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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (60 page)

BOOK: Nivel 5
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—Ayúdeme.

Nye ahuecó una mano debajo de su bota y la alzó.

—Ahora déme el arma.

—No —replicó Nye—. Me matarías, maldita zorra.

—Entonces démela descargada.

—Quieres engañarme. Te adelantarías con el caballo y huirías con mi tesoro.

—Míreme. Míreme a los ojos.

Él lo hizo, con los ojos inyectados en sangre. Sólo entonces, al mirar intensamente a aquellos ojos, comprendió ella cuánto deseaba Nye encontrar el tesoro de Mondragón. La PurBlood había convertido una sencilla excentricidad en una obsesión demencial. Todo, incluido el odio que sentía por Carson, era secundario a su necesidad de encontrar el tesoro. Susana comprendió, con una mezcla de temor y piedad, que aquel hombre había perdido el uso de la razón.

—Le prometo que no me llevaré su tesoro —le dijo casi con suavidad—. Puede quedárselo todo. Sólo quiero salir de aquí con vida. ¿Es que no lo comprende?

Nye descargó el arma y se la entregó.

—¿Dónde? — le preguntó ansioso—. Dime dónde.

Había dos cantimploras de agua atadas a la silla, medio llenas. Desató una y se la entregó a Nye. Luego hizo retroceder a
Muerto
. Con obsesión o sin ella, no quería que él tratara de quitarle el arma después de haberle dicho el lugar.

—¡Espera! No te marches. Dímelo, por favor…

—Escuche. Tiene que seguir nuestras huellas durante quince kilómetros, a lo largo de la pared de las montañas. En el sitio donde atamos los caballos encontrará una cueva oculta en la lava, en la base misma de la montaña. En el interior de la cueva hay una fuente. Al amanecer, la luz del sol forma una imagen contra la pared del fondo. Una imagen que tiene la forma de un águila posada sobre un pico de fuego. Lo mismo que se indica en su mapa. Pero la pared no llega hasta el suelo de la cueva. En su base hay un pasaje oculto. Sígalo. El cuerpo de Mondragón, su mula y su tesoro se encuentran en el fondo de esa caverna.

Nye asintió con un gesto de avidez.

—Sí, lo comprendo. — Se volvió hacia su imaginario compañero—. ¿Has oído eso? Durante todo el tiempo he buscado en la parte equivocada del desierto. Supuse que las montañas indicadas en el mapa eran los Cerritos Escondidos. ¿Cómo podía haber…? — Se volvió hacia De Vaca—. ¿Has dicho de regreso por este mismo camino, a quince kilómetros?

Ella asintió con un gesto.

—Vámonos —le dijo a su compañero imaginario al tiempo que se echaba la cantimplora a la espalda—. Lo repartiremos al cincuenta por ciento. Mamá habría insistido en que lo hiciéramos así.

Echó a caminar en dirección al desierto.

—Nye —le llamó ella. Él se volvió—. ¿Quién es su amigo?

—Un muchacho al que conocí una vez —contestó.

—¿Como se llama?

—Jonathan.

—Jonathan ¿qué?

—Jonathan Nye.

Y tras decir eso se alejó. Ella le observó. No dejaba de hablar excitadamente. Su sombra no tardó en desaparecer tras una roca de lava, perdiéndose en la noche.

Susana esperó unos minutos hasta estar segura de que se había marchado. Luego desmontó y se acercó a Carson. Seguía inconsciente. Le tomó el pulso: débil y rápido; sufría una conmoción. Le examinó con cuidado el antebrazo herido. Rezumaba sangre ligeramente. Aflojó el torniquete y comprobó con alivio que la arteria cortada se había cerrado. Ahora tenía que sacarlo de allí antes de que se iniciara la gangrena.

Carson abrió débilmente los ojos.

—¡Guy! — exclamó ella—. Despierta, por favor.

Lentamente, los ojos se volvieron hacia ella. —¿Puedes ponerte de pie?

