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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26 (24 page)

BOOK: Nivel 26
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Lo cual tenía sentido, pues él los vendía ilegalmente.

Y si Constance estaba en lo cierto, el tipo se merecía toda la mierda que ella le iba a echar encima.

El propietario terminó de abrir el cerrojo y entró por la puerta. El letrero de la tienda decía «NEUROTIC EXOTICS
[6]
». Era un negocio especializado en animales raros y exóticos. Sobre todo pájaros. La puerta no había llegado a cerrarse del todo tras él cuando Constance la volvió a abrir y entró por ella. Era un lugar claustrofóbico, abarrotado de cosas y de pequeñas criaturas que revoloteaban y piaban nerviosas mientras batían las frágiles alas contra los barrotes de sus jaulas.

—Oh —dijo el propietario—. Todavía no hemos abierto.

Constance sonrió y se acercó a él.

—No le importa que mire un poco, ¿verdad?

El propietario parecía estar algo inquieto, así que ella extendió la mano y le tocó el antebrazo para tranquilizarlo.

—No estaré mucho rato —dijo Constance—. Llego tarde al trabajo, pero estoy buscando un regalo para mi madre; le apasionan los pájaros.

A regañadientes, el propietario hizo un gesto con la mano, farfulló algo para sí y se metió detrás del mostrador a ordenar unos papeles. Constance fingió echar un vistazo, pero sabía exactamente lo que estaba buscando.

—Este de aquí —dijo—. Este camachuelo. ¿Lo de «AZ» quiere decir que proviene de Arizona?

El propietario tragó saliva como si hubiera ingerido accidentalmente un pequeño ratón de campo. Los papeles se le cayeron de las manos.

—Será mejor que se vaya —le dijo—. Como ya le he dicho, todavía no hemos abierto.

—Pero es tan bonito.

Para entonces, el propietario ya había sacado las llaves del bolsillo y conducía nerviosamente a Constance hacia la salida. A ella no le importó; ya tenía la prueba que necesitaba.

De vuelta a su coche, Constance envió un mensaje al busca de Dark.

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Capítulo 67

Upper East Side, Nueva York

Viernes/18.45 horas

Dicen que Manhattan nunca duerme, pero a determinadas horas de la tarde hay remansos de silencio en todas partes. Especialmente en los barrios donde la vida se va apagando a medida que el reloj se acerca a la noche. En barrios como aquél.

Dark avanzaba silenciosamente por una calle arbolada. Seguía sorprendido por haber logrado llegar hasta allí sin que nadie hubiera intentado detenerlo. Constance se las había apañado para facilitarle la identidad de un agente de Casos especiales que en aquel momento se encontraba de permiso familiar —es decir: se había vuelto loco e intentaba recuperar la cordura mediante una larga y cara terapia—. El tipo se parecía vagamente a Dark, pero lo cierto es que nadie los hubiera tomado por primos; y menos por hermanos.

Aun así, un avión lo había trasladado de LAX a Newark, y un coche privado lo había llevado allí, a aquel edificio, sin incidente alguno. Dark se sentía algo mareado por el viaje. Tenía la sensación de que todavía era media tarde; el entorno que lo rodeaba, sin embargo, le decía lo contrario. Hacía mucho que no viajaba a Nueva York, que no tenía que adaptarse al cambio de horario.

Estaba frente a la fachada de una casa unifamiliar de tres pisos y llamaba al timbre con el dedo desnudo.

Dark había comenzado así su carrera: llamando a las puertas, esperando que alguien contestara. Con frecuencia, nadie lo hacía.

Tampoco entonces obtuvo respuesta.

Dark empujó la puerta suavemente con los dedos. Se abrió con un chirrido y se separó unos milímetros del marco. Aquello le olía mal. Nadie dejaba la puerta abierta en Manhattan desde antes de que Brooklyn se incorporara a la ciudad.

—Señora Dahl —gritó Dark; luego entró en la casa—. ¡FBI!

Nada.

Una vez dentro, Dark comprobó que se trataba de la vivienda de una mujer; o al menos, que una mujer se había encargado de la decoración. Jarrones con flores. Figuritas de animales de porcelana. La leve fragancia de las velas. El único elemento masculino del lugar descansaba en un marco dorado que había sobre un aparador: la fotografía de un fornido bombero. El texto de la pequeña placa decía: «LOS QUE CAYERON NUNCA SERÁN OLVIDADOS», seguido de una fecha: 11 de septiembre de 2001.

Había más fotografías en la casa. Las paredes estaban repletas de instantáneas de una vida activa. Una pareja besándose en su boda —la novia, ya mayor, debía de ser Barbara Dahl—. Otra hecha desde las gradas de un partido de fútbol entre los departamentos de policía y de bomberos de Nueva York. Una merienda en el patio trasero en la que se veía una barbacoa humeante y una nevera repleta de cerveza helada. Pronto Dark advirtió el elemento que las unía: en todas se veían telas rojas, blancas y azules. En algunas fotografías era una bandera; en otras, un banderín. Pero estaba claro que todas eran fotografías posteriores al 11-S, cuando el país se había sumergido en sus colores porque era una de las pocas cosas que se podían hacer.

