No sin mi hija 2 (31 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: No sin mi hija 2
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¡Y, entonces, milagro! Dos ancianas que están jugando a las cartas en el asiento de enfrente se exasperan a su vez:

—Déjele dormir, está agotado. ¡Es un escándalo despertar a la gente continuamente! Tiene su pasaporte; ¡lo han comprobado hace un momento! Tantas veces…

Craig se ha salvado.

Pasan la noche en Fráncfort. Craig aprovecha para volver a teñirse el cabello cuidadosamente, y luego alquilan un Peugeot para llegar a Fulda.

Aquí, se trata de encontrar una habitación en una pensión no muy cara pero aceptable. Lo cual no es poco mérito en Fulda, donde los soldados son considerados una pandilla de depredadores. La habitación es minúscula, el lavabo también. Nada más, excepto una mesa y una silla de madera.

Toman un taxi para dirigirse a casa de Vera, en la Bertholdstrasse, y hacerse una idea de la configuración del lugar. Al regresar al hotel, pasan por delante del Green Goose, la nueva sala de baile predilecta de Vera, quien sigue juergueando y recibiendo a mucha gente en su casa.

Craig manda a Frank a hacer unas compras peculiares, para el caso de que se encuentren con resistencia en el momento delicado: dos navajas de muelle, una gruesa porra de madera, treinta metros de cuerda y varios rollos de cinta adhesiva. Frank sopesa la porra, que Craig ha envuelto en trapos muy gruesos.

—¿Quieres atizarla con eso?

—Si es necesario, sí. No morirá por ello. Dave le ha pegado más fuerte de lo que yo podría hacerlo.

Al segundo día, Frank y Craig parten en viaje de reconocimiento hasta la frontera de los Países Bajos, unas cuatro horas por autopista, sin limitación de velocidad. Su objetivo es descubrir un paso no vigilado. Pero las posibilidades se reducen a medida que el día avanza. Dejan el coche y caminan a través del bosque, siguen vías de ferrocarril, pero los caminos terminan siempre sin salida. Hay guardas por tocias partes, en moto, a caballo y a pie.

Finalmente recogen a un joven autostopista, de los del tipo aventurero. Craig inicia con franqueza la conversación:

—¿Qué harías tú en este poblacho para pasar al otro lado algunos chismes, ya sabes de qué hablo…?

—Tranquilo, no hay problema. A diez quilómetros de aquí, hay un puesto que sólo está vigilado doce horas al día.

—¿De qué hora a qué hora?

—Eso puedes averiguarlo antes…

Craig y Frank descubren el lugar. Está vigilado, pero intentan el golpe, para ver. Pasan simplemente haciendo un gesto con la mano a un aduanero instalado en una garita minúscula al borde de una carretera pedregosa de dos vías. El guarda les responde con la mano.

Emocionados, Frank y Craig reproducen cuidadosamente la carretera en su plano. Finalmente, el asunto no se presenta tan mal.

El tercer día en Fulda, viernes, es el día D. La víspera, Craig y Frank han estudiado cuidadosamente el plano, considerado todas las posibilidades de desarrollo, incluyendo la peor, y, a las siete de la tarde, parten en dirección al Green Goose. Craig conduce y se instala en una esquina de la calle; Frank va a dar una vuelta por el interior del local. Lleva una parka de nylon roja, para que Craig pueda verle fácilmente a la salida, si tiene la suerte de encontrar a Vera. Con los ojos clavados en la puerta de la
boîte
, Craig inicia su vigilancia solitaria.

Han elaborado dos planes. El plan A tiene en cuenta la pasión de Vera por los soldados y el alcohol. Frank lleva en el bolsillo dos cápsulas de Tylox, un sedante. El padre de Frank, que sufre dolorosas crisis de artritis, lo emplea para aliviarse. Antes de salir de Estados Unidos, se han informado con un amigo farmacéutico.

—¿Cuántos comprimidos hacen falta para quedar fuera de combate?

