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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (55 page)

BOOK: Nivel 5
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«¿Llamas inmunidad a estar muerto?»

«Debería ser evidente, incluso para ti, que la gripe X II no fue más que un paso intermedio. Tenía defectos, cierto. Pero he descubierto una forma de comercializar esos defectos.»

La figura se dirigió hacia un armario y extrajo un pequeño objeto de un estante. Al regresar, Levine vio que era un arma de fuego, de diseño similar a las que portaban sus perseguidores en el bosque.

«¿Qué vas a hacer? — preguntó Levine—. No puedes dispararme. Estamos en el ciberespacio.»

Scopes se echó a reír.

«Ya veremos. Pero no lo haré todavía. Primero quiero que me digas qué te ha traído realmente hasta mi mundo privado, con tantos inconvenientes personales. Si querías hablar conmigo sobre la gripe X II, podrías haber encontrado una forma más fácil de hacerlo.»

«He venido para decirte que la PurBlood es tóxica.»

El mago-Scopes bajó el arma de fuego.

«Eso es interesante. ¿Me lo puedes explicar?»

«Todavía no conozco todos los detalles. Sé que se descompone en el cuerpo y empieza a envenenar la mente. Eso fue lo que enloqueció a Franklin Burt, lo que ha enloquecido también a otro de tus científicos, Vanderwagon, y lo que enloquecerá a todos los sujetos beta que se sometieron a la prueba de la PurBlood en Monte Dragón, incluido tú mismo.»

Resultaba inquietante comunicarse con la imagen computarizada de Scopes. No sonreía ni fruncía el entrecejo. Hasta que la voz de Scopes sonaba por los altavoces, Levine no tenía forma de saber lo que pensaba el presidente ejecutivo de GeneDyne, o qué efectos podrían estar causando sus palabras. Se preguntó si Scopes ya lo sabía, si había leído y creído la transmisión de datos abortada de Carson.

«Muy bien, Charles —llegó por fin la respuesta con un débil tono de ironía—. Sé que andabas metido en el asunto de denunciar supuestos escándalos de GeneDyne, pero debo reconocer que éste es tu principal logro.»

«No es ninguna suposición. Es cierto.»

«Sin embargo, no dispones de pruebas, de evidencias, de explicación científica. Sucede lo mismo que con todas tus acusaciones contra GeneDyne. PurBlood fue desarrollada por los genetistas más brillantes del mundo. Ha sido meticulosamente comprobada. Y cuando se empiece a comercializar, el viernes, salvará innumerables vidas.»

«Es más probable que destruya innumerables vidas. ¿No te sientes preocupado después de que te inyectaran la PurBlood?»

«Pareces saber mucho sobre mis actividades. La verdad, sin embargo, es que a mí nunca me hicieron una transfusión de PurBlood, sino de plasma coloreado.»

Levine no dijo nada durante un momento.

«Sin embargo, dejaste que al resto del personal de Monte Dragón se le pusiera el verdadero producto. Qué caballeroso por tu parte.»

«Había tenido la intención de ponérmela, pero mi mayordomo incondicional, el señor Fairley, prevaleció por encima de mi decisión. Además, fue el mismo personal de Monte Dragón el que la desarrolló. ¿Quiénes mejor que ellos para probarla?»

Levine se sintió impotente. ¿Cómo podía haber olvidado, en su apresuramiento por enfrentarse directamente con Scopes, la personalidad de aquel hombre? Recordó las numerosas discusiones que habían mantenido en sus tiempos de universidad. En aquel entonces nunca había logrado hacerle cambiar de opinión sobre ningún tema. ¿Cómo podía tener éxito ahora, cuando había tantas cosas en juego?

Se produjo un prolongado silencio. Levine maniobró su vista alrededor del desván y observó que la niebla se había aclarado. Se dirigió hacia la ventana. Ahora había oscurecido, y una luna llena titilaba sobre la superficie del océano, como un manto de seda. Un barco de pesca, con las redes colgadas, se acercaba al puerto. Ahora que la conversación se había interrumpido, Levine creyó detectar el sonido del oleaje sobre las rocas de allá abajo. El faro de Pemaquid Point parpadeaba en la aterciopelada oscuridad.

«Impresionante, ¿verdad? — preguntó Scopes—. Lo abarca todo, excepto el olor del mar.»

Levine sintió una profunda tristeza. Aquello era una perfecta ilustración de las contradicciones del carácter de Scopes. Sólo un genio habría podido desarrollar un programa tan hermoso y sugerente. Sin embargo, esa misma persona tenía la intención de vender el virus de la gripe X II. Levine observó el barco que entraba en el puerto, con sus luces de posición bailoteando sobre el agua. Una figura oscura descendió del barco y tomó los cables que le arrojaron desde cubierta, que después ató en las abrazaderas.

