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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (53 page)

BOOK: Nivel 5
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—¿A qué estamos esperando? — preguntó Susana.

—A la puesta del sol —contestó él. El trago de agua ya parecía como un sueño maravilloso e inalcanzable. Pero hablar ya no era la lacerante tortura que había sido—. Los coyotes abrevan a la puesta del sol y entonces suelen empezar a aullar. Confiemos en que la fuente se encuentre a menos de un par de kilómetros para que podamos oírlos. De otro modo…

—¿Que hay de Nye?

—Sigue buscándonos, de eso estoy seguro —contestó Carson—. Pero creo que lo hemos perdido.

Ella guardó silencio.

—Me pregunto si don Alonso y su esposa sufrieron todo esto —dijo al fin.

—Probablemente, pero encontraron una fuente.

Guardaron silencio. El desierto permanecía mortalmente inmóvil.

—¿Hay alguna otra cosa que recuerde sobre esa fuente? — preguntó Carson al cabo de un rato.

Ella frunció el entrecejo.

—No. Iniciaron el cruce del desierto al anochecer, y condujeron su ganado hasta que estuvieron a punto de desfallecer. Entonces los encontró el apache que les indicó la fuente.

—Eso quiere decir que debían de hallarse aproximadamente a medio camino.

—Cuando emprendieron el camino llevaban barriles de agua en las carretas, así que probablemente llegaron más lejos.

—Y se dirigieron al norte —dio Carson.

—Exacto. Al norte. — ¿Recuerda algo acerca de su situación?

—Ya se lo he dicho. Estaba en una cueva, al pie de las montañas Fray Cristóbal. Eso es todo lo que recuerdo.

Carson efectuó unos cálculos rápidos. Estaban a unos setenta kilómetros al norte de Monte Dragón. Las montañas se encontraban a unos quince kilómetros al oeste, justo la distancia que podrían recorrer los coyotes.

Carson se levantó con un esfuerzo.

—El viento sopla hacia las montañas Fray Cristóbal. Los coyotes vinieron desde el oeste, de modo que quizá, sólo quizá, el Ojo del Águila esté al pie de las montañas hacia el oeste.

—Eso ocurrió hace mucho tiempo —repuso ella—. ¿Cómo sabe que la fuente no está seca?

—No lo sé.

Ella se sentó sobre la arena.

—No estoy segura de poder recorrer esos quince kilómetros.

—Se trata de eso, o de morir.

—Tiene usted una forma muy directa de plantear las cosas, ¿sabe? — De Vaca se levantó con esfuerzo—. Vamos.

Nye trotó a lo largo del río de lava durante un trecho y luego torció hacia el este, para alejarse de las montañas y asegurarse de que ellos no se cruzaran con su rastro. Aunque Carson había demostrado ser un adversario digno, tendía a cometer errores cuando se sentía demasiado confiado. Nye quería que se sintiera lo más confiado posible. Tenía que hacerle creer que él les había perdido la pista.

Muerto
seguía manteniéndose fuerte, y Nye se sentía bien. El dolor de cabeza había remitido.

Hacia las cuatro volvió a dirigirse al norte y regresó al borde del río de lava. Hacia el sur distinguió una bandada de buitres. Llevaban sobrevolando aquella zona desde hacía bastante rato. Probablemente habría algún animal muerto. Aún era demasiado pronto para que Carson y De Vaca atrajeran a tantos buitres.

Se detuvo de repente. El muchacho se había desvanecido. Sintió pánico.

—¡Eh, muchacho! — llamó—. ¡Muchacho!

Su voz se apagó, absorbida por la arena del desierto. Había poca cosa en el interminable paisaje árido que pudiera reflejar el sonido.

Se incorporó sobre los estribos y se hizo bocina con las manos.

—¡Muchacho! — gritó.

La desastrada figura surgió desde detrás de una roca baja, abrochándose la bragueta.

—Estoy aquí. No hace falta que grites tanto. Sólo había ido al lavabo.

Nye espoleó al caballo y lo puso rápidamente al trote. Aún faltaban más de cuarenta kilómetros hasta el lugar donde pensaba tender su emboscada. Estaría allí antes de la medianoche.

La imagen que mostraba la enorme pantalla era la de una destartalada mansión victoriana del más puro estilo neogótico, cubierta con un imponente tejado de doble vertiente con terraza para contemplar el paisaje. Un pórtico blanco se extendía frente a la casa y a ambos lados. Al mirar hacia arriba, Levine observó que toda la estructura estaba a oscuras, a excepción de un pequeño desván octogonal situado en lo alto de la torre central, cuyas ventanas circulares rasgaban la niebla con un resplandor amarillento.

Maniobró en el ámbito ciberespacial para subir por el camino hasta la puerta de hierro entreabierta, y se preguntó por qué no estaba protegida la casa, y por qué Scopes habría representado el patio descuidado, lleno de hierbas y matojos. Al acercarse observó varias ventanas rotas y la pintura desconchada en las tablas estropeadas por la intemperie. Recordaba que tanto la casa como el patio habían estado cariñosamente cuidados durante el verano que pasó allí en su infancia.

