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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (49 page)

BOOK: Nivel 5
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Phido
le iba a ser de más ayuda de la que el propio perro creía.

Rápidamente, Levine se introdujo en el vestíbulo, maniobrando el botón giratorio de su ordenadora y avanzó más allá del puesto de guardia. Se detuvo un momento y trató de recordar la disposición de los planes de la sede central que Mimo le había vertido antes en su ordenador, a primeras horas de la noche. Luego dejó atrás la batería de ascensores principales para dirigirse hacia la estación secundaria de seguridad. Sabía que, en el interior del edificio real, esta estación contaría con un personal abundante. Más allá había otra batería más pequeña de ascensores. Se aproximó al más cercano y pulsó el botón de llamada. Al abrirse las puertas, Levine se introdujo mediante el botón giratorio de su ordenador. Marcó el número 60 en el teclado numérico de su ordenador: el piso superior de la sede central de GeneDyne, donde se hallaba situada la sala octogonal de Scopes.

«Gracias —dijo la misma voz neutral que había controlado el ascensor real en que se encontraba—. Por favor, indique la contraseña de seguridad.»

«
Phido
, indica las pulsaciones para este lugar», tecleó Levine.

«"Uno debe perdonar a sus enemigos, pero no antes de verlos ahorcados." Heine.»

Mientras el ascensor del ciberespacio se elevaba hacia el sexagésimo piso, Levine intentó no pensar en la paradójica situación en que se hallaba: sentado, con las piernas cruzadas, en un ascensor detenido entre dos pisos, conectado a una red informática dentro de la cual se movía ascendiendo en otro ascensor, en un espacio tridimensional simulado.

El ascensor virtual aminoró la marcha y luego se detuvo. Con el botón giratorio, Levine avanzó por el pasillo que había más allá. Al final de un largo pasillo, vio otra estación de guardia bajo el brillo de numerosos monitores de circuito cerrado. Evidentemente, cada lugar del sexagésimo piso y de todos los pisos inferiores se hallaba sometido a un control permanente por vídeo. Se acercó a los monitores y los escudriñó uno a uno. Mostraban salas, pasillos, paneles de ordenadores, e incluso la misma estación de guardia en la que estaba, pero no encontró a nadie que pudiera ser Scopes.

A partir de los planos de seguridad de Mimo, Levine sabía que la sala octogonal se hallaba en el centro del edificio. No había vistas desde las ventanas para Scopes; la única vista que le interesaba era la de una pantalla de ordenador.

Levine avanzó más allá del puesto de guardia y dobló a la izquierda, por un pasillo levemente iluminado. En el extremo más alejado vio otro puesto de guardia. Lo dejó atrás y se encontró en un pequeño vestíbulo, con puertas a ambos lados. Al fondo se veía una gran puerta cerrada. El sabía que daba acceso a la sala octogonal. Avanzó por el pasillo con el botón giratorio de su ordenador y se apoyó contra la puerta. Estaba cerrada con llave.

«
Phido
—escribió— índica las pulsaciones para este lugar.»

«¿Me va a dejar ahora?», preguntó el perro cibernético.

Levine creyó percibir un tono de queja en la pregunta.

«¿Por qué lo preguntas?»

«No puedo seguirle más allá de esa puerta.»

Levine vaciló.

«Lo siento,
Phido
, pero tengo que continuar. Te ruego que indiques las pulsaciones para este lugar.»

«Muy bien. "No me sorprendería nada que se hubieran follado a todas las chicas que asistieron al partido entre Harvard y Yale." Dorothy Parker.»

A continuación la enorme puerta se entreabrió. Levine hizo una pausa, respiró profundamente y preparó la mano sobre el botón giratorio de su ordenador. Entonces, lentamente, maniobró para entrar en lo que tenía que ser el misterioso cifraespacio de Scopes.

Nye estaba de pie en el centro de la hondonada, sujetando las riendas de
Muerto
. La historia de su humillación aparecía claramente escrita en la arena y la hierba. De algún modo, Carson y aquella india habían advertido su presencia, habían tomado sigilosamente los caballos y se habían largado. Era increíble que hubieran podido alejarse, pero las huellas no mentían.

Se volvió. La sombra estaba todavía a su lado, pero cuando la miró directamente tuvo la impresión de que desaparecía.

Se dirigió hacia el extremo de la hondonada. Los dos habían ido hacia el este, en dirección a los campos de lava donde, sin duda, esperaban ocultarse. Aunque cabalgar sobre los lechos de lava era una tarea lenta, Nye tendría pocos problemas para seguir sus huellas. Con sólo nueve litros de agua, sólo era cuestión de tiempo que sus caballos empezaran a desfallecer. No había prisa. El final del desierto seguía estando a 160 kilómetros de distancia.