—¿Señora Dahl?

Barbara Dahl se había vuelto a casar después de perder a su primer marido en el atentando contra las Torres Gemelas. Dark comprobó que en la casa no quedaba prueba alguna de aquel primer matrimonio. Quizá no había podido borrarlo de su memoria, pero sí se las había arreglado para eliminarlo de su casa.

Dark dobló una esquina y vió una puerta que llevaba al sótano. Descendió rápida y silenciosamente por la escalera de cemento hasta llegar a una habitación tenuemente iluminada. En un segundo descubriría por qué la señora Dahl no le había contestado.

Lo primero que percibió fue el olor.

Al doblar la esquina, Dark vió el cuerpo de la mujer colgando de un cinturón de piel sujeto a las cañerías del techo. La lengua le asomaba por entre los labios entreabiertos, como si hubiera muerto en medio de una frase. Se le habían vaciado los intestinos, lo cual explicaba el olor. Un zapato descansaba sobre el suelo; el otro lo llevaba todavía puesto en el pie, que estaba suspendido a medio metro del suelo.

Pero Dark no se dejó impresionar por la truculenta visión del cadáver. Oyó un ruido en el piso de arriba: el chirrido de la puerta principal.

Inmediatamente se dio media vuelta y apuntó con su pistola hacia la oscuridad. Luego empezó a cruzar lentamente el sótano. Tres pasos sonaron sobre los listones de madera que tenía encima… después, silencio.

¿Habría oído a Dark la persona que estuviera arriba? ¿Era ésa la razón por la que se había detenido?

¿Sería Sqweegel?

Mientras Dark se dirigía hacia las escaleras, oyó más pasos. Ahora eran más sigilosos y cautelosos; tan sólo se percibía el crujir del suelo de madera bajo el peso de cada pisada.

La mente de Dark rememoró la última vez que estuvo al acecho bajo unos tablones de madera: en la iglesia de Roma. Desde entonces, casi todas las noches fantaseaba con apuntar su arma hacia arriba y disparar a través de los tablones. De haber vaciado el cargador contra el andamiaje que tenía encima, seguramente alguna de las balas habría alcanzado al monstruo. Y una bala habría sido suficiente para evitar la pesadilla que siguió a aquello.

La tentación de apuntar al techo del sótano y empezar a disparar era muy fuerte. Pero, por supuesto, Dark no lo haría. No sin asegurarse de que se trataba de su presa.

Se movería lo más silenciosamente que pudiera y lo interceptaría a medio camino. Ojalá se encontrara ante aquel cuerpo serpenteante enfundado en látex blanco…

Los pasos se detuvieron en lo alto de la escalera del sótano. Dark levantó su arma y apuntó hacia la abertura de la puerta.

La sombra de una cabeza se asomó por ella.

—Quieto —dijo Dark.

La sombra pareció asentir, luego se sorbió la nariz y se aclaró la garganta.

—Las putas manos en alto… ¡Ahora! —exclamó Dark mientras alargaba la mano hacia el interruptor de cordel y encendía la única bombilla que había en la escalera.

La sombra hizo lo que le decía justo cuando la luz lo iluminó. Era un hombre de mediana edad que todavía llevaba puestos los pantalones del departamento de bomberos y una camiseta blanca. Dio un paso adelante con las manos en alto. En una de ellas llevaba un trozo de papel.

Tenía las mejillas rojas y llenas de lágrimas.

—No he podido tocarla —dijo con voz trémula—. No he podido descolgar el teléfono ni tampoco tocarla. Oh, Dios, Barb…

Dark lo hizo pasar. Luego, con paciencia, consiguió que el hombre le contara lo que había pasado: se trataba del bombero Jim Franks, el segundo marido de la señora Dahl. Acababa de terminar un turno en el Bronx y había vuelto rápidamente a casa para estar con Barbara, que, desde hacía un tiempo, estaba pasando una mala época. Al llegar había encontrado su cuerpo y la carta; entonces había entrado en una especie de
shock
. Franks era bombero; conocía bien los síntomas. Sabía qué era lo que le estaba pasando. De algún modo, había conseguido salir del sótano y se había dirigido al patio trasero de la casa para recobrar el aliento y poner en orden sus pensamientos. Hasta que no pasó bastante tiempo —Franks ni siquiera sabía exactamente cuánto— no se le ocurrió bajar la mirada para leer la nota. Y entonces volvió a entrar en
shock
.

—¿Puedo verla? —preguntó Dark.

A regañadientes, Franks le dio a Dark la nota a la que se había estado aferrando.

«Echo de menos a mi marido. Lo siento, Jim. Quédate con el dinero».

—¿Qué dinero? —preguntó Dark.