«Originalmente todo empezó como una serie de desafíos —dijo Scopes—. Mi red crecía día a día, y tenía la sensación de perder el control. Deseaba encontrar una forma de atravesarla, fácil y privadamente. Había dedicado mucho tiempo a jugar con los lenguajes de la inteligencia artificial, como el LISP, y con los orientados hacia los objetos, como el Smalltalk. Tuve la impresión de que se necesitaba una nueva clase de lenguaje informático que pudiera mezclar ambos, e incluso añadir algo más. Cuando se desarrollaron esos lenguajes, la capacidad de los ordenadores era minúscula en comparación con la que poseemos ahora. Me di cuenta de que disponía de la capacidad de procesado para jugar con las imágenes y las palabras. Construí entonces mi propio lenguaje alrededor de imágenes. El compilador del cifraespacio crea mundos, y no sólo programas. Empezó de una forma muy sencilla. Pero pronto me di cuenta de las enormes posibilidades de mi nuevo medio. Pensé que podía crear una forma de arte nueva, exclusivamente informática, destinada a ser experimentada en sus propios términos. He tardado años en crear este mundo, y sigo trabajando en ello. Nunca quedará terminado, claro está. Pero buena parte de ese tiempo lo empleé en desarrollar un lenguaje de programación y unas herramientas lo bastante sólidos. Ahora podría volver a hacerlo, aunque mucho más rápidamente.

«Charles, podrías permanecer junto a esa ventana durante una semana y no ver nunca la misma imagen. Si lo desearas, podrías bajar al muelle y hablar con esos hombres. Se produce la pleamar y la bajamar al compás de las fases de la luna. Hay estaciones. Hay gente que vive en las casas: pescadores, turistas, artistas. Personas reales; personas a las que recuerdo de mi niñez. Hay un tal Lorimer Brackett, que dirige el balneario de la isla y la tienda local. Murió hace unos años, pero sigue vivo en mi programa. Mañana podrías bajar ahí y escucharle contar historias. Podrías tomar una taza de té y jugar al backgammon con Hank Hitchins. Cada persona es un objeto autocontenido dentro del programa general. Existen independientemente e interactúan en formas que ni siquiera he tenido la necesidad de programar o prever. Aquí soy una especie de dios; he creado un mundo que ahora se desarrolla sin necesidad de mi intervención.»

—Pero en todo caso eres un dios egoísta —dijo Levine—. Has mantenido este mundo para ti mismo.

—Eso es cierto. Simplemente, no he sentido ganas de compartirlo. Es demasiado personal.

Levine se volvió hacia la imagen del mago.

—Has reproducido la isla con todo detalle, excepto tu propia casa, que está medio derruida. ¿Por qué?

La figura se quedó quieta por un momento, y ningún sonido le llegó a Levine por el altavoz. Se preguntó qué punto flaco habría tocado con sus palabras. Luego, la figura levantó de nuevo el arma.

«Creo que ya hemos hablado demasiado, Charles», dijo Scopes.

«No me impresionas.»

«Pues debería impresionarte. No eres más que un proceso dentro de la matriz de mi programa. Si disparo, el hilo de tu proceso se detendrá. Quedarás atrapado, sin forma de comunicarte con nadie. Pero eso es puramente teórico. Mientras estábamos hablando sobre mi creación, he enviado un rastreador de rutina para que te siguiera a través de la red, hasta localizar tu terminal. No puedes sentirte muy cómodo ahí, atrapado en el ascensor cuarenta y nueve, entre los pisos séptimo y octavo. Ya acude un grupo para darte la bienvenida, así que puedes estar tranquilo.

«¿Qué vas a hacer?», preguntó Levine.

«¿Yo? Yo no voy a hacer nada. Tú, sin embargo, vas a morir. Tu arrogante intrusión en mis dominios, además de tus últimos fisgoneos en mis asuntos, no me dejan alternativa. Naturalmente, como intruso que eres, tu muerte será justificada. Lo siento, Charles. De veras que lo siento. No había necesidad de terminar de esta manera.»

Levine levantó los dedos para teclear una respuesta, pero se detuvo. No había nada que añadir.

«Ahora voy a terminar el programa. Adiós, Charles.»

La figura apuntó con cuidado.

Por primera vez desde que entró en el edificio de GeneDyne, Levine sintió verdadero miedo.

Carson se despertó con un sobresalto. Todavía estaba todo a oscuras, pero el amanecer ya se aproximaba; el cielo empezaba a distinguirse con una tenue claridad fuera de la cueva. A unos metros de distancia, Susana seguía dormida sobre la arena, y él percibió el sonido suave y regular de su respiración.

Se incorporó, apoyado sobre un codo, consciente de una apagada y molesta sed. Se arrastró a gatas hasta el borde de la fuente, tomó agua con las manos y bebió con avidez. A medida que se apagó la sed experimentó un apetito feroz.

Se levantó, se dirigió a la boca de la cueva y respiró el aire fresco del amanecer. Los caballos estaban más allá. Emitió un suave silbido y levantaron las cabezas, poniendo enhiestas las orejas. Se dirigió hacia ellos, pisando con cuidado en la oscuridad. Estaban un poco desmejorados pero por lo demás parecían haber soportado bastante bien el tormento por el que habían pasado. Acarició el cuello de
Roscoe
. El animal tenía los ojos brillantes, lo que era una buena señal. Se inclinó y le palpó la coronilla, en lo alto del casco. Estaba caliente, pero no demasiado.

Miró alrededor, bajo la débil luz del amanecer. Las montañas que lo rodeaban eran de piedra arenisca, y sus capas sedimentarias trazaban complicadas líneas diagonales a través de las colinas y cañones erosionados. Había en el aire una quietud casi religiosa, como el silencio de una catedral. Allí donde los flancos de la montaña se hundían en el desierto, las faldas del río de lava acumulaban su base en una masa negra y recortada. La cueva en la que se encontraban estaba por debajo del nivel del desierto. Aunque se hubiera encontrado a cien metros de distancia, Carson jamás habría imaginado que allí había una cueva.

Carson volvió a dar de beber a los caballos en la cueva, y luego los dejó atados de nuevo cerca de unos arbustos. Después cortó una rama larga y flexible de mesquite. Abandonó la lava y se adentró en la arena, examinándola mientras avanzaba. No tardó en encontrar lo que buscaba: las huellas de un conejo. Las siguió a lo largo de unos cien metros, hasta que desaparecieron en un agujero situado bajo un arbusto. Se acuclilló e introdujo el extremo coronado de espinos de la rama, la remetió hasta llegar a la madriguera, lo impulsó y lo retorció, con violencia contra una peluda resistencia. Luego sacó lentamente la vara del agujero; en el extremo se retorcía y chillaba un conejo joven, enredado y atrapado en los espinos. Carson lo sujetó con el pie y le cortó la cabeza, dejando que la sangre empapara la arena. Luego lo destripó, lo despellejó y lo ensartó en la vara; enterró las entrañas en la arena para no atraer a los depredadores y regresó a la cueva.

Susana seguía dormida. Encendió una pequeña hoguera en la boca de la cueva, frotó al conejo la sal alcalina que guardaba en el bolsillo y empezó a asarlo. La carne chisporroteó y crepitó, y el humo azulado se elevó en el aire claro.

Al cabo de un rato, el sol apareció sobre el horizonte y lanzó una brillante luz dorada sobre el desierto, hasta penetrar profundamente en la cueva, iluminando las superficies oscuras. Oyó un sonido y se volvió. Ella se había despertado y estaba sentada, frotándose los ojos con aspecto soñoliento.

—Oh —exclamó cuando la luz dorada le dio en la cara y transformó su cabello negro en bronceado.

Carson la observó con la sonrisa satisfecha y virtuosa del madrugador. Su mirada se desvió luego hacia el fondo de la cueva. Susana se volvió para seguir su mirada.

El sol naciente trazaba una línea de luz anaranjada sobre el suelo de la cueva, que subía hasta la mitad de la pared del fondo. Equilibrada en lo alto de la línea e iluminada contra la basta roca había una imagen irregular pero reconocible: un águila, con las alas extendidas y la cabeza levantada, como si estuviera a punto de emprender el vuelo.

Ambos observaron en silencio a medida que la imagen se iluminaba más. Y luego desapareció poco a poco, de la misma forma en que había aparecido; el sol se había elevado por encima de la cueva.

—El Ojo del Águila —dijo Susana—. Lo hemos encontrado. Es increíble pensar que esta misma fuente termal salvó las vidas de mis antepasados, hace cuatrocientos años.

—Y ahora ha salvado las nuestras —murmuró él.

Continuó con la mirada fija en el espacio oscuro donde poco antes había estado la imagen por unos momentos. Entonces, el delicioso aroma de la carne asada invadió su olfato y se volvió hacia el conejo.

—¿Tienes hambre? — preguntó.

—Vaya si tengo. ¿Qué es?

—Conejo asado.

Lo apartó del fuego y sostuvo el espetón improvisado en alto, para que no tocara la arena. Tomó la punta de flecha, cortó un trozo y se lo tendió a su ayudante.

—Cuidado, está caliente.

Ella dio un bocado con avidez.

—Delicioso. Resulta que también sabe cocinar. Creía que los vaqueros sólo sabían preparar judías con tocino.

De Vaca hincó los dientes y arrancó otro trozo de carne.

—Y ni siquiera está duro, como los conejos que mi abuelo solía traer a casa.

Escupió un pequeño hueso, mientras Carson la observaba con el orgullo del cocinero.

Diez minutos más tarde, los huesos limpios se tostaban en el fuego. Susana estaba sentada, chupándose los dedos.

—¿Cómo logró cazar ese conejo? — preguntó.

—Fue algo que aprendí en el rancho, cuando era un muchacho —contestó él con un encogimiento de hombros.

Ella asintió con un gesto y luego sonrió maliciosamente.

—Es verdad, olvidaba que todos los indios saben cazar. Es como un instinto, ¿verdad?

Carson frunció el entrecejo.

—Deje eso ya de una vez, ¿quiere? — gruñó—. Ya no fue divertido la primera vez, y desde luego lo es menos ahora.

Pero ella siguió sonriendo.

—Debería verse en un espejo. El día pasado bajo el sol le ha sentado muy bien. Unos pocos más así y se sentirá como en casa.

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