Nye montó y empezó a seguirlos. Habían caminado durante un rato, llevando los caballos de las riendas, y luego habían montado. Las huellas se separaban gradualmente. ¿Sería un truco? Nye siguió el conjunto de huellas más pesadas, convencido de que pertenecían a Carson.

El sol asomó por las montañas y arrojó sombras hacia el horizonte. A medida que se elevó en el horizonte, las sombras empezaron a encogerse, y en el aire ascendió el olor de la arena caliente y los matojos de creosote. Iba a ser un día muy caluroso. Y en ningún otro lugar sería más caluroso que entre los lechos de lava negra del Malpaís.

Disponía de mucha agua y munición. La hora aproximada que le llevaban de ventaja no podía significar más de siete u ocho kilómetros. Esa distancia se reduciría considerablemente en cuanto la lava enlenteciera su avance. Aunque ya no contaba con la ventaja de la sorpresa, el hecho de que ellos conocieran su presencia les obligaría a viajar a pleno calor del día.

Los dos rastros volvían a juntarse a unos ochocientos metros antes de llegar a la lava. Nye los siguió hasta allí. Sin necesidad de desmontar, vio las marcas blanquecinas sobre el basalto, allí donde las herraduras habían arañado la roca. Seguir aquellas huellas resultaría fácil, ahora que el sol estaba alto.

Todavía eran las primeras horas de la mañana y la temperatura debía de ser de unos agradables veintisiete grados. Pero dentro de una hora habría aumentado en diez grados, y al cabo de otra hora superaría los cuarenta. A 1.300 metros de altura y con un cielo claro, el calor del sol alcanzaría una intensidad abrumadora. La única sombra que podía encontrarse sería bajo el vientre de un caballo. Así pues, si no lograba alcanzarlos antes del anochecer, el desierto se encargaría de ellos.

El lecho de lava se extendía por delante en grandes formaciones desiguales, y se perdía en la distancia ilimitada. En algunos lugares había trozos de lava rota, bloques hexagonales fracturados allí donde se había derrumbado la parte superior de conductos subterráneos. En otros lugares había bordes de presión, donde el antiguo lecho había elevado detritus y bloques de lava en enormes amontonamientos. El terreno ya empezaba a moverse a medida que el basalto negro absorbía la luz del sol y la despedía en forma de calor.

Muerto
avanzó con cuidado sobre el lecho de lava. Los cascos de los caballos arrancaban sonidos y tintineos entre las rocas. Un lagarto se escabulló en una grieta. Nye sintió sed y bebió un largo trago de agua de una cantimplora. El agua todavía estaba fresca y tenía un suave y agradable sabor a lino.

La sombra seguía allí, y caminaba incansable al lado del caballo, sólo visible indirectamente. No había vuelto a hablar, y a Nye empezó a resultarle agradable su presencia.

Al cabo de unos kilómetros, desmontó para seguir las huellas con mayor facilidad.

Carson y De Vaca habían continuado hacia el este, en dirección a un bajo cono de cenizas. El cono se abría por el extremo oeste y casi se fundía con el río de lava, con sus lados elevados como dos puntos hacia el feroz cielo azul. Las huellas se dirigían directamente hacia la baja abertura.

Nye experimentó una oleada de triunfo. Carson y la furcia india sólo podían dirigirse hacia el cono de ceniza con un único propósito: encontrar refugio. Creían haberle despistado al introducirse entre la lava. Al darse cuenta de que cruzar el desierto durante el día era una decisión suicida, se disponían a esperar en el cono de ceniza hasta que llegara la noche, para continuar su viaje amparados por la oscuridad.

Entonces observó un hilillo de humo surgir de la parte interior del cono de ceniza. Nye se detuvo y lo miró con incredulidad. Carson tenía que haber cazado algo, probablemente un conejo, y estaba atareado con su festín. Examinó el rastro cuidadosamente y luego examinó el terreno hacia los lados, en busca de otras huellas. Carson había demostrado ser un hombre de recursos. Quizá había un rastro de salida por el extremo más alejado del cono.

Dejó a
Muerto
a una distancia segura y se movió con precaución, con infinita paciencia, permaneciendo oculto a medida que trazaba un círculo alrededor del cono de ceniza. El humo y las huellas podían ser alguna clase de trampa.

Pero no había la menor señal de una trampa. Y tampoco vio huellas que se alejaran del cono. Los dos habían entrado en el cono de ceniza y no habían salido.

Inmediatamente, Nye supo lo que tenía que hacer: subir por la parte posterior del cono, allí donde las paredes de lava se elevaban irregularmente. Desde aquella altura podría disparar contra el interior del cono, donde no había ningún lugar para protegerse.

Regresó en busca de
Muerto
y se movió trazando un arco amplio, para dirigir el caballo alrededor del extremo sureste del cono. Allí, en las sombras cercanas y silenciosas, le ordenó a
Muerto
que se quedara quieto. Luego, con cuidado, inició la ascensión de la ladera del cono, con el rifle colgado a la espalda y una caja de munición en el bolsillo. Las cenizas eran menudas y de tacto caliente, y resbalaban y hacían ruido al subir por la ladera, pero sabía que el ruido no llegaría hasta el interior del cono.

