No sin mi hija 2 (37 page)

Read No sin mi hija 2 Online

Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: No sin mi hija 2
10.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los cuatro suben a un coche conducido por el hermano de Khalid, que le ha acompañado hasta Bagdad. No habla inglés, y se dirige casi exclusivamente a su hermano, y sólo de vez en cuando a Adam, quien comienza a comprender bien la lengua.

Adora ha crecido diez centímetros, y pesa ya veintidós kilos. Encaramada sobre las rodillas de su madre, duerme durante todo el viaje.

Después de cuatro horas por una carretera árida y quemada por el sol, llegan a Mossul.

La primera impresión de Mariann es más bien siniestra. A diferencia de Bagdad, la ciudad carece de verdor. Toda la vegetación se ha quemado, después de las últimas lluvias de primavera, hace ya varios meses. Le habían dicho que Mossul, situada al norte y a cierta altitud, era más fresca que la capital. Ahora comprende lo que eso quiere decir: Bagdad se funde a 50 grados, ¡Mossul se asfixia a 45 grados!

Al pensar en los pantalones y blusas negros que ha traído, Mariann siente deseos de buscar sombra en alguna parte.

Al aproximarse a la casa, Khalid exclama:

—¡Demonios! ¡La electricidad está cortada!

Todo el vecindario está inmerso en la oscuridad. Sólo algunas casas aquí y allá aparecen iluminadas por generadores.

Durante la guerra, la granja había estado cuarenta y tres días sin electricidad, sin agua comente, sin petróleo para las lámparas y la caldera, cuando la temperatura del invierno desciende hasta los 20 grados bajo cero.

El coche avanza hasta una pequeña puerta de hierro y se detiene delante de ella. Mariann atraviesa un patio techado de tejas y muros de cemento. Khalid comparte esta casa alquilada con su madre, viuda, y son recibidos por un comité de bienvenida formado por una docena de personas.

Está allí la cuñada de Khalid, Sageta, sus tres hijos, mayores que los de Mariann, algunos primos, y la suegra, por supuesto, cuya hostilidad es manifiesta, aunque silenciosa. Con su negra y desaprobadora mirada, no es de la clase de personas capaz de acoger a su nuera americana tendiéndole los brazos.

Hacen sentar a Mariann en un colchón, y ella trata de adaptar sus ojos a la débil luz de una lámpara de petróleo. Al cabo de diez minutos, Khalid se levanta y dice: «Vuelvo dentro de diez minutos.»

Y no reaparece antes de una hora y media, dejando a su mujer ante una oleada de preguntas en árabe, demasiado rápidas para que Adam pueda traducir. Entonces ella se dice con amargura: «Todo vuelve a empezar, me abandona…»

Agotada y sudorosa, le pregunta a su hijo por el cuarto de baño. Adam la guía con ayuda de la lámpara de petróleo a través de los corredores de cemento:

—Sabes, mamá, los cuartos de baño aquí no son como en casa…

—¿Qué quieres decir?

—¡No son como en casa!

Nada ha preparado a Mariann para lo que le espera: un agujero infecto en el suelo, sin cisterna, lleno de moscas. Asqueada, sale del reducto dando un traspié, y sin utilizarlo.

Al regreso de Khalid, no puede contener su rabia. Arrastra a su marido al interior del reducto y estalla con indignación:

—¡No comprendo cómo puedes vivir así! ¡Y tú te marchaste de casa porque vivíamos mal! ¿Para tener esto?

La reacción de Khalid la sorprende. En lugar de encolerizarse con ella, como antes, gimotea, elude el tema:

—Yo esperaba otra cosa para nuestra primera noche de reencuentro… Sé perfectamente que la casa no es un lujo. Estuve buscando algo mejor, el mes pasado, pero ando escaso de dinero. El embargo de las Naciones Unidas ha arruinado mi comercio.

—¿Y el coche? ¡Un Toyota! Eso cuesta caro…

—Se lo he pedido prestado a mi hermano. No tengo medios para comprarme uno.

Ahora que Mariann comprueba sus condiciones de vida, Khalid se ve obligado a decir la verdad. En tiempos mejores, sus hermanos y hermanas le ayudaron, pero ahora ellos también están arruinados, en primer lugar por diez años de guerra con Irán, y luego con Estados Unidos. Acorralado, Khalid se ha matado tratando de levantar una vieja tienda de vídeo, comprada por muy poco dinero y que no marcha muy bien.

—¿Por qué lo hiciste? ¿De qué sirve ofrecer una vida semejante a los niños?

—Tú decías siempre que querías irte con ellos, o divorciarte; y yo no podía soportar una cosa así…

—Sabes perfectamente que no me habría divorciado. Sabes perfectamente que los niños lo son todo para mí, ¡cuando tú jamás te has ocupado de ellos! Al menos, hubieras podido volver, ya que aquí todo va mal. Querías ganar dinero. ¡Y aquí ganas menos que en Estados Unidos! ¿De qué sirve tu diploma? ¿Dónde están las industrias que pueden contratarte?