Volvió a levantar la mirada hacia el desván octogonal. Si Scopes estaba en la casona, se encontraría allí. Levine observó un haz de luz coloreada que surgía como una lengua de fuego del desván y desaparecía en la niebla que se cernía. Había visto similares transferencias de datos resplandecer entre los edificios que encontró al principio en el ciberespacio de GeneDyne. Debía de tratarse de la conexión cifrada con el satélite TELINT que había detectado Mimo. Se preguntó si los mensajes se cifrarían antes o después de que abandonaran ese santuario interno del cifraespacio de Scopes.

La puerta principal también estaba entreabierta. El interior de la casa se hallaba en penumbras, y Levine deseó poder iluminar el camino. El cielo se había oscurecido lentamente, la niebla se transformó en un cielo grisáceo y Levine se dio cuenta de que se acercaba la noche, al menos en aquel mundo artificial de Scopes. Consultó su reloj: eran las 5.22. Había perdido la noción del tiempo. Cambió de posición sobre el suelo del ascensor, flexionó una pierna que se le había quedado dormida y se dio un masaje en las cansadas muñecas, sin dejar de preguntarse si Mimo estaría en alguna parte de la red de GeneDyne, introduciendo una interferencia. Luego, tras aspirar profundamente, volvió a manipular su ordenador y avanzó hacia el interior de la casa.

Aquí estaba el gran vestíbulo que recordaba, con una raída alfombra persa en el suelo y una gran chimenea de piedra en la pared de la izquierda. Por encima de ella colgaba una cabeza disecada de alce americano, con gruesas telarañas entre su cornamenta. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos de barcas, escenas de pesca y de la caza de la ballena.

Justo delante se encontraba la curvada escalera que ascendía al segundo piso. Maniobró para subir por la escalera y avanzó a lo largo de la balaustrada del segundo piso. Las habitaciones que daban a la balaustrada estaban a oscuras y vacías. Eligió una al azar, maniobró a través de ella y se dirigió hacia una ventana destartalada. Miró hacia el exterior y le sorprendió ver, no el estrecho y tortuoso camino que debía descender entre la niebla, sino una extraña y confusa mezcolanza de estática gris y naranja. ¿Un parásito en el cifraespacio?, se preguntó Levine, que regresó a la balaustrada entre la penumbra. Giró por un segundo pasillo, con curiosidad por ver la habitación donde había dormido durante aquel verano tantos años atrás, pero un estallido de códigos informáticos llenó la pantalla y amenazó con disolver la vasta imagen de la casa. Retrocedió apresuradamente, perplejo. Cualquier otra zona de la isla parecía haber sido montada por Scopes con exquisito cuidado, a pesar de lo cual la recreación de su propio hogar de la niñez era desigual y vacía, con desgarrones en el mismo tejido de su recreación computarizada.

Al final de la balaustrada se hallaba la puerta que daba a la escalera que conducía al desván. Levine se disponía a subir cuando recordó una escalera trasera que daba a la terraza. Quizá fuera mejor echar un vistazo a las ventanas del desván, antes de abordarlas directamente.

La niebla le envolvió en cuanto salió a la terraza. Hizo girar el mando del ordenador y miró alrededor con precaución. Unos tres metros por encima de él, la forma angular del desván se elevaba desde la plataforma. Levine se adelantó y miró por la ventana.

En el interior del desván había sentada una figura de espaldas a Levine. Un largo cabello blanco le caía sobre el cuello de lo que parecía un batín. La figura se encontraba delante de un ordenador. De repente, una lengua de fuego descendió entre la niebla y penetró en el interior del desván. Sin vacilar, Levine se adelantó hacia la corriente de color y, en un instante, las palabras aparecieron relampagueantes sobre la pantalla:

«… he discutido su precio. Es escandaloso. Se mantiene nuestra oferta de tres mil millones. No habrá más negociación.»

La corriente remitió. Levine esperó, inmóvil. Al cabo de pocos minutos, un haz de luz coloreada brotó hacia lo alto desde la torre:

«General Harrington, su impertinencia acaba de costarle otros mil millones de dólares. El precio será ahora de cinco mil millones. Esta clase de posturas me resultan muy embarazosas como hombre de negocios. Sería más agradable que pudiéramos solucionar este asunto como caballeros, ¿no le parece? Y ni siquiera se trata de su dinero. Se trata, sin embargo, de mi virus. Lo tengo y usted no lo tiene. Cinco mil millones es todo lo que se necesita para invertir esa situación.»

El haz de luz se apagó.

Levine se quedó en la terraza, atónito. La situación era mucho peor de lo que imaginaba. Scopes no sólo estaba loco, sino que contaba con un virus. Un virus que se proponía vender a los militares, posiblemente a elementos malvados del estamento militar. A juzgar por los precios de que se hablaba, aquel virus sólo podía ser el del juicio final del que Carson le había hablado.

Levine se apoyó contra la puerta del ascensor, abrumado por la enormidad de aquello contra lo que se enfrentaba. Cinco mil millones de dólares. Era anonadante. Un virus no era un arma nuclear, difícil de transportar, ocultar y entregar. Un solo tubo de ensayo podía contener fácilmente billones de virus…

Se enderezó de nuevo y maniobró para abandonar la terraza, desde donde bajó el tramo de escalera y llegó al pasillo de la balaustrada a cuyo extremo se encontraba la escalera que conducía al desván. Como sucedía con todas las puertas no cerradas de la creación de Scopes, ésta se abrió en cuanto el profesor se apoyó contra ella. En lo alto de la oscura escalera había otra puerta. Mientras ascendía, Levine vio la luz que surgía de la jamba.

Esta puerta estaba cerrada con llave. Levine la golpeó una y otra vez, lleno de frustración y rabia.

Entonces se le ocurrió algo que había funcionado con
Phido
; y no tenía razones para pensar que no pudiera funcionar también aquí.

Tecleó en el ordenador: «¡SCOPES!»

Instantáneamente, el nombre salió por los altavoces del interior del ascensor. Transcurrieron dos minutos. Luego, la puerta de acceso al desván se abrió de golpe. Levine vio la figura marchita de un mago que le miraba. Lo que había tomado como un batín era en realidad una larga túnica, salpicada de dibujos astrológicos. El cabello le caía en mechones blancos y plateados sobre las orejas puntiagudas, y la piel de la frente y las mejillas hundidas aparecía surcada por infinidad de arrugas. Pero Levine conocía aquel rostro. Había encontrado a Brent Scopes.

El sol caía picante y vigoroso, como una lluvia de cristales. El agua había devuelto un poco de humedad a sus gargantas, pero sólo había servido para intensificar su sed, e hizo que los caballos se mostraran inquietos. Carson notaba que
Roscoe
empezaba a sentir pánico y que se preparaba para lanzarse al galope. Una vez sucediera eso, cabalgaría hasta que muriera.

—Sujete el caballo con la rienda corta —dijo.

Las montañas Fray Cristóbal aumentaban de tamaño al acercarse, y se transformaban de naranja a gris y a rojo bajo la cambiante luz. Mientras cabalgaban, Carson notó que la terrible sequedad volvía a su boca y garganta. A medida que aumentó la inflamación de los ojos, empezó a resultarle doloroso el mantenerlos abiertos más de unos momentos seguidos. Cabalgó con los ojos cerrados; percibía la vacilación del caballo, causada por la debilidad.

Una cueva al pie de las montañas. La existencia de una zona volcánica suponía aguas termales. De modo que la fuente estaría cerca de un río de lava y la propia cueva sería probablemente un tubo de lava. Abrió los ojos un momento. Sólo quedaban doce kilómetros hasta las silenciosas montañas sin vida, quizá menos.

El simple esfuerzo de pensar le dejó agotado. De repente, soltó las riendas y, desorientado, se sujetó firmemente del pomo de la silla. Sabía que, si se caía de la silla, nunca lograría volver a montar. Se sujetó al pomo con más fuerza y se inclinó hacia adelante, hasta que sintió el basto pelo de la crin del caballo en su mejilla. Si
Roscoe
decidía cabalgar, que lo hiciera. Descansó allí, entregándose a la luz rojiza que le ardía debajo de los párpados cerrados.

El sol ya se ponía cuando llegaron al pie de las montañas. La larga sombra de los toscos picos se arrastró hacia ellos, los envolvió al fin, en una dulce sombra. La temperatura empezó a descender paulatinamente.

Carson hizo un esfuerzo por abrir los ojos.
Roscoe
se tambaleaba. El caballo ya había perdido todo deseo de lanzarse al galope, y ahora ya casi perdía el mero deseo de vivir. Carson se volvió hacia su ayudante. Ella tenía la espalda inclinada, la cabeza gacha, y su cuerpo parecía exhausto.

Los caballos, que habían continuado el avance a su propio paso, llegaron a una línea de lava en la base de las montañas y se detuvieron.

—¿Susana? — musitó.

Ella levantó la cabeza ligeramente.

—Esperemos aquí a que los coyotes aúllen junto al agua.

Ella asintió y se dejó caer del caballo. Intentó mantenerse en pie, pero se derrumbó y cayó de rodillas.

—Mierda —masculló.

Se sujetó al estribo y logro izarse parcialmente, antes de caer de espaldas sobre la arena. Su caballo quedó allí, con las patas temblorosas y cabizbajo.

—Espere… La ayudaré —dijo Carson.

Al desmontar, también tuvo la sensación de perder el equilibrio. Con una especie de suave sorpresa se encontró mirando hacia arriba, a un mundo que giraba: montañas, caballos, el cielo de la puesta de sol. Cerró los ojos.

De repente sintió frío. Intentó abrir los ojos, pero se vio incapaz de despegar las pestañas. Levantó una mano y se separó el párpado de un ojo. Sólo había una estrella por encima, brillante en un cielo de un profundo ultravioleta. Luego oyó un débil sonido. Empezó como un aullido quejumbroso, que aumentó de intensidad y fue contestado en la distancia. Siguieron tres o cuatro aullidos que se convirtieron en un prolongado aullido arrastrado. Se produjo una llamada de respuesta, y luego otra. Las llamadas parecían converger.

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