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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (56 page)

BOOK: Nivel 5
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A pesar de sí mismo, Carson sintió enfado. Aquella mujer poseía un certero instinto para detectar sus puntos más sensibles y disparar sin piedad. De algún modo, había esperado que la terrible experiencia por la que habían pasado cambiaría su actitud. Ahora no estaba seguro de saber si se sentía enojado con ella por sus sarcasmos, o consigo mismo por esperar que cambiase.


Es usted una desagradecida hija de puta
—le dijo en español, y la cólera dio a sus palabras una asombrosa claridad.

Una expresión de perplejidad apareció en el rostro de ella, que abrió mucho los ojos.

—De modo que el
cabrón
conoce la lengua madre mucho más de lo que se suponía —musitó—. Soy una desagradecida, ¿verdad?

—Puede llamarme lo que quiera —replicó él—, pero ayer le salvé el culo, a pesar de lo cual vuelve a sus andadas y se dedica a remover la misma mierda.

—¿Que me salvó el culo? — espetó ella—. Es usted un estúpido,
cabrón
. Fue su antepasado ute el que nos salvó. Y su tío abuelo, que le contó todas esas historias. Fueron aquellas exquisitas personas a las que usted trata como manchas en su pedigrí. Cuenta usted con una gran herencia, algo de lo que debería sentirse orgulloso. ¿Y sin embargo qué hace? La oculta, la ignora, la barre debajo de la alfombra. Como si fuera una persona mejor sin eso. — Su tono se había elevado y reverberaba en el interior de la cueva—. ¿Sabe una cosa, Carson? Sin esa herencia usted no es nada. Ni siquiera es un vaquero, como tampoco es un blanco de Harvard. No es más que una cáscara vacía incapaz de reconciliarse con su pasado.

La furia de Carson se hizo fría.

—¿Sigue jugando a la analista sabelotodo? —dijo—. Cuando esté preparado para afrontar a mi propio niño interior, acudiré a alguien que tenga un diploma colgado en la pared, y no a una adivina que estaría más cómoda con una bola de cristal que con un tubo de ensayo. Todavía tiene la mierda del barrio en sus zapatos.

De Vaca siseó y las aletas de su nariz se ensancharon. A continuación le propinó un repentino bofetón. A Carson se le encendió la mejilla y le zumbó el oído. Sacudió la cabeza, sorprendido, y al ver que ella se disponía a abofetearlo por segunda vez, le sujetó la mano. De Vaca le lanzó un puñetazo con la otra mano, pero Carson se agachó, le retorció la mano y le dio un empujón, sin soltarla del todo. Impulsada hacia atrás, la mujer cayó sobre el estanque y Carson, arrastrado por la inercia, cayó sobre ella.

El bofetón y la caída apagaron la cólera de Carson. Ahora se encontraba sobre De Vaca, con su pequeño cuerpo debatiéndose bajo el suyo. Y entonces, una clase de apetito completamente diferente se apoderó de él. Impulsivamente, se inclinó y la besó en los labios.

—¡
Pendejo
! — exclamó ella con la respiración entrecortada—. Nadie me besa por la fuerza.

Dio un violento tirón, liberó los brazos y le amenazó con los puños. Carson la observó con recelo.

Se miraron fijamente durante un momento, inmóviles. El agua goteaba de los puños de ella, sobre la oscura y caliente superficie del estanque. Los ecos se apagaron, hasta que sólo quedaron los sonidos de las gotas y de sus fatigosas respiraciones. De repente, sujetó el cabello de Carson con ambas manos y aplastó su boca contra la de él.

Al cabo de un momento, las manos de ella parecieron estar por todas partes, se deslizaron por debajo de la camisa, le acariciaron el pecho, juguetearon con sus pezones, le tiraron del cinturón, le bajaron la cremallera del pantalón, le liberaron el miembro y lo acariciaron con apremio. Se sentó, se quitó la ropa que le cubría el torso, y luego tironeó sus empapados pantalones. Le rodeó la nuca con un brazo, le rozó la dañada oreja con los labios y le introdujo la lengua al tiempo que susurraba palabras lascivas. Carson le arrancó los panties y ella cayó dentro del agua, gimiendo, con sus pechos por encima de la superficie de la fuente. El se encontró sobre ella, cuyas piernas le atenazaron la cintura. No tardaron en hacer el amor salvajemente, chapoteando con frenesí y avidez.

Más tarde, ella le miró, tumbado desnudo sobre la arena húmeda.

—No sé si matarte o follarte otra vez —dijo.

Carson levantó la mirada, se acercó a ella y le apartó suavemente un mechón de cabello negro que le caía sobre la cara.

—Será mejor que probemos más tarde con otra sesión de lo último —dijo.

El amanecer se convirtió en mediodía, y se quedaron dormidos, exhaustos.