—¿Cuánto pesa ella?

—Cincuenta kilos, cincuenta y cinco como máximo…

—Con el alcohol y dos cápsulas dormirá un buen rato…

—¿Corre algún peligro?

—¡Una buena noche de sueño no hace daño a nadie!

Todo parece normal en el Green Goose. Música, soldados, cerveza. Vera llega a las ocho. Frank la descubre al momento. Ha estudiado tanto las fotografías que no puede equivocarse. Cabellos castaños, lacios, ojos verdes, aire despierto, baja estatura. La aborda asomando ostensiblemente de su bolsillo un fajo de dólares, e inicia la conversación:

—Me llamo Brad. ¿Puedo ofrecerte una copa?

—Yo soy Vera. Acepto una coca-cola con brandy.

«La cosa funciona», piensa Frank exultante, mientras Craig se aburre en su coche murmurando: «Con tal que funcione, con tal que funcione…»

Al cabo de una hora y de muchas coca-colas con brandy, Frank saca las cápsulas del bolsillo. El Tylox ha sido disimulado en unas cápsulas que parecen anfetaminas, sin marca reconocible, al estilo del
camello
profesional.

—¿Ves esto? Es super, el mismo efecto que la coca…

—La coca es rara en Alemania…

Vera se traga golosamente las cápsulas y luego toma otra copa, y otra más. La bebida no parece hacerle mucho efecto, y las cápsulas tampoco…

Frank comienza a inquietarse. Bebe lo que puede, pero no resiste tanto como Vera. Una mujercita tan pequeña… ¡Y va por su vigésima copa! ¡Y la cosa no ha acabado!

Frank y Vera se marchan del Green Goose y continúan la juerga por diversos bares. ¡Veintiocho brandy-coca y Vera sigue en pie! Apenas, un ligero bamboleo del cuerpo, pero todavía consciente. Y Frank, no muy fresco aunque se contenta con coca-cola para permanecer alerta, se dice una vez más que esta pequeña mujer es más dura que un puñado de clavos…

Al alba, Frank sigue aún a Vera, en compañía de otros tres americanos, dos alemanes y dos alemanas. Se va haciendo evidente que el apartamento de dos piezas de la Bertholdstrasse va a servir de refugio a la pequeña tropa. La fiesta continúa, con ayuda de cinco cajas de cerveza, todo el sábado y parte del domingo, en presencia de las niñas, hasta que finalmente Vera se sume en un profundo sueño.

Durante todo este tiempo, Craig está fuera de sí. Ha perdido el rastro de Frank y de Vera; o no los ha visto salir, o Frank se ha olvidado de ponerse la parka roja; en pocas palabras, está solo, sin informaciones, desde hace cuarenta y ocho horas. Ha pasado por delante del apartamento, no ha visto nada, no se ha atrevido a permanecer apostado en el lugar, y se encuentra ahora en la habitación de un cochambroso hotel paseando como un león enjaulado, viéndolo todo negro, demasiado nervioso para dormir. ¿Qué ocurre? Frank se ha peleado con un soldado, está en chirona… O se ha largado con ella, se lo ha contado todo, o ella le ha embaucado y él se ha puesto de su lado… Craig se dice que, a fin de cuentas, conoce a Frank sin conocerle…

Domingo, las seis de la tarde. Craig ha agotado todas sus reservas de paciencia. Ha dejado notas a Frank en la habitación cada vez que iba a ducharse, a tomar un café o a dar la vuelta a la manzana pasando por delante de la casa de Vera.

«Brad: Si aún estás vivo y encuentras esta nota, estoy aparcado ante el número 6. Si vas y yo no estoy, y no me encuentras en ninguna parte de la calle, eso querrá decir que estoy pasando por delante de casa de V. Vuelvo dentro de unos minutos. Estoy terriblemente asustado; no hagas nada antes de que hayamos hablado. Recuerda lo que nos han dicho. Yo ya no sé dónde estoy. No sé lo que está pasando. Dios nos ayude. Bob.»

Y otra nota, para sus padres:

«Son las 19.35. Llevo dos días sin ver a Brad. Tengo miedo de que haya ocurrido lo peor. He escuchado las noticias por la radio, pero no he oído nada sobre un americano que hubiera resultado herido o muerto. Si no tengo noticias mañana, iré a casa de V. en busca de mis hijas. Si no vuelvo, decidle a Nita que la quiero, y enviad a alguien aquí para cargarse a esta maldita bruja alemana. Dios os bendiga. Craig.»

Craig-Bob, al tercer día, no puede más y se instala toda la jornada delante de la casa de su ex mujer. No ve entrar ni salir a nadie. Sólo distingue sombras en una ventana, entre ellas la silueta de Frank-Brad. Convencido de que ha sido engañado, al límite de sus nervios, se precipita y pulsa el timbre en el portal del inmueble. Espera, con el corazón latiéndole furiosamente, mientras sujeta en una mano la porra de madera, y en la otra una bolsa que contiene cuerda y cinta adhesiva. Está dispuesto a matar a Vera, o a cualquiera que se cruce en su camino. ¡Quiere sacar a sus hijas de ese tugurio!

Uno de los juerguistas se asoma por la ventana y masculla:

—¿Quién es?

—Bob Servo. ¿Está ahí Brad Madison?

Frank echa una ojeada al exterior, pega un brinco y baja precipitadamente por las escaleras, en tres saltos. Uno por piso. Abre la puerta de par en par, furioso:

—¿Estás loco? ¿Qué cono haces aquí?

—Vengo a matarte. ¿Dónde te habías metido?

—¡Debías aguardar mi señal! Lárgate, de prisa, o lo estropearás todo… Ya la tengo, me ha dado las llaves del apartamento. La cosa funciona, quiere que vuelva esta noche… No hagas el imbécil, vete, ¡ella está arriba!

—¡Pero, santo Dios! ¡Podías haberme hecho alguna señal!

—¡Estamos borrachos desde hace dos días! Hay mucha gente aquí; ¡no consigo estar a solas con ella ni dos minutos!

—¿Y las niñas?

—Todo va bien, no les pasa nada. ¡Lárgate! Nos veremos en el hotel dentro de un rato.

Serenado a medias, Craig se marcha. Frank llega finalmente, sofocado, la cara morada.

—He hecho un
sprint
hasta aquí. No puedo decirle que tengo un coche, le he prometido regalarle uno para seducirla…

—¿Te has acostado con ella?

—¡Eh… para! Para ella no soy más que un soldado con los bolsillos llenos de dólares, eso es todo.

—Cuéntame… ¿Y las niñas?

—Se las arreglan. Vera las deja para comer rebanadas de pan sobre una mesa. Curiosa madre. ¿Tienes hambre? Toma, aquí tienes carne. ¿Tienes sed? Toma, aquí está la leche. ¿Tienes sueño? Ve a acostarte. Como perritos. Lo estrictamente necesario y nada más. Ha recibido el papel que le retira la custodia de las niñas en América, está deprimida, y bebe aún más… La cosa funcionará, ¡cálmate! ¡El problema es que hay gente continuamente! No he podido salir más que dos veces para ir a buscar cerveza y champán.

—¿Qué es lo que no funcionó con las cápsulas?

—Está drogada hasta las cejas… Eso no le hace más efecto que un vaso de agua…

Como sus equipajes tenían que ser lo más ligeros posible, Frank sólo puede cambiar su camisa arrugada por la de Craig, para aparentar ante Vera un guardarropa normal. Se compromete a mantener contacto los días siguientes, y los dos urden un nuevo plan.

No habían previsto que Vera nunca estaría sola. Sus compinches de juerga se han instalado para toda la semana, y no salen más que de a uno para reponer su provisión de alcohol. Son dos, además de Frank. Pero Frank parece tener la preferencia: posee las llaves.

—En cuanto estés solo con las niñas, me llamas, voy a instalarme en el pequeño café griego, en la esquina de la calle. Dices por teléfono: «Páseme a Bob en seguida», y yo comprenderé. ¿Cuánto necesitas?

—Doscientos pavos, con eso debería haber suficiente…

Pasa aún una semana más, durante la cual las idas y venidas de Frank, de casa de Vera al hotel, son ritmadas por las notitas angustiadas de Craig.

«Brad: Estoy en la entrada, espérame, tomo una ducha. Bob.»

«Brad: Si regresas, estoy ya en casa del griego.»

«Brad: Me voy a casa del griego hasta la hora del cierre. Ayer no te vi por ninguna parte, ni luz, ni luido. Son las cinco de la mañana; ¿dónde estás? ¡Si vienes, quédate! Tengo miedo, imagínate.»

«Brad: Me vuelvo loco mirando este lavabo toda la noche. ¿Has perdido los estribos o qué?»

Y cuando Frank, sofocado por su
footing
, consigue encontrarse con Craig en el hotel, es abrumado a preguntas.

—Así pues, ¿se han ido?

—Todavía no, pero creo que eso se está perfilando…

—¿Y las niñas? ¿Les hablas?

—No demasiado. Ella no se ocupa de nada, pero siempre las tiene bajo vigilancia, como si temiera algo…

—Y esos tipos ¿las tocan?

—No son esa clase de individuos. Tienen la cabeza inundada de alcohol, pero nada más.

—Tengo ganas de darle una paliza a alguien…

La juerga dura aún cuatro días, desde el crepúsculo hasta el alba. Craig sigue en casa del griego o en la calle, en su coche de alquiler con matrícula holandesa. El problema es que comienza a hacerse notar, lo cual no es deseable. Entonces, ya no sale más del café griego, vigilando el teléfono, atiborrado de cerveza, de cigarrillos… Y el dinero comienza a escasear.

El jueves, finalmente, Frank consigue convencer a Vera de que eche a sus amigos. Y le propone quedarse con ella y las niñas todo el fin de semana. Esa noche, avisa a Craig.

—Procura estar preparado, por si la cosa funciona. Aún hace falta que ella salga del apartamento.

—Dale dinero y mándala al supermercado a comprar botellas. ¡Se largará al instante! Tenemos que hacerlo antes del domingo; de lo contrario me veré obligado a dormir en el coche. Ya no nos queda casi dinero.

Pero, ese día, Vera no sale. Ha adquirido sus pequeños hábitos desde hace cuatro meses, y no siente deseos de cambiar.

Con una sensación de temor cada vez mayor, Craig aguarda en casa del griego. Le han crecido los cabellos, tiene un aspecto desagradable… Extrañas ideas rondan nuevamente su cabeza: «¿Y si Frank se está divirtiendo más de lo que dice y ha decidido quedarse? No, eso es idiota… Yo tengo su pasaporte y su billete de avión…»

El viernes 4 de mayo, Craig lanza un ultimátum a Frank.

—Preparados o no, me llevo las niñas el domingo.

—¿El domingo? ¡Un buen día para morir!

—¿Pero qué dices?

—Es una frase de
boy-scout
. Teníamos un jefe indio que siempre decía: «Hoy es un buen día para morir.»

—¿Tienes miedo?

—Sí, tengo miedo, ¡pero hemos de triunfar! Y preferiría que no hubiera destrozos…

A las ocho de la noche del sábado, el teléfono suena finalmente en el café griego. La voz de Frank, al otro extremo del hilo, dice: «¿Bob? Hoy es un buen día para morir.»

Craig se echa a reír, cuelga y se dirige presuroso a casa de Vera. Sube las escaleras dando zancadas y franquea de un salto la puerta del apartamento. Finalmente verá a sus hijas, ¡por primera vez en cuatro meses! Pero Frank le intercepta en el pasillo y le apoya una mano en el pecho:

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