No supo si la había oído, pero lo cogió por debajo de los brazos y trató de alzarlo. Se esforzó, pero finalmente cayó sobre la arena. Se vertió un poco de agua en las manos y le humedeció con suavidad la cara.

—Levántate —le ordenó.

Carson se esforzó para ponerse de rodillas, cayó hacia atrás, apoyado sobre su codo bueno y se esforzó de nuevo. Se sujetó al estribo de
Muerto
y consiguió alzarse lentamente. Ella lo ayudó a subir al caballo, con cuidado de no tocarle el brazo herido. Carson se tambaleó, se sujetó el brazo y parpadeó varias veces. Luego empezó a doblarse hacia adelante. Susana lo sujetó y lo sostuvo sobre la silla. Tendría que atarlo para que no cayera.

Nye llevaba un lazo en un lado de la silla. Ella lo desenrolló, rodeó el pecho de Carson con la cuerda, lo inclinó sobre el pomo de la silla, y le rodeó varias veces el brazo izquierdo alrededor del pomo, y luego terminó de atarlo con seguridad. Mientras lo hacía, se dio cuenta, con indiferencia, de que no llevaba camisa. Pero no tenía nada con que cubrirse.

Empezó a dirigir a
Muerto
tirando de las riendas, y caminó en la dirección de la estrella del norte.

Llegaron al campamento al amanecer. Era una vieja casa de adobe, con un tejado de hojalata, medio oculta entre unos árboles. Había un cobertizo, un molino de viento y un depósito de agua, junto a unos destartalados corrales. Una brisa fresca hacía girar el molino. En el corral, un caballo relinchó y un perro empezó a ladrar cuando se aproximaron. Al cabo de un momento, un hombre joven con largas polainas y un sombrero de vaquero apareció en la puerta y se quedó boquiabierto al ver a una mujer de pechos desnudos, cubierta de sangre, que conducía un magnífico caballo pinto con un hombre atado sobre la silla.

Scopes miró fijamente a Levine con una expresión de horror e incredulidad. Finalmente, se apartó de la mesa, se acercó a un estrecho panel situado en una pared y apretó un botón. El panel se abrió silenciosamente y dejó al descubierto un lavabo con un grifo.

—No te laves las manos —dijo Levine—. Harás que el virus se escurra por las cloacas.

Scopes vaciló.

—Tienes razón —contestó.

Humedeció una toalla de mano, se limpió las palmas y se extrajo unas astillas de cristal. Luego se secó las manos con cuidado. Se apartó del lavabo, regresó al sofá y se sentó. Sus movimientos parecían extraños, vacilantes, como si caminar se hubiera convertido en un acto desconocido para él.

Levine lo miró desde el otro extremo del sofá.

—Será mejor que me cuentes lo que sepas sobre el virus de la gripe X II —dijo.

Scopes se alisó el mechón de pelo con un gesto maquinal.

—Sabemos muy poco. Creo que sólo un hombre se ha visto expuesto a él. Hay un período de incubación de quizá veinticuatro a sesenta horas, seguido por una muerte casi instantánea causada por edema cerebral.

—¿Existe alguna cura?

—No.

—¿Vacuna?

—Tampoco.

—¿Es infeccioso?

—Como el resfriado común, quizá algo más.

Levine bajó la mirada hacia su mano herida. La sangre empezaba a coagularse alrededor de las astillas de cristal. No cabía duda de que ambos habían quedado infectados.

—¿Alguna esperanza? — preguntó al cabo.

—Ninguna —contestó Scopes.

Se produjo un largo silencio.

—Lo siento —susurró finalmente Scopes—. Lo siento mucho, Charles. Hubo un tiempo en el que no me habría creído capaz de hacer eso. Yo… —Hizo una pausa—. Supongo que me he acostumbrado a ganar.

Levine se levantó y se limpió la mano con la toalla.

—No hay tiempo para recriminaciones. La cuestión más acuciante consiste en saber cómo impedir que el virus que está en esta habitación destruya a la humanidad.