Carson volaba y planeaba sobre el desierto, las retorcidas cintas de lava convertidas en simples manchas allá abajo. Se esforzó por ascender aún más, hacia el sol ardiente. Por delante, una enorme y estrecha roca surgía del desierto, para terminar en una forma puntiaguda que parecía elevarse varios kilómetros sobre la arena. Intentó dirigirse hacia la cumbre, pero ésta parecía crecer a medida que ascendía, hacerse cada vez más alta, elevándose hacia el sol…

Se despertó con un sobresalto y el corazón acelerado. Sentado en la fresca oscuridad, miró hacia la boca de la cueva, y luego hacia el interior en penumbras, y tomó conciencia de su situación.

Se levantó, se vistió y salió de la cueva. Eran casi las dos de la tarde, el momento más caluroso del día. Los caballos se habían recuperado, pero necesitarían beber una vez más. Tendrían que emprender la marcha en menos de una hora si querían llegar a Paso Lava a la puesta de sol. Eso les permitiría llegar a Campamento Lava a medianoche. Aún dispondrían de treinta y seis horas para poner su información en manos de la FDA, antes de que se iniciara la programada comercialización de PurBlood.

Pero no podían marcharse ahora. Todavía no.

Se volvió hacia los caballos y arrancó dos tiras de cuero del reborde de la silla. Luego, recogió un puñado de ramas secas de mesquite y arbustos de creosote, que dispuso en dos haces bien apretados. Después de atarlos con las tiras de cuero, regresó hacia la cueva.

Susana ya se había levantado y estaba vestida.

—Buenas tardes, vaquero —le dijo en cuanto entró en la cueva.

Carson le dirigió una sonrisa y se acercó a ella.

—Otra vez no —dijo ella al tiempo que le dio un puñetazo juguetón en el estómago.

El le susurró al oído:


Al despertar la hora el águila del sol se levanta en una aguja de fuego
.

Una expresión de extrañeza apareció en el rostro de Susana.

—Esa era la leyenda que aparecía en el mapa del tesoro de Nye. No la comprendí entonces, y tampoco ahora.

Le miró un momento con ceño. Entonces, sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—Hemos visto un águila esta mañana —dijo—. Silueteada contra el fondo de la cueva por el sol del amanecer. — Carson asintió con un gesto—. Eso significa que hemos encontrado el lugar…

—… el lugar que Nye ha estado buscando todos estos años —concluyó él—. El lugar donde está escondido el oro de Mondragón.

—Sólo que lo buscaba a ciento sesenta kilómetros de aquí. — Se volvió a mirar hacia el fondo de la cueva y luego de nuevo a Carson—. ¿A qué esperamos?

Él encendió uno de los haces que había preparado y juntos se internaron en la cueva.

Del estanque, el agua de la fuente fluía hacia atrás, formando un estrecho riachuelo, y descendía formando un ligero ángulo. Ambos siguieron su curso, iluminados por el tosco resplandor de la antorcha. Al aproximarse a la pared del fondo de la cueva, Carson comprobó que no se trataba de una pared cerrada, sino de una repentina caída en el nivel del techo. El suelo de la cueva se abría, descendía y dejaba un estrecho túnel. Para avanzar por él tuvieron que agacharse. En la oscuridad que se extendía por delante, Carson percibió el sonido de una corriente de agua.

El túnel se abría a una caverna alta y estrecha, de unos tres metros de ancho por diez de alto. Sostuvo la antorcha en alto e iluminó la moteada superficie amarilla de la roca. Se adelantó y luego se detuvo de repente. A sus pies, la corriente saltaba sobre un precipicio y caía hacia un pozo de negrura. Con la antorcha por delante, Carson miró hacia abajo.

—¿Ves algo? — preguntó Susana.

—Apenas puedo distinguir el fondo —contestó—. Debe de tener unos quince metros de profundidad.

Se produjo un sonido de deslizamiento y Carson, instintivamente, retrocedió. Un puñado de pequeñas rocas se desprendieron del borde y cayeron en la oscuridad, arrancando ecos a medida que caían.

Carson tanteó el terreno con el pie.

—Toda esta roca está suelta y podrida —dijo, mientras se movía con precaución a lo largo del borde.

Encontró un lugar más estable, se arrodilló y se asomó de nuevo.

—Ahí abajo hay algo —dijo ella desde el otro lado del precipicio.

—Lo veo.

—Ilumíname mientras bajo —dijo ella—. Por aquí parece más fácil.

—Deja que lo haga yo —dijo él.

Ella le dirigió una mirada torva.

—Está bien, está bien —suspiró él.

Susana empezó a descender por la escabrosa pared. Carson apenas podía verla descender en la penumbra.

—¡Alcánzame la otra antorcha! — pidió ella al cabo de un momento.

Carson introdujo una caja de cerillas entre las ramas y le arrojó el segundo haz. Se oyó una cerilla al encenderse y, de repente, el abismo de abajo quedó iluminado por una parpadeante luz carmesí.

Carson pudo ver con toda claridad el perfil de una mula disecada. El fardo del animal se había roto, y había trozos de manta y cuero desparramados alrededor. Por entre el fardo destrozado se veían sobresalir grandes bloques blanquecinos. Cerca se hallaba el cuerpo momificado de un hombre.

De Vaca examinó primero al hombre, después la mula y finalmente el fardo destrozado. Recogió varios objetos desparramados y se los metió en los faldones de la camisa. Luego, trepó trabajosamente por la pared.

—¿Qué has encontrado? — preguntó Carson cuando ya se acercaba.

—No lo sé muy bien. Salgamos a la luz.

Ya en la entrada de la cueva, Susana se desató los faldones de la camisa y sobre la arena cayeron una pequeña bolsa de cuero, una daga envainada y varios bloques blanquecinos.

Carson tomó la daga y la extrajo de la vaina. El metal estaba apagado y oxidado, pero el mango se mantenía intacto, conservado bajo una capa de polvo. Lo limpió y lo levantó al sol. Cinceladas en plata sobre la empuñadura de hierro había dos letras ornamentadas: M. D.

—Diego de Mondragón —susurró Carson.

Ella abrió la dura bolsa de cuero y sobre la arena cayeron una pequeña moneda de oro y tres más grandes de plata. Las recogió y las examinó, maravillada por el brillo que despedían a la luz.

—Fíjate en lo nuevas que parecen —dijo.

—¿Qué había en el fardo?

—Estaba medio lleno de piedras blancas como éstas —dijo De Vaca, e indicó los bloques blanquecinos—. Había docenas. Las alforjas estaban llenas.

Carson tomó una y la examinó. Era fría y de grano uniforme, color marfil.

—¿Qué demonios es esto? — murmuró.

Ella tomó otra piedra y la sopesó.

—Es pesado —dijo.

Carson extrajo la punta de flecha y rascó el bloque.

—Pero bastante blando. Sea lo que sea, no es roca.

Susana frotó la superficie con la palma de la mano.

—¿Por qué habría arriesgado Mondragón su vida para llevar este material, cuando podría haber transportado agua y… —Se detuvo—. Ya sé lo que es —anunció—. Es sepiolita.

—¿Sepiolita?

—Sí. Se utilizaba para tubos, tallas y obras de arte. Fue extremadamente valiosa en el siglo diecisiete. Desde Nuevo México se exportaban grandes cantidades a Nueva España. Supongo que la mina de Mondragón fue un depósito de sepiolita.

Se volvió hacia Carson y sonrió. Una expresión de extrañeza cruzó el rostro de él. Luego retrocedió y se echó a reír.

—Y pensar que durante todo este tiempo Nye no ha hecho sino buscar el oro perdido de Mondragón. Nunca se le ocurrió a nadie que Mondragón pudo haber llevado consigo otra clase de riqueza. Algo que hoy en día carece prácticamente de valor.

Ella asintió con un gesto.

—Pero en aquel entonces, el valor de la sepiolita que llevaba en ese fardo bien habría podido valer su peso en oro. Fíjate en lo fino que es el grano. Hoy podría valer cuatrocientos, o quizá quinientos dólares.

—¿Qué me dices de las monedas?

—Tal vez era el dinero para los gastos de Mondragón. Probablemente lo único que tiene valor sea la daga.

Carson sacudió la cabeza y miró el fondo de la cueva.

—Supongo que la mula se adentró en la cueva y él trató de alcanzarla. El peso de los dos tuvo que haber desmoronado el borde del precipicio.

—Allá abajo vi algo más: una flecha hundida en el esternón de Mondragón.

Carson la miró, sorprendido.

—Tuvo que haber sido el criado. De modo que la leyenda está equivocada. No andaban en busca de agua. El agua ya la habían encontrado. Pero el criado decidió apoderarse del tesoro.

Ella asintió con un gesto.

—Quizá Mondragón buscaba un lugar donde ocultar su tesoro y no vio el precipicio en la oscuridad. Había trozos de lava suelta sobre el cuerpo y alrededor. La mula murió en la caída, y el criado decidió no esperar más.

—¿Dijiste que las alforjas estaban medio llenas? Probablemente acabó con Mondragón, tomó lo que podía llevarse y se dirigió hacia el sur. Quizá se llevó el jubón, como protección contra el sol. Sólo que eso no fue suficiente, y únicamente pudo llegar hasta Monte Dragón.

Carson siguió con la vista fija en la entrada de la cueva, como si esperara que le contara la historia de lo ocurrido.

—Así que éste es el final de la leyenda de Monte Dragón —musitó al cabo de un rato.

—Quizá. Pero las leyendas no suelen desaparecer tan fácilmente.

Permanecieron en silencio bajo el brillante sol de la tarde, mirando las monedas. Finalmente, ella las guardó en el bolsillo de los pantalones.

—Es hora de que ensillemos los caballos —dijo Carson, y tomó la daga y se la remetió en el cinturón—. Tenemos que llegar a Paso Lava antes de la puesta del sol.

Nye estaba sentado en su posición elevada, sobre las rocas, y sentía el sol de últimas horas de la tarde sobre su sombrero y las oleadas de radiación que se elevaban de la lava y lo envolvían abrasadoramente. Levantó el rifle y utilizó la lente telescópica para escudriñar el horizonte hacia el sur. No se veían señales de Carson y la mujer. Levantó la vista. Tampoco había buitres que trazaran círculos.

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