Al cabo de pocos minutos consiguió llegar al borde del cono. Retiró el seguro del Holland Holland y se arrastró hasta el borde.

A unos treinta metros por debajo distinguió un fuego que se apagaba. Extendida sobre un matojo de chamizo vio una prenda de tela que parecía haber sido lavada y puesta a secar. Cerca colgaba una camiseta. Aquello era su campamento. Pero ¿dónde demonios estaban?

Miró alrededor. Había un agujero en un lado del cono de ceniza, sumido en profundas sombras.

Tenían que estar descansando a la sombra. ¿Y los caballos? Seguramente Carson los había dejado atados por las patas para que rumiaran lo que encontrasen.

Nye se sentó a esperar y se acarició la mejilla con la culata del rifle. Cuando salieran de la sombra, los cazaría como a conejos.

Transcurrieron cuarenta minutos. Entonces Nye vio que la sombra que le seguía siempre a su lado empezaba a agitarse con gestos de impaciencia.

—¿Qué ocurre? — susurró.

—Eres un estúpido —repuso la sombra—. Un maldito estúpido, un…

—¿Qué? —susurró Nye.

—Un hombre y una mujer, muertos de sed, que utilizan su última agua para lavar una pieza de ropa —dijo la voz con tono burlón—. A cuarenta grados de temperatura encienden un fuego.

Estúpido, estúpido, estúpido…

Nye sintió una sensación de hormigueo en la nuca. La voz tenía razón. Aquel canalla se las había arreglado para escapársele por segunda vez. Nye se incorporó soltando una maldición y se deslizó al interior del cono, sin hacer el menor intento por ocultar su presencia. El hueco en sombras en el lado del cono estaba vacío. Nye recorrió el campamento, para comprobar el nuevo engaño en que había caído. La pieza de tela y la camiseta eran dos prendas de las que evidentemente podían desprenderse, y que sólo tenían la intención de hacerle creer que el campamento estaba ocupado. No observó el menor indicio de que Carson y De Vaca se hubieran detenido para nada, aunque observó huellas que indicaban que los caballos habían estado allí por un breve período. El fuego se había preparado apresuradamente con trozos de madera que inevitablemente harían humo.

Ahora le llevaban una hora y cuarenta minutos de ventaja. O quizá un poco menos si tenía en cuenta el tiempo que debían de haber empleado para disponer aquel irritante escenario.

Se dirigió hacia la apertura del cono de cenizas y trató de descubrir hacia dónde habían ido, haciendo esfuerzos para que la cólera no le hiciera caer. ¿Cómo no había detectado sus huellas de salida?

Recorrió la periferia del cono hasta que se encontró de nuevo con las huellas de entrada. Examinó cuidadosamente las cercanías de la entrada. Siguió las huellas de entrada y luego volvió a seguir las que se alejaban del fondo del cono. Repitió la operación una y otra vez. A continuación, se alejó unos cien metros y rodeó lentamente todo el cono, con la esperanza de encontrar el rastro.

Pero no encontró nada. Habían entrado a caballo en el cono de ceniza y luego se habían desvanecido. Carson le había engañado. Pero ¿cómo?

—Dime cómo —preguntó en voz alta, volviéndose hacia la sombra.

La sombra se alejó de él, como una presencia oscura, siempre en la periferia de su visión, y se mantuvo burlonamente silenciosa.

Regresó al fingido campamento y comprobó de nuevo el cercano agujero, esta vez con mayor cuidado. Nada. Se alejó y examinó el terreno. Había manchas de arena arrastrada por el viento y de campos de ceniza en el suelo del cono. A un lado encontró una zona ligeramente perturbada que no había examinado antes. Se arrodilló y se inclinó, con la vista a pocos centímetros de la arena. Algunas marcas mostraban deslizamiento y retorcimiento. En ese lugar, Carson había hecho algo con los caballos. Y allí terminaban las huellas.

No del todo. Encontró una huella débil y parcial de un casco sobre una extensión de arena, a pocos metros de distancia. Una huella que indicaba claramente por qué no encontraba más huellas en las rocas.

El muy hijo de puta les había sacado las herraduras a los caballos.

Carson calculó que llegarían al borde de la lava al cabo de unos kilómetros. Sabía que era crucial conseguir que los caballos llegaran de nuevo a la arena lo más pronto posible. Aunque los tiraban de las riendas, sin montarlos, los cascos no tardarían en inflamarse. Si avanzaban durante algún tiempo sobre la lava, sin herraduras, no tardarían en cojear. Y entonces existiría una posibilidad muy real de que se produjera una catástrofe, que un caballo se hiciera daño en un casco, o que se le inflamara el blando centro del mismo.

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