Scopes guardó silencio.

—¿Brent? — Scopes no contestó y Levine se inclinó sobre él—. ¿Brent? ¿Qué ocurre?

—No lo sé… Creo que tengo miedo de morir.

Levine lo miró.

—Yo también —dijo tras un silencio—. Pero el miedo es un lujo que no podemos permitirnos. Estamos desperdiciando minutos preciosos. Tenemos que encontrar una forma de… bueno, de esterilizar la zona. ¿Me comprendes?

Scopes asintió y apartó la mirada.

Levine lo sujetó por el hombro y lo sacudió con suavidad.

—Tienes que estar conmigo en esto, Brent, o no funcionará. Este edificio es tuyo. Tendrás que hacer lo necesario para asegurarnos de que ese virus deja de existir con nosotros.

Scopes siguió con la mirada apartada. Finalmente se volvió hacia Levine.

—Esta sala tiene un sellado presurizado, y cuenta con su propio sistema de aire —dijo con esfuerzo—. Las paredes han sido blindadas en previsión de ataques terroristas, contra el fuego, la explosión o el gas. Eso permitirá que nuestro trabajo sea más fácil.

Sonó un tono y el rostro de Spencer Fairley apareció en la pantalla gigante, ante ellos.

—Señor, Jenkins, del departamento de marketing, insiste en hablar con usted —dijo—. Por lo visto, el consorcio de hospitales ha cancelado abruptamente los planes para iniciar las transfusiones de PurBlood mañana por la mañana. Desea saber qué clase de presiones puede ejercer usted sobre sus administraciones.

Scopes miró a Levine con las cejas enarcadas.


Et tu, Bruto
? Por lo visto, el amigo Carson ha logrado transmitir su mensaje. — Se volvió hacia la imagen de la pantalla—. No voy a ejercer ninguna presión. Dígale a Jenkins que debe interrumpirse el programa de comercialización de PurBlood, que queda pendiente de nuevas pruebas. Es posible que existan secuelas nocivas a largo plazo, que todavía no conocemos. — Luego tecleó una serie de órdenes—. Envío un fichero de datos de Monte Dragón a la GeneDyne de Manchester. Está incompleto, pero puede contener pruebas de contaminación en el proceso de fabricación de la PurBlood. Ruego que se estudie y se examine cuidadosamente. — Después suspiró, antes de añadir—: Spencer, quiero que efectúe un control de diagnóstico sobre el sistema de aislamiento de la sala octogonal. Asegúrese de que los sellos están todos puestos en perfecto funcionamiento.

Fairley asintió con un gesto y se apartó de la pantalla. Regresó al cabo de un rato.

—El sistema está plenamente operativo —informó—. Los reguladores atmosféricos y todos los instrumentos de control muestran lecturas normales.

—Bien —asintió Scopes—. Y ahora, escúcheme con atención. Quiero que dé instrucciones a Endicott para que interrumpa el sellado del perímetro que rodea el edificio de la sede central, y para que restaure todas las comunicaciones. Emitiré un mensaje a los empleados de la sede central. También deseo que envíe un mensaje al general Roger Harrington, en el Pentágono, anillo E, nivel Tres, sección Diecisiete, y que lo haga por un canal potente. Dígale que retiro la oferta y que no habrá más negociaciones.

—Muy bien —dijo Fairley. Hizo una pausa y miró atentamente su monitor—. ¿Se encuentra bien, señor?

—No —contestó Scopes—. Ha ocurrido algo terrible, y necesito de su absoluta cooperación.

Fairley asintió con un gesto.

—Se ha producido un accidente en el interior de la sala octogonal —explicó Scopes—. Se ha liberado un virus conocido como gripe X II. Tanto el doctor Levine como yo mismo hemos sido infectados. Este virus es absolutamente letal. No hay esperanza de recuperación.

El rostro de Fairley no traicionó sus emociones.

