweegel fuera de plano—, saluda a tu marido.
Sibby tenía aspecto de estar drogada. Desorientada. Sufriendo. Movía la cabeza como una mujer ciega, intentando encontrar algo —cualquier cosa— sobre lo que posar la mirada. Hasta que se quedó mirando fijamente la cámara. Mirando fijamente a Steve.
—No te preocupes por mí —dijo—. Salva al bebé de este maníac…
De repente, Sqweegel volvió rápidamente la cámara hacia sí y su rostro ocupó toda la pantalla del navegador.
—Escucha lo que te dice, Steeeeeeve. No te preocupes por ella. Preocúpate por el maníaco que tiene al bebé.
11000 de Wilshire
Constance puso ambas manos sobre los hombros del agente que estaba grabando la emisión de la cámara web y analizándola al mismo tiempo. Al principio el hombre se estremeció, pero se relajó al ver que se trataba de Constance. Llevaba demasiadas horas despierto, le dolían los ojos de tanto mirar la pantalla.
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Has visto algo?
—Vuelve a poner la imagen de la mujer —dijo ella.
El agente detuvo la grabación y rebobinó hasta llegar al breve segmento en el que aparecía Sibby atada a la camilla.
—Ahí —señaló Constance—. Congela la imagen.
—Eh —dijo Riggins volviéndose hacia ellos—. ¿Habéis encontrado algo?
—Ahí… encima de su cabeza. ¿Lo veis?
Riggins forzó la vista.
—¿Es un cuadro enmarcado?
—No —respondió Constance—. Creo que se trata de una ventana. Si te fijas, verás que entra algo de luz natural. Es tenue, pero creo distinguirla…
Mientras tanto, el resto del equipo de Casos especiales estaba ocupado atacando la dirección IP desde todos los frentes, rastreando el proveedor del servicio y la localización aproximada. Alguien exclamó:
—Está en el área metropolitana de Los Ángeles.
Y allí era donde la mayoría de las búsquedas de la IP llegaban a su fin. Para ir más allá necesitaban una orden judicial o piratear ilegalmente los archivos del proveedor de internet. Aquella dirección IP, sin embargo, era poco corriente. Parecía llevar a una especie de proveedor de Internet «de paja» que robaba ancho de banda a una docena de proveedores distintos. Era como si un hombre robara diariamente unos cuantos peniques a miles de bancos hasta ser lo suficientemente rico como para abrir su propio banco.
—¿En qué lugar de Los Ángeles? —preguntó Riggins.
—Estoy en ello…
—Date prisa. —Y se volvió hacia Constance—. ¿Tú qué tienes?
El agente había ampliado la imagen de la ventana y luego la había tratado digitalmente. Se podría ver claramente la cima de una montaña nevada.
Riggins negó con la cabeza.
—Eh —exclamó—. ¿No habíais dicho que estaba en Los Ángeles?
—Y así es —contestó alguien—. De eso estamos seguros.
—¿Dónde está la estación de sky más cercana?
Se mencionaron unos cuantos nombres —Bear Mountain, Mount Baldy, Mountain High, Snow Valley, Snow Summit—, todas situadas al nordeste de la ciudad, en las montañas que había más allá del valle de Antelope.
—No —dijo uno de los agentes que rastreaba la dirección IP—. No puede estar ahí. Creemos que se encuentra al sur de la ciudad.
—No puede ser —dijo Constance—. Sin duda se trata de una montaña nevada. Si pudiéramos identificar la cima, quizá podríamos triangular…
Hollywood