—¡Chitón!
El alce estaba a unos veinte o veinticinco metros. Cuando respiraba, el aire se volvía gris en torno a su hocico. Synnøve pudo ver que era una hembra, y echó una mirada cuidadosa hacia ambos costados del bosque para ver si había alguna cría en las cercanías. No podía ver ninguna, pero eso no significaba necesariamente que el animal estuviese solo.
—Todavía está alerta —susurró—. Quédate bien quieta.
El alce hembra las miró por lo menos durante medio minuto. Llevaba la cabeza erguida y las orejas apuntadas hacia delante. Tuva se atrevió apenas a respirar.
—Nunca antes vi un alce en vivo —susurró, casi inaudible.
«Eso dice mucho acerca de cuánto sales», pensó Synnøve antes de empezar a gritar de improviso mientras hacía molinetes con los brazos. El animal se sobresaltó, se volvió y desapareció en la maleza con pasos largos y gráciles.
—¡Guau! —exclamó Tuva.
—La tía debe de ser idiota —dijo Synnøve, y continuó camino arriba—. Le pregunté por qué no me había avisado y me dijo que no sabía cuál era mi apellido.
—En realidad es una razón bastante buena —gritó Tuva, que estaba a punto de renunciar a seguirle el ritmo—. ¡Espérame! ¡No camines tan rápido!
Synnøve se detuvo y se volvió.
—En primer lugar... —dijo sacándose un mitón y blandiendo un dedo en el aire—, Marianne le había escrito contándole que hago documentales. En segundo lugar, le contó que mi nombre es Synnøve. En tercer lugar... —Tres dedos se separaron en el aire—. ¡La mujer tiene el jodido acceso a Internet o alguna otra cosa! ¡Sólo se trata de buscar en Google Synnøve más
documentary
para encontrarme!
Tuva asintió con la cabeza, a pesar de que no se le había ocurrido esa idea.
Siguieron caminando en silencio. Los fuegos de artificio se hacían más intensos detrás de ellas. Cuando pasaron el acceso a Trollvann, Tuva empezó a preguntarse si quería seguir. Respiraba con esfuerzo y tenía más ganas de regresar que de cualquier otra cosa mientras avanzaba.
Habían llegado. Una luz tibia irradiaba a través de todas las ventanas del restaurante de Grefsenkollen. El aparcamiento estaba repleto de automóviles que probablemente permanecerían allí hasta bien entrado el día siguiente. Cuando Tuva y Synnøve se acercaron, un nutrido grupo de gente vestida de fiesta salía por la entrada principal. La mayoría de ellos se detuvieron en la gran escalera, brindando con champán y elogiando la vista. Tres hombres con los brazos llenos de bengalas tropezaban camino del aparcamiento, con la intención de encenderlas en una esquina.
—Aquí —resopló Tuva dirigiéndose a la cerca que rodeaba el aparcamiento frente a la escalera—. ¡Aquí se está hasta mejor que en mi casa!
Los barcos comenzaron a hacer sonar sus sirenas en el fiordo. Detrás de Synnøve y Tuva, los comensales gritaban encantados por los fuegos de artificio, por la fiesta, por el nuevo año virgen que nacía ante ellos. Todo el cielo estaba iluminado. Crepitaba y brillaba frente a ellos y sobre ellos, silbando y gritando, ululando y estallando.
—¡Feliz Año Nuevo! —dijo Tuva con cuidado, y apoyó su brazo en Synnøve.
Synnøve no contestó. Se apoyó en la cerca y miró Oslo con fijeza. El año 2009 llevaba sólo unos segundos y si sus sentimientos eran representativos del año que empezaba, serían doce meses terribles.
Lo que por supuesto no sabía era que Marianne Kleive se encontraba precisamente a 8.110 metros de allí. Si lo hubiese sabido, apenas se habría alegrado.
Por primera vez en su vida, Synnøve Hessel entró llorando a un nuevo año.
Erik Lysgaard le había prometido a Lukas no llorar.
—Papá. ¡Papá!
Erik se sobresaltó. Al principio se había negado a acompañar a su hijo a casa; aceptó ir cuando Lukas lo amenazó con traer a toda su familia consigo hasta Nubbebakken y organizar una especie de vacaciones allí para los niños. Había prometido no llorar. No había prometido que hablaría.
Finalmente los niños se habían dormido. Astrid, la mujer de Lukas, estaba en bata, al lado de la puerta de la sala. Pálida, sonrió a su suegro y levantó la mano en un débil saludo de buenas noches. La noche había sido una tortura.
Lukas tenía puesto el pijama de rayas azules y llevaba pantuflas gastadas sobre los pies desnudos. Se sentó en cuclillas al lado del sillón de su padre, sin tocarlo.
—¿Duermes?
—Lo hacía. Dormité un poco mientras vosotros os preparabais para dormir.
—Ahora debes acostarte. Tú también. He preparado el cuarto de huéspedes.
—Prefiero estar aquí sentado, Lukas.
—No, papá. Tienes que acostarte en una cama.
—Creo que eso lo decido yo. Aquí estoy muy cómodo.
Lukas se quedó quieto.
—Te comportas como si fueras el único que sufre —dijo abatido—. No te reconozco, papá. Estás siendo muy egoísta. No ves que yo también sufro, que los chicos echan de menos a su abuela, no ves que...
—¡Sí! ¡Sí lo veo! Pero no tengo ánimos para hacer algo al respecto.
Lukas deambulaba por la sala a media luz. Apagó una vela que descansaba sobre el marco de la ventana. Recogió un osito del suelo y lo puso sobre un estante. Se mordió las uñas. Afuera estaba todo en silencio. Pudo escuchar cuando Astrid tiró de la cadena del baño y el chirrido suave cuando cerró la puerta del dormitorio tras de sí.
—¿Por qué no mentiste? —preguntó de pronto.
Su padre levantó la vista.
—¿Mentir?
—¿Por qué no inventaste una historia sobre por qué mamá estaba caminando por la calle? Que quería tomar aire, por ejemplo. Que os habíais peleado, para el caso. O cualquier otra cosa. ¿Por qué le dijiste a la Policía que no era asunto de ellos?
—Porque es la verdad. Si hubiese inventado algo, hubiera sido una mentira. Yo no miento. Para mí es importante no mentir. Deberías saberlo mejor que nadie.
—Pero ¿comportarse como una almeja está bien? —Lukas agitó los brazos, derrotado—. Papá, ¿por qué...?
Se detuvo cuando de pronto el hombre lo miró directa y fijamente, con algo que parecía una sonrisa en los ojos.
—No me has llamado «papá» desde que tenías diez años —dijo.
—He de preguntarte algo.
—No tendrás respuesta. Debes entender eso ahora. No voy a decirte por qué mamá estaba en la calle y...
—No es eso —dijo rápido Lukas—. Se trata de otra cosa.
Su padre no dijo nada, pero al menos mantuvo el contacto con la mirada.
—Siempre tuve esta sensación... —comenzó Lukas ensayando—, de que yo compartía a mamá con alguien.
—La compartíamos con Jesús.
—No me refiero a eso.
Se quedó quieto un momento, como perdido, antes de sentarse en el sofá. Era tan hondo que le resultaba incómodo inclinarse hacia delante. Al mismo tiempo, estaba demasiado tenso como para recostarse sobre los almohadones. Al final se puso de pie nuevamente.
—¿Tengo un hermano o una hermana en algún otro lado?
La cara de su padre adquirió una expresión que lo asustó. Los ojos se oscurecieron. La boca se tensó y quedó enmarcada en gruesas arrugas profundas. Las cejas se juntaron. Las manos, que hasta entonces habían reposado flojas sobre sus muslos, se contrajeron en puños hasta que los nudillos se pusieron blancos.
—No esperaba esto de ti —dijo con una voz desconocida.
—Pero yo... No tuvisteis tú y mamá, o quizá sólo mamá... Quiero decir, estuvisteis siempre juntos, y esto del bosque y Jesús y...
—¡Cállate!
Su padre se puso de pie. Esta vez no levantó la mano para golpear. Se quedó inmóvil, con rayos en los ojos y un temblor casi indetectable en el labio inferior.
—Pregúntate a ti mismo —dijo frío como el hielo—. Pregúntate si Eva Karin, tu madre, mi esposa, tiene un hijo acerca del que no quiere saber nada.
—¡Te pregunto a ti, padre! Y no digo que ella necesariamente no quisiera saber de...
Su padre empezó a caminar.
—Me voy a acostar —dijo, pero se volvió bruscamente al llegar a la puerta—. Y no contestaré jamás, jamás, a ese tipo de preguntas. Pregúntate a ti mismo, Lukas. ¡Pregúntate a ti mismo!
Lukas se quedó solo en la sala.
—Te pregunto a ti —susurró—. Te pregunto a ti, papá.
Ojalá su padre hubiese dicho «sí», pensó. «¿No podrías decir que sí y hacer mi vida infinitamente más fácil?»
Era imposible acostarse. Sabía que no podría dormir. Había formulado una pregunta y esperaba una respuesta. Anhelaba una respuesta. Todo tendría sentido si su padre pudiese sólo confirmarle que había un hijo más allí fuera. Un hijo mayor que Lukas. Sería una explicación para todo.
Pero su padre se había negado.
«¿Es porque no quieres mentir, papá?»
Lukas se recostó en el sofá sin quitarse las zapatillas. Se tapó hasta el cuello con una manta de lana, tal como su madre lo arropaba cuando era pequeño. Quedó allí desvelado hasta que llegó la mañana, un comienzo negrísimo para el nuevo año.
—No sé si hice bien en contarle esto. En realidad, no encontramos ninguna señal de que alguien haya entrado tras forzar la puerta, y el rector no quiso llamar a la Policía. Es sólo que yo...
—¿Puede empezar desde el principio? —dijo Inger Johanne, y se aclaró la garganta—. ¿Puede contártelo todo una vez más?
Trataba de encontrar una posición en la que pudiese sentarse quieta.
—Sí, pues...
La inspectora de enseñanza Live Smith se pasó los dedos por el grueso cabello gris. Ya parecía haber dudado cuando interceptó a Inger Johanne en el pasillo y le pidió que la acompañase a su oficina. Ahora era como si se arrepintiese y quisiera olvidar todo.
—Como somos, al fin y al cabo, una escuela especial... —dijo insegura—, tenemos material bastante completo sobre cada niño. Como usted sabe, nuestros alumnos tienen en parte muchos tipos distintos de limitaciones funcionales, y a fin de maximizar la oferta de educación para cada uno, entonces...
—Sé lo que esta escuela es y lo que puede ofrecer —dijo Inger Johanne—. Mi hija viene aquí.
Su voz sonaba extraña. Dura y sin matices. Tosió de nuevo y tuvo que tomar el vaso a pesar de que le temblaban las manos.
—¿Está todo bien?
Live Smith miró la línea de agua que corría hacia abajo sobre el jersey de Inger Johanne.
Inger Johanne alejó el vaso de sí.
—Sólo tengo un poco seca la garganta. Estoy a punto de pillar algo. La escucho.
Forzó una sonrisa e hizo un ademán circular con la mano, impaciente. Live Smith se arregló la chaqueta, se acomodó el cabello detrás de las orejas y dijo, algo picada:
—De hecho fue usted quien me pidió que se lo contase todo desde el principio.
—Sí. Lo siento. ¿Podría usted sólo...?
—Bien. La versión corta es que cuando llegué aquí el viernes pasado, antes de este último fin de semana, para preparar el inicio de las clases, tuve la sensación de que alguien había estado aquí antes.
Abarcó la habitación con un gesto de la mano. Era una oficina amplía con un archivador que ocupaba toda la pared más larga, en la que una puerta daba acceso a un cuarto más pequeño y cerrado con candado. El resto de las paredes estaban cubiertas por coloridos dibujos infantiles encuadrados en marcos de IKEA. Las cortinas eran de un rojo brillante con puntitos amarillos y flameaban con el aire caliente de los radiadores ubicados bajo las ventanas.
—Me dio una sensación rara. Había otro..., otro olor, quizá. No, más bien otra atmósfera, de algún modo.
Ahora parecía turbada y sonrió antes de agregar:
—Ya sabe.
Inger Johanne sabía.
—No es que yo crea en lo sobrenatural —dijo Live Smith, y sonrió otra vez con gesto de desaprobación—. Pero usted conoce seguramente la sensación de...
—No es sobrenatural —interrumpió Inger Johanne—. Muy al contrario. Es una de las habilidades más agudas que tenemos. El inconsciente se percata de cosas que no logramos hacer salir del todo a la superficie. Algo puede haber cambiado de lugar. Puede, como dice usted, haber un olor casi indetectable. Cuanto más tiempo hayamos vivido, tanto más nuestras experiencias acumuladas nos dirán mejor que lo que podemos definir con nuestra primera impresión. Algunas personas son más hábiles que otras para comprender eso que sienten. —Finalmente logró beber un poco de agua—. A veces se autodefinen como videntes —agregó.
El sarcasmo hizo que su pulso se calmara.
—Además estaba esta carpeta —dijo Live Smith.
Otra vez esa sonrisa fugaz detrás de cada frase, como si buscase restarse importancia a sí misma. Quitarse valor, no pretender ser tomada demasiado en serio. Normalmente, Inger Johanne se hubiese irritado violentamente por ese gesto femenino. Ahora tenía suficiente con mantener la voz firme.
—La carpeta de Kristiane —afirmó con la cabeza.
—Sí. También estaba... —Live Smith se interrumpía cuando aspiraba, como buscando la palabra menos peligrosa: ¿desaparecida, perdida, robada?—, quizá sólo extraviada —dijo finalmente.
Sus ojos decían algo completamente distinto.
—¿Cómo se dio cuenta?
—Buscaba otra carpeta en el mismo cajón cuando me percaté de que no tenía candado. El cajón, quiero decir. No estaba forzado o algo así, simplemente estaba sin candado. Me molesté conmigo misma, porque hasta donde recordaba fui la última que lo cerró todo antes del parón navideño. Tenemos reglas muy estrictas para archivar la información de los alumnos. En parte son datos médicos delicados, y yo...
Esta vez la sonrisa fue seguida de una ligera contracción de los hombros.
Inger Johanne no dijo nada.
—Como no había señales de allanamiento ni en la puerta ni en el archivador ni en los cajones, pensé que todo el asunto era sólo un olvido de mi parte. Pero, por seguridad, verifiqué que todo estuviera en su lugar. Y así era, a no ser por...
—A no ser por la carpeta de Kristiane.
—Exactamente.
Inger Johanne sintió una necesidad irrefrenable de borrar la sonrisa de la cara de la inspectora de enseñanza.
—¿Por qué no avisaron a la Policía? —dijo en cambio.
—El rector piensa que no puede haber habido un allanamiento. No hay nada destruido. No hay marcas en las puertas, en todo caso no las hemos podido encontrar. Nada fue robado. No es que tampoco haya mucho de valor en este cuarto. Salvo el ordenador, quizá.
Ahora se rio. Una pequeña risa fuerte y forzada.