—No podemos permitir que este virus escape. En consecuencia, la sala octogonal tiene que ser esterilizada.

—Comprendo, señor —dijo Fairley con un gesto de asentimiento.

—Dudo que lo comprenda. El doctor Levine y yo somos portadores del virus. Mientras hablamos se está multiplicando en nuestros cuerpos. En consecuencia, debe usted encargarse de supervisar nuestras muertes.

—¡Señor! ¿Cómo puedo…?

—Cierre la boca y escuche. Si no sigue mis instrucciones morirán millones de personas, incluido usted mismo.

Fairley guardó silencio.

—Quiero que disponga dos helicópteros —dijo Scopes—. Enviará uno a la GeneDyne de Manchester, donde recogerá diez bidones de dos litros de VXV-12. — Se detuvo un momento y efectuó un cálculo rápido—. El volumen de esta sala es aproximadamente de novecientos mil litros, así que necesitaremos por lo menos dieciséis mil centímetros cúbicos de haxacloruro de mercurio metiloxilatado 1,2 cianofosfatol 6,6,6 trimetiloxilatado. El segundo helicóptero puede recogerlo en nuestra planta de Norfolk. Tiene que enviarse en contenedores de cristal sellado.

Fairley levantó la mirada del ordenador.

—¿Cianofosfatol?

—Es un veneno biológico extremadamente efectivo. Matará todo lo que esté vivo en esta sala. Aunque se almacena en forma líquida, tiene un grado bajo de vaporización y se evaporará rápidamente, llenando la sala con un gas esterilizante.

—¿Y no matará también…?

—Spencer, nosotros ya estaremos muertos. Para eso son los bidones de VXV.

Fairley se humedeció los labios.

—Señor Scopes —dijo tras tragar saliva—. No puede usted pedirme que…

Su voz se apagó. Levine observó la imagen de Fairley en la pantalla gigante. Habían aparecido gotas de sudor en su frente, y su cabello gris acerado, normalmente bien peinado, empezaba a parecer suelto.

—Spencer, nunca he necesitado de su lealtad más que ahora —prosiguió Scopes con serenidad—. Debe comprender que soy un hombre muerto. El mayor favor que puede hacerme ahora es no dejarme morir del virus de la gripe X II. Así que no hay tiempo que perder.

—Sí, señor —dijo Fairley, y apartó la mirada.

—Debe tenerlo todo aquí dentro de dos horas. Infórmeme en cuanto los dos helicópteros se hayan posado sobre la plataforma.

Scopes pulsó una tecla y la pantalla se apagó.

Por la sala se extendió un pesado silencio. Scopes se volvió hacia Levine.

—¿Crees en la vida después de la muerte? — preguntó.

Levine negó con la cabeza.

—En el judaísmo creemos que lo que importa es lo que hacemos en esta vida. Alcanzamos la inmortalidad al llevar una vida piadosa, al adorar a Dios. Los hijos que dejamos atrás son nuestra inmortalidad.

—Pero tú no tienes hijos, Charles.

—Siempre había confiado en tenerlos. He intentado hacer el bien de otros modos, aunque no siempre con éxito.

Scopes guardó silencio.

—Yo solía despreciar a la gente que necesitaba creer en la vida después de la muerte —dijo al cabo de un rato—. Pensaba que eso era una debilidad. Ahora que ha llegado el momento de la verdad, desearía haber dedicado más tiempo a convencerme a mí mismo. — Bajó la mirada—. Sería agradable tener ahora alguna esperanza.

Levine cerró los ojos. De pronto, los abrió de nuevo.

—El cifraespacio —se limitó a decir.

—¿Qué quieres decir?

—Has programado a otras personas de tu pasado y las has incluido en tu programa. ¿Por qué no hacer lo mismo contigo? De ese modo, tú, o una parte de ti mismo, podría seguir viviendo, e incluso transmitir tu ingenio y sabiduría a todos aquellos a quienes les interese conversar contigo.

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