Capítulo 68

Brooklyn, Nueva York

Al otro lado del East River, delante de un hospital de Brooklyn, las cuatro viudas esperaban pacientemente dentro de una gran furgoneta blanca. Aquella noche iban a hacer algo nuevo: una excursión. Habían recibido una llamada aquel mismo día; las habían informado de que debían reunirse con él delante del hospital en vez de acudir al sótano donde solían asistir a terapia de grupo. La mayoría habían acogido bien la idea. Suponía un cambio respecto a la brillante luz de esa habitación que apestaba a desinfectante.

También suponía una distracción de la tragedia de los caballos.

Aquella matanza sin sentido las había afectado de distintas formas, pero ninguna de ellas se la podía quitar de la cabeza. Los símbolos terminan por asumir vida propia y, cuando alguien destruye el símbolo vivo de alguien a quien echas mucho de menos, es casi como volver a experimentar el dolor original. Y, de nuevo, la ciudad las acompañaba en su pesar.

¿Por qué querría alguien disparar a aquellos pobres caballos? La cosa iba más allá de lo que se podría considerar una broma macabra. Y tampoco había ningún motivo financiero. Sólo había víctimas, no beneficiarios.

No les habían revelado adonde irían de excursión, pero algunas de las viudas suponían que sería a las caballerizas de la policía montada. Su terapeuta creía que había que enfrentarse a la fuente del dolor. «Plántenle cara —les dijo una vez—, y serán capaces de mantenerlo a raya».

A lo que algunas de las viudas querrían enfrentarse era a su pomposa carita…

Aun así, su método parecía funcionar. Y, como consecuencia, las viudas confiaban en él, razón por la que lo esperaban pacientemente dentro de una furgoneta blanca y mal ventilada.

Al cabo de un rato, un hombre delgado —tan pulcro como anodino— abrió la puerta del asiento del conductor. En cuanto se hubo sentado, se volvió hacia las mujeres con una gran sonrisa en la cara.

—Hola, señoras. Soy Ken Martin y seré su conductor. El doctor Haut me ha pedido que las lleve; él las espera allí. ¿Están listas? ¿Alguna pregunta?

No, no había preguntas. Ya imaginaban lo que el doctor Haut les había preparado; una vez más iban a plantarle cara a su dolor. Ninguna de ellas quería ver las cuadras, ni las placas de las paredes que les harían recordar a sus maridos. Pero si las iba a hacer sentir mejor…

—Muy bien —dijo Martin, más conocido como Sqweegel por el FBI, mientras arrancaba el vehículo.

—No quería el dinero —dijo Franks—. Ya le había dicho que no me interesaba.

—¿Qué dinero? —repitió Dark.

Franks miró a Dark fijamente; luego suspiró.

—Después del 11-S, mi capitán envió a unos cuantos bomberos a visitar a las viudas que habían perdido a sus maridos en el atentado. Yo estaba entre ellos. Pretendía ser una buena obra. Para algunos, fue una forma de encontrar algo de paz. Para otros, supuso un suplicio de seis meses. Y otros encontramos…

Dark terminó la frase por él.

—Usted encontró una esposa.

—Sí —afirmó Franks.

—¿Estaba casado en aquella época?

—Sí, lo estaba. Y con dos hijos. El matrimonio es duro, sobre todo si te dedicas a esto. Tu esposa no entiende lo que implica tu trabajo y, hagas lo que hagas, estás jodido. No puedes obligar a otra persona a que sea feliz. Imagínese lo que supuso para mí conocer a alguien que quería volver a ser feliz. A alguien a quien podía hacer feliz. Eso fue lo que me sucedió con Barb.

Dark asintió.

—¿Y el dinero?

—Muchas viudas de fallecidos en el 11-S recibieron millones de dólares de sus pólizas de seguros. Resulta especialmente duro rechazar una nueva vida cuando la antigua es una mierda y te pasas el tiempo intentando salir del agujero, ¿entiende lo que quiero decir?

De repente, Dark consiguió encajar otra pieza. De nuevo se trataba de una cuestión de rectitud moral. A Sqweegel no le interesaba la institución de la policía; en realidad estaba haciendo una declaración sobre la institución del matrimonio.

—Sé lo que quiere decir —respondió Dark. Metió la mano en el bolsillo, sacó la lista de las viudas y se la dio a Franks.

—¿Conoce a estas mujeres?

—Sí, las conozco. Son amigas de Barb. Van juntas a una especie de terapia de grupo.

Cuando pronunció su nombre, Franks estuvo a punto de volver a perder el control. Dark necesitaba que aguantara un poco más; después tendría todo el tiempo del mundo para remover entre los escombros de sus decisiones.

—Tenemos que llamarlas. Ahora.

Capítulo 69

El teléfono móvil de Debra Scott comenzó a sonar. Rebuscó dentro de su bolso, apartó la cartera, el aerosol de defensa personal, y unos cuantos juguetes que su hija de ocho años solía meter allí de vez en cuando para tomarle el pelo («No, mamá, no tengo ni idea de cómo ha ido a parar eso a tu bolso… Quizá necesites uno más grande… así podrías darme el viejo»). El «viejo» era un Kipling de 350 dólares. Ni en sueños se lo daría a su hija.

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