—Las cosas se arreglarán…

Bajo un cielo neblinoso, pesado y cubierto, que no cambia desde el alba hasta la puesta del sol, Mariann se despierta al día siguiente por la mañana, cuando Khalid se marcha a su tienda. Ella ha aceptado temporalmente ser de nuevo su mujer. Compartir la cama con un hombre que le ha hecho tanto daño es extraño. Ya no sabe qué pensar.

¿La ha amado él alguna vez? Al principio quizás, probablemente. ¿Se casó con ella únicamente para tener el confort de una mujer en casa, de un apartamento cuidado, el tiempo de terminar sus estudios y regresar a su país? No quería hijos; seguramente era por eso. Pero hoy, doce años después… ¿Qué quiere? ¿Qué razón tiene para querer a sus hijos aquí? ¿Se ha vuelto nacionalista? ¿Cree sinceramente en el futuro de su país, bajo el puño de Saddam Hussein? ¿Es aún un adolescente indeciso que ha encontrado refugio en las faldas de su madre?

Mariann, por su parte, tampoco sabe lo que quiere. ¿Convencerle de que regrese con ella a Estados Unidos? ¿Persuadirle de que le deje llevarse a los niños? Él no aceptará ni lo uno ni lo otro. De momento, lo esencial es estar con ellos. Estudiar el terreno. Cualquier cosa vale más que estar sola ante un teléfono en Estados Unidos.

Su primera visión de Mossul a la luz del día le muestra una ciudad que ha sufrido relativamente poco los ataques aéreos, contrariamente a lo que sucede con Bagdad. Sólo una bomba que ha destruido una casa más abajo de la calle donde vive el hermano de Khalid. Aquel día, los niños contemplaban los relámpagos de la guerra en la noche, y una sobrinita de Khalid fue herida por fragmentos del obús. Pero si bien los daños materiales no son terribles, la guerra, aun después del cese de los combates, continúa desorganizando completamente la vida cotidiana. De una a tres veces diarias se corta la electricidad, a veces durante seis horas seguidas. El agua corriente está racionada, todos los días de tres a cinco, lo cual resulta una tortura insoportable en el calor del verano. Y a veces incluso una interrupción excepcionalmente larga deja fuera de servicio los sistemas de aire acondicionado durante todo un día y una noche.

La vida cotidiana, en esta casa de cemento sin alma, bajo la mirada crítica de la suegra, se organiza mal que bien. Se lava en el patio con agua fría, y se extienden esteras en el suelo para los niños.

Debe de haber unos ciento cincuenta niños en el barrio. Por la noche está oscuro como boca de lobo, y los más pequeños están aterrorizados; se les oye llorar de angustia, de calor. Como un lamento ininterrumpido.

La guerra ha suprimido también un servicio municipal de vital importancia: el drenaje de la fosa séptica en las casas particulares. Resultado: las alcantarillas desbordan en las calles, e inundan algunas de ellas, obligando a los transeúntes a salvar arroyos verdosos y fétidos.

Para Mariann, esta existencia henchida de inconvenientes materiales se ve agravada por una pesada soledad. Sus compañeros de la oficina de ayuda residen todos en Bagdad y están entregados a su misión. El correo es prácticamente inexistente; las redes de comunicación de Irak están destruidas. Mariann no tiene ningún medio de ponerse en comunicación con su familia, o conmigo, en Estados Unidos.

Naturalmente, los telediarios son en árabe. Las emisoras de radio difunden incansablemente la canción preferida de Saddam Hussein,
My Way
, de Frank Sinatra, en variados arreglos orquestales.

No hay manera de encontrar periódicos occidentales. Mariann no tiene, pues, cómo saber si el persistente rumor de que la guerra puede volver a empezar es creíble o no.

Se habla mucho de la resistencia kurda, de los iraníes (que la gente de aquí teme como la peste) en actitud amenazadora en la frontera.

Los horarios de trabajo de Khalid no facilitan las cosas. Está tan atrapado por su comercio en Mossul como lo estaba por sus estudios en Detroit. Se marcha a la tienda por la mañana a las ocho, regresa para comer, durante el inevitable corte de corriente al mediodía, y luego vuelve a marchar hasta las diez de la noche. Llega agotado, de mal humor y más silencioso que nunca. Y eso, siete días por semana. No es más practicante de lo que era en Estados Unidos, y no observa el descanso religioso.

Mariann está decepcionada. La vida familiar en Mossul se parece a la que él le imponía en Estados Unidos y que ella tanto detestaba. Y con bastante menos confort. En cuanto al país de
Las mil y una noches

Tres días después de su llegada escasean víveres. Por la mañana, Khalid dice que volverá con provisiones a la hora de comer. Llega al mediodía, y pasa, sin noticias de Khalid. El único alimento que hay en la casa son hojas de parra y panes congelados, que los niños detestan. Khalid no cocina jamás, naturalmente, y Mariann comprueba que los niños han cogido la costumbre de ir a comer un poco a cualquier parte. Generalmente a casa de Sageta, la cuñada de Khalid. Pero nadie le ha indicado aún dónde vive Sageta, y le han advertido de que no debe pasearse sola por la calle. La guerra ha provocado un aumento de la criminalidad; y las ropas occidentales de Mariann podrían suscitar envidias y rencor. Efectivamente, Mariann sólo ha visto a una mujer llevar pantalones como ella, aunque llevar las ropas tradicionales, largas y que lo cubren todo, no es obligatorio.

