—Como usted quiera —sonrió la secretaria—. También tiene un cliente a las tres. ¿Estará de vuelta entonces?
—Sí.
Miró su reloj de pulsera y dudó un momento.
—Por cierto, retrase la entrevista de las dos hasta las dos y media, y entonces haremos que la entrevista de las tres se demore un poco.
Ella buscó la jarra con café y trajo un platito con chocolates. El ya estaba ocupado con sus papeles y no se lo agradeció.
—Tipo del demonio —murmuró, y dejó que la mirada corriese sobre el documento—. ¡Las veces que insistió en que lo recibiera en cuanto llegase de vuelta!
La secretaria no contestó y regresó a su lugar.
El dolor de cabeza lo estaba matando. Metió el pulgar en una órbita y el índice en la otra. La presión no ayudaba en lo más mínimo. Tampoco el café, le daban palpitaciones por la cafeína combinada con el alcohol.
La bandeja con los casos que estaban en proceso estaba llena hasta rebosar. Cuando dejó la última carpeta sobre la pila, ésta se deslizó y cayó al suelo. Irritado, se puso de pie y la recogió. Pensó un segundo, abrió un cajón e introdujo allí el documento. Cerró el cajón de un golpe y salió del cuarto.
—¿He de llamar a este... —la secretaria miró la agenda por encima de las gafas, que tenían la forma de medialuna— Niclas Winter? —continuó—. ¿Para una nueva entrevista, digo? Ha insistido, como usted dice, muchísimas veces, y...
—No. Espere a que él llame. Ya tengo suficiente trabajo esta semana. Es todavía su responsabilidad, ya que ni siquiera se molesta en dejar un mensaje.
Agarró la maleta grande de la que se había desembarazado al llegar y desapareció sin cerrar la puerta detrás de sí. Ni siquiera una vez preguntó cómo había pasado la Navidad su secretaria, en Tailandia, junto a sus hijos y nietos. Ella permaneció sentada escuchando los pasos de él en las escaleras. La maleta golpeó en casi todos los escalones. Sonaba como si fuese cojo y tuviese una pata de palo.
Al final todo quedó en silencio.
La fuerza con la que caía la nieve amortiguaba todos los ruidos. Era como si la paz de los días sacros descansase todavía sobre el vecindario. Rolf Slettan había elegido ir caminando del trabajo a casa, pese a que había una hora y media de marcha entre la clínica veterinaria en Skøyen y la vivienda en Holmenkollåsen. Las veredas estaban cubiertas por casi un metro de nieve suelta, y hubo de caminar el último par de kilómetros dentro de la estrecha franja dejada en medio de la calle por el tractor.
Los pocos vehículos que, de vez en cuando, pasaban resbalando, lo forzaban a trepar a menudo por los bordes todavía blancos como la tiza. Respiraba con dificultad y estaba empapado de sudor. De todos modos, comenzó a correr en cuanto dobló la última esquina.
Desde lejos, la casa se veía como la escena de un film nazi. Capuchones de nieve blanca colgaban sobre el portón y ocultaban a medias la inscripción de gruesas letras: «Se está bien fuera, pero es mejor en casa». Grandes montones de nieve enmarcaban el patio, que dentro de algunas horas tendría que volver a limpiar.
Se detuvo en la entrada, frente al portón.
Marcus no podía haber llegado todavía. Una capa de diez centímetros de nieve virgen revelaba que nadie había entrado o salido durante un buen rato. El pequeño Marcus debería de estar en casa con un compañero de clase y no llegaría hasta eso de las ocho. La casa estaba oscura y en silencio, pero la gran cantidad de lámparas exteriores de hierro forjado iluminaban con calidez y producían destellos en la nieve. El tejado de turba había desaparecido bajo la nevada. Era como si los dragones que alargaban sus lenguas desde cada extremo del caballete pudiesen emprender el vuelo en cualquier momento ayudados por sus nuevas alas blancas.
Se sacudía la nieve de las piernas cuando la huella dejada por un automóvil llamó su atención. El vehículo había avanzado hasta el portón y allí había trazado una curva profunda en la nieve. No podía haber sido hace mucho. Cuando se puso en cuclillas pudo apreciar el dibujo de las cubiertas. Pensó que probablemente alguien había maniobrado en el lugar para dejar pasar el tráfico que venía en sentido contrario. Mientras se incorporaba, siguió con la vista el trazo de los neumáticos hasta la calle.
Raro.
Dio un par de pasos con cuidado, como para no destruir la huella. Se hacía rápidamente menos clara. Medio metro más allá ya casi había desaparecido. Sólo un vestigio del rastro llegaba hasta la calle.
Rolf Slettan giró y siguió la huella en dirección opuesta. Era tan clara como en el medio del trazo. Con una inquietud que no podía explicar bien, caminó hasta el comienzo de la marca, la siguió con cuidado hasta el pequeño claro de la entrada y luego más allá, hasta que se mezclaba con otra huella en la calle. No había ningún canto de nieve barrida entre la calle y la propiedad. Ellos mismos, Rolf y Marcus, contrataban el barrido de nieve a una empresa que se encargaba de pasar con el tractor, dos veces cada veinticuatro horas. Tendrían que haber estado ahí poco después del paso del tractor.
No entendía del todo qué era lo que buscaba. De pronto se dio cuenta de que el automóvil debía de haberse detenido. Era cierto que había nevado un buen rato, pero, de todos modos, debió de haberse quedado un tiempo allí. La diferencia entre las profundidades de las huellas era evidente. El ancho de las marcas le dijo que se trataba de un automóvil particular. En todo caso no era un camión ni un vehículo grande. Debió de venir desde abajo, de maniobrar dentro de la placita de la entrada y de esperar un rato allí. Mientras estaba ahí quieto, la nieve había caído detrás de las ruedas traseras, pero al abrigo del coche las huellas no estaban tan cubiertas como más atrás.
Un motor se puso súbitamente en marcha. Miró hacia arriba y comenzó a subir la cuesta justo a tiempo para ver salir un automóvil desde el lado del camino, más adelante, desde el carril extra para los buses, justo antes de la curva que doblaba hacia el este. La nevada y la poca luz le impidieron ver el número de la placa. En un arrebato, empezó a correr. Antes de que cubriese los cincuenta metros, el coche se había ido. Todo quedó otra vez en silencio. Cuando volvió a ponerse en cuclillas para mirar bien las huellas de los neumáticos, sólo pudo escuchar su respiración. Los copos livianos bailaban en el aire y caían sobre el dibujo que trataba de reconocer. Sacó con rapidez el teléfono móvil, navegó con las teclas hasta la función de cámara fotográfica y tomó una foto. Estaba tan oscuro que
el flash
se activó por sí sólo.
—Hijos de puta —murmuró, y corrió de regreso con el teléfono en la mano.
La tranquila calle lateral que serpenteaba en dirección al límite con el bosque no era ninguna arteria habitual. Los terrenos eran grandes, y las costosas casas se encontraban bastante separadas y bien resguardadas. En los últimos tiempos una ola de asaltos había barrido la zona. Tres de los vecinos habían sufrido robos durante la Navidad mientras estaban de vacaciones, a pesar de las alarmas y de las empresas de seguridad. La Policía creía que los perpetradores eran profesionales. Hacía ya tres semanas que la familia de más abajo, la del comienzo de la cuesta, había sido objeto de un robo en la vivienda. Tres hombres habían forzado la entrada en medio de la noche y habían tomado al dueño de la casa como rehén. Obligaron al hijo, de diecinueve años, a acompañarlos hasta Majorstua para sacar dinero del cajero automático utilizando las cuatro tarjetas de pago y las tres de crédito que les habían forzