No sin mi hija 2 (16 page)

Read No sin mi hija 2 Online

Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: No sin mi hija 2
10.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

A pesar de algunas críticas, la película sigue su ascenso en el
ranking
de audiencia. Tanto que hemos sentido algún temor, quizás debido a este éxito inesperado…

En San Diego, una alarma de bomba en un cine obliga a todo el mundo a pasar por los detectores de metales. Durante unos días, la vida de Sally es amenazada, lo que la empuja a rodearse de guardaespaldas.

El 15 de enero de 1991 expira el ultimátum del presidente Bush a Saddam Hussein para retirar sus tropas de Kuwait. Al día siguiente, se produce el ataque americano. Durante dos semanas los americanos dejan de ir al cine y se dedican a mirar la televisión, ávidos de informaciones sobre la guerra del Golfo. La operación Tormenta del Desierto es un drama mucho más importante que cualquier película. La guerra se contempla al día, y para Mahtob y para mí, que vivimos en directo, entre 1984 y 1986, la guerra entre Irán e Irak, esta coincidencia de la Historia es extraña.

Marzo de 1991. En el avión que me lleva a Michigan tras una serie de conferencias, me sobreviene un dolor atroz que irradia por todo el hombro derecho y toda la caja torácica. Respiro con dificultad. He debido de resfriarme. Por la noche, al acostarme, la cosa empeora, y me digo: «Esta vez, Betty, es un infarto.»

Al día siguiente, me trasladan al hospital, donde soy ingresada en la unidad de cuidados intensivos.

Tras una serie de exámenes, de radiografías, de análisis, espero el peor de los diagnósticos… De hecho, resulta que tengo una magnífica úlcera y una inflamación de la vesícula biliar.

Entonces se me ofrece el lujo de desmoronarme un poco.

Cinco días en el hospital, sin decir a nadie dónde estoy, salvo a Mahtob, claro. Tengo necesidad de respirar, de recobrar el aliento. Y deseos de no hablar con nadie. De dormir y reflexionar en silencio. Por más que soy fuerte, el estrés carcome, la angustia hace su trabajo. En estos últimos tiempos había llegado a odiar el teléfono, a 110 soportar el menor ruido.

Este corto espacio de tiempo, protegida, acurrucada en mi habitación, respirando cada segundo de soledad con alivio, me permitirá volver a emprender el camino. No es el Club Méditerranée, pero tenía realmente necesidad de un respiro.

Mi primera preocupación es Mahtob. No quiero que se inquiete al verme tan débil de repente. Pero lo cierto es que ella se las arregla como un adulto.

Permanezco, con todo, enferma en casa durante dos semanas. Siento el peso de mis cuarenta y cinco años. El peso de todo este trabajo realizado desde que mi padre murió después de decirme: «Saldrás con bien de ello, Betty, eres fuerte…»

Se aproxima el mes de abril, y aún hace fresco en la calle. Las ardillas dan saltitos frioleros en el jardín; dentro de unas semanas pisotearán todos mis arriates. Llegan a ser una quincena desfilando por encima de la barrera de madera y enfrentándose con aire de conquistadores en medio de los lirones.

Mahtob está en la cocina, su carita inclinada sobre una cena iraní que elabora minuciosamente para nosotras. Debe de haber salido a mí, le gusta la cocina.

—Dime, mamá, ¿cuándo naciste? ¿En los años cincuenta o en los sesenta?

Miro a mi hija de reojo:

—¿Qué tal los cuarenta?

Sus ojos se abren como platos, por la estupefacción. Luego, con la delicada tolerancia de la juventud, viene a abrazarme:

—Te quiero, a pesar de todo…

La vida se reanuda cada vez más. En julio, atravesamos el océano en dirección a Australia. Este viaje ofrece unas vacaciones excepcionales a Mahtob y a mí. Pero yo desconfío.

No imagino seriamente que Moody pueda intentar algo cuando nos encontramos al otro extremo del mundo, pero es un reflejo.

Nos encontramos en la costa Oeste, en Perth. Al llegar al hotel, encuentro un mensaje de Mitra y Jalal, dos parientes lejanos de Moody que conocimos en Irán y que actualmente están instalados en Australia.

La última vez que vi a esta pareja fue unas semanas antes de nuestra evasión final, que, por lo demás, ellos mismos habían intentado ayudarme a efectuar unos meses antes. Jalal había entonces tramado hacerme «casar» con un hombre. Había contratado para ello al obrero de una panadería, y organizado una falsa ceremonia de matrimonio. Una vez «casada», yo tenía que abandonar el país sirviéndome del pasaporte de ese hombre en el cual estaríamos inscritas las dos, Mahtob y yo. El plan parecía prometedor, pero en la embajada de Suiza me lo desaconsejaron: si me arrestaban las autoridades iraníes, simplemente me habrían ejecutado por bigamia.

Mitra me acompañaba a menudo a la embajada, donde podía recibir mensajes de mi familia; ella me servía de tapadera para estas salidas, y, cada vez, yo esperaba un milagro que no se producía.

Mitra y Jalal fueron, pues, mis fíeles aliados en Irán.

Y, sin embargo, al recibir su mensaje este día, reflexiono un momento antes de telefonearles. Su familia es muy íntima de la de Moody. Vacilo. Luego me lanzo, y la voz afectuosa de Mitra borra todas mis reservas.

Llevan instalados aquí ocho meses, y me cuenta que Jalal ha encontrado un empleo de investigador científico en Perth. Se ha especializado en ordenadores.

—Vendremos a verte donde quieras y cuando quieras, Betty.

Nos citamos para esa misma noche a las ocho.

Durante toda esta jornada de entrevistas, mi mente no cesa de vagabundear; los viejos recuerdos de Irán me vienen a la memoria.

La familia de Mitra, al contrario que la de Moody, era más bien liberal. Veían las películas extranjeras prohibidas; recuerdo haber visto
E.T.
en su vídeo. Nos reuníamos a veces en la cocina para susurrar mis sueños de evasión.

La hermana de Jalal está casada con un sobrino de Moody. Las convenciones familiares le prohibían a éste intervenir directamente cerca de Moody, pero manifestaba su simpatía por Mahtob y por mí invitándonos regularmente. Su madre preparaba siempre en mi honor mis platos favoritos, pescado al tamarindo, por ejemplo, íbamos también a su casa a escuchar música americana, un placer absolutamente prohibido en Teherán.

Cuando llegan los dos al hotel, les recibo en un salón-cito, en tanto que Mahtob se queda en la habitación. A pesar de todos estos años, esta precaución es aún un reflejo. Debo asegurarme de que están realmente solos.

No han cambiado, dejando aparte el hecho de que Mitra, igual que yo, ya no lleva el
chador
. Nos abrazamos. Está encantadora, maquillada, bien peinada. Jalal me estrecha en sus brazos con afecto, y con toda sencillez. Me presentan a su hija Ida, un bebé que conocí a la edad de dos semanas en Teherán…

Nos disponemos a subir a mi habitación a buscar a Mahtob cuando alguien del servicio de promoción de la película, un australiano, me tiende un sobre. Contiene un fax de la revista alemana
Quick
.

Distraídamente, y sobre todo ocupada por la presencia de mis invitados, lo dejo a un lado sin leerlo en seguida.

Y charlamos de otra cosa. Mitra está aún estupefacta de que seamos libres, y me cuenta que en Irán no se ha hablado mal de nosotras:

—Se han dicho muchas cosas de ti y de tu evasión, pero lo importante es que has tenido éxito. Era extremadamente peligroso…

Una de sus amigas también trató de escapar de Irán unos meses más tarde. Las fuerzas de seguridad, la Pasdar, la atraparon y la mataron. Su cuerpo estaba tan acribillado de balas que su familia se negó a recogerla. Conviene decir que en Irán las familias que quieren recuperar el cuerpo de sus miembros ejecutados por la policía deben pagar cada bala… Me estremezco ante esta evocación.

Para cambiar de tema, Jalal fuerza un recuerdo:

—¿Te acuerdas de cuando íbamos a la orilla del mar Caspio? Te quedabas mirando el mar y me preguntabas si podrías nadar hasta Rusia… Recuerdo también que cierto día me dijiste que escribirías un libro. ¡Y lo has hecho!

Mitra, que ha sufrido enormemente la presión de la familia de su marido, leyó
No sin mi hija
con curiosidad, cuando vivía en Irlanda. Me confió que este libro salvó su matrimonio.

—Se lo hice leer a Jalal… Éste reconoció algunas semejanzas de comportamiento entre él y Moody, y se ha esforzado por cambiar.

Mitra espera un segundo hijo, y jamás me han parecido los dos tan felices.

Ellos se marchan, y he aquí que me acuerdo del sobre. Lo abro antes de acostarme. Comienzo a leer. ¡Increíble! Lo leo por segunda vez para convencerme.

El fax dice que la televisión alemana ha grabado una entrevista con Moody el día anterior. Y que éste ha pretendido que Mahtob y yo no habíamos huido de Irán; que jamás se opuso a nuestros deseos; que tomamos un avión para Zúrich tranquilamente, ¡y que incluso nos pagó los billetes!

La revista
Quick
, de Alemania, como no le había bastado con su palabra, me pide no solamente la exclusiva de una respuesta, ¡sino que les indique a alguien para verificar mi historia!

¡Verificar mi historia!

Las letras danzan ante mis ojos. Me siento trastornada, ultrajada, humillada por esta pretensión aberrante.

Sé que Moody es capaz de casi cualquier cosa. Es el peor de los mentirosos e hipócritas que he conocido. Pero no me esperaba, la verdad, que tuviera el descaro de negar semejante verdad. Una realidad que millones de lectores —sin contar el Departamento de Estado, diplomáticos, personalidades de los Estados Unidos y de Turquía— conocen ahora.

Y, como de costumbre, ha elegido bien su momento.

Cuando perdí a mi padre, cinco meses después de nuestra evasión, el apoyo de un esposo me faltó cruelmente. Pensé incluso en él, en el afecto que decía que me tenía, en el pretendido amor que afirmaba sentir por mi hija. Estaba muy sola por aquel entonces.

Y he aquí que, lejos de todo, privada de mi familia, de mis amigos, en Australia, me hace esta afrenta pública, contra la cual me veré obligada a luchar. ¡Ahí reside la fuerza de la mentira descarada en público! Obliga a la víctima a defenderse. Imposible dormir esta noche. Soy presa de un frenesí de teléfono.

Desde Australia, comunico con Nueva York, con Michigan, con Alemania, con todas partes donde los husos horarios me permiten encontrar a alguien.

En primer lugar, con mi agente Michael Carlisle. Éste me informa de que nuestra amiga Anja, editora de Alemania, está abrumada por llamadas de periodistas, y desesperada por dar conmigo.

Michael es de la opinión de responder muy de prisa. Hay que enviar una copia de los supuestos comentarios de Moody, por fax, para que Arnie pueda leerlo. Tengo confianza en el juicio de Arnie. Además de su inteligencia, de su energía y de su profesionalidad, es el único amigo capaz de calmarme en este momento.

Tras haberse informado del texto, me dice:

—Ahora, escucha, Betty. Cálmate y reflexiona. Si te hubieran mandado cinco individuos armados de puñales a tu habitación del hotel, no hubiera podido hacer nada por ti. Pero no es éste el caso. Michael y yo somos abogados. Sabemos muy bien cómo responder a este tipo de situación. Moody acaba de actuar en un sentido que nos permite replicar…

Y se pone a trabajar inmediatamente en la elaboración de una respuesta.

Finalmente me reúno con mi amiga Anja, en mitad de la noche, en Alemania. Ella exclama:

—¡Es terrible! ¡Necesito algo para responder a los periodistas!

Y me explica que Moody ha celebrado esta entrevista instalado en una casa que parece un palacio, lujosamente amueblada, con alfombras persas por todas partes, casa que pretende haber comprado para Mahtob y para mí antes de nuestra marcha. Nada que ver con la pequeña habitación de hospital donde Mitra y Jalal creen que vive actualmente.

Y Moody ha proseguido sus declaraciones afirmando que jamás me había golpeado, ¡que yo era perfectamente libre, como Mahtob, de ir y venir!

No hay nada que hacer, eso me pone enferma. Anja me grita por teléfono:

—Miente, Betty, todos sabemos que miente, pero debes responder. Y si no lo haces inmediatamente, será demasiado tarde.

Le suplico a Anja que me comprenda. No llevo encima mis documentos, mi pasaporte entregado por la embajada y sellado por la policía de Ankara. He conservado incluso el billete del coche que nos llevó de Van a Ankara. Pero todo está en mi casa de Estados Unidos. Es preciso que le pida a Michael Carlisle que haga copias y me las envíe.

El fax chirría a través de los tres continentes. En veinte minutos, una copia de mi pasaporte da la vuelta al mundo, ¡sellado en Turquía, no en Zúrich!

Antes de que amanezca en Perth, Arnie y Michael han preparado la respuesta. Y yo decido utilizarla públicamente, en vez de reservar su exclusiva a alguien. No quiero que nadie se imagine que me han pagado por una exclusiva de esta clase. Como ha debido de ocurrir con Moody…

Mi respuesta dice así:

«Resulta revelador que el doctor Mahmoody haya esperado cinco años y medio para recusar mi historia. Al pretender hacerlo, no aporta ninguna prueba concreta, ni presenta ningún testimonio de que exista alguna inconsistencia en mí historia.

»Mi vida con mi marido y nuestra hija se desarrolló exactamente como he descrito en mi libro. Certifico cada detalle de mi historia.»

Yo debía dar una conferencia a la hora del desayuno. Mi primer impulso fue tomar el avión para volver a casa. Pero de hacerlo, decepcionaría a todas las personas que habían pagado para oírme.

Arnie y Michael me aconsejan abordar el tema abiertamente, abreviar mi intervención y hacer mi declaración.

Antes de eso, cuando alguien me hacía la tópica pregunta: «¿Tiene usted noticias de Moody?», mi respuesta era simple: «No, ninguna.»

Ahora es diferente. Tengo noticias de Moody, aun cuando sean indirectas. Y no quisiera dar la impresión de que tengo algo que ocultar.

Unos minutos más de sueño, y debo resignarme a advertir a Mahtob de lo ocurrido anoche.

Decido iniciar la conversación con un rodeo:

—¿Recuerdas bien haber atravesado montañas en la nieve?

Desconcertada por mi enigmática pregunta, responde:

—Sí, por supuesto.

—¿Te acuerdas de que tu padre nos pegaba, cuando no quería dejarnos volver a casa?

Ella probablemente piensa que tengo la mente perturbada.

—Sí, me acuerdo perfectamente. ¿Por qué?

—Tu padre ha celebrado una entrevista…

Ahora, ya podemos hablar.

Mi hija está visiblemente disgustada y herida. Su padre se iba haciendo lejano, soportable en su recuerdo. Por lo demás, yo me había ocupado de ello, para su equilibrio.

Other books

Manchester House by Kirch, Donald Allen
Bartleby the Scrivener by Herman Melville
Cassie Comes Through by Ahmet Zappa
Messy by Cocks, Heather, Morgan, Jessica
Lucky Streak by Carly Phillips
The Wonder Worker by Susan Howatch