Este día, Mariann se queda echada en la cama de la habitación conyugal; ni los niños ni ella comerán en todo el día. Los pequeños lloran, y ella también, y acaban por dormirse.

Al regreso de Khalid, tarde por la noche, Mariann le llama a un aparte y le recrimina. Él se excusa y promete arreglar el problema. Pese a ello, no traerá comida a casa durante los siguientes días. Son los miembros de la familia, diez o quince a la vez, los que vienen por la mañana temprano, con comida, y se quedan hasta la noche. La preparación de las comidas es imprevisible. No se respeta ningún horario; el racionamiento aporta a las personas arroz y harina, al final de cada mes. Pero al menos, Adam y Adora ya no lloran por falta de comida.

Por lo demás, las buenas intenciones de la familia son, para Mariann, demasiado pegajosas. Con doscientos miembros dentro de un perímetro de quinientos metros, que vienen regularmente a visitar a su suegra, no tiene más que raros minutos de soledad con su marido. Y se queja de ello:

—Khalid, necesitamos un poco de tiempo para encontrarnos; tú, yo y los niños…

—No les invitaré más, pero no puedes prohibirles que vengan.

Sageta es la única excepción. Siempre se muestra solícita, pero discreta, y limita sus visitas a una hora. Es también la única persona de la familia que habla inglés. Ha visto las fotos que Mariann trajo de Michigan, y trata de subirle la moral:

—Comprendo que eches de menos a tu familia, pero yo soy tu hermana ahora. Dime lo que los americanos piensan de nosotros. Para ellos, ¿somos personas crueles?

—No. Piensan que habéis sufrido la guerra.

—No teníamos elección. Hay que hacer lo que dice el gobierno…

Sageta es una joven sensata. Es una buena madre de familia, pero su relación con Mariann no puede desarrollarse libremente, pues, desde hace un año, es ella la que ha tomado el poder en la casa ocupándose de Adam y Adora durante las horas de trabajo de Khalid.

Adam no ha olvidado nunca a su madre, pero Adora ha adoptado la costumbre de llamar «mamá» a Sageta. Al llegar, Mariann comprobó amargamente que su hija tenía una mamá en Irak y una mamá en América. La pequeña quiere realmente mucho a su tía, que se ocupa de ella como de su propia hija, lo cual es bueno para Adora pero le encoge el corazón a Mariann. ¡Un año sin ella, y ya tantas cosas perdidas!

Hacia el final de la primera semana, Khalid anuncia triunfalmente que ha alquilado un apartamento para unas vacaciones de una semana en algún lugar turístico cerca de la ciudad recién bautizada como Saddam Dam, aproximadamente a veinticinco kilómetros al norte de Mossul.

El apartamento es moderno, dotado de una grifería de estilo occidental: agua caliente, ducha. Mariann se instala en él con alivio, hasta el momento en que oye el zumbido de los cazabombarderos americanos. Pasan en vuelo rasante, procedentes de Turquía en misión de reconocimiento. Los aviones vuelan tan bajo que los veraneantes tienen tiempo incluso de descifrar los números de los aparatos. Todo el mundo se detiene para contemplarlos, incluso los niños más pequeños de la piscina.

Esta clase de incidentes es particularmente traumatizante para Adora, que tiene tanto miedo de los aviones que llega incluso a cerrar los ojos cuando ve uno por la televisión. Adam, por su parte, le cuenta a su madre los ataques de los bombarderos americanos con cierto despego:

—Cuando estábamos en la granja, antes de que tú vinieras, pasaban justo por encima. ¡Si lo hubieras visto!

—¿Y qué hacíais entonces?

—¡Bueno! Contábamos los aviones…

Todo el mundo teme una reanudación de los bombardeos americanos. Y cuando los helicópteros de combate vienen a dar vueltas a algunos centenares de metros de sus ventanas, Mariann y Khalid acortan sus vacaciones, que sólo han durado tres días.

De regreso a Mossul, Mariann se instala otra vez en la rutina cotidiana. El aburrimiento es su peor enemigo; ha leído ya dos veces el único libro que posee, una novela de amor de quinientas páginas. Para acortar la jornada, se levanta, al igual que los niños, lo más tarde posible, habitualmente alrededor de las once. La habitación de los niños no dispone de aire acondicionado, así que los pequeños duermen sobre colchones en el suelo en el cuarto de sus padres. Tienen pocos juguetes, por lo que se distraen cantando canciones, o se divierten con juegos de su invención: por ejemplo, lanzar pinzas de la ropa a un cubo…

La otra atracción son las fotografías que Mariann ha traído de Estados Unidos y que ella muestra con prudencia, para no humillar a Khalid.

Other books

Shoulder the Sky by Anne Perry
Ditch by Beth Steel
The Wrecking Crew by Donald Hamilton
Murder in the Smokies by Paula Graves
Side Chic by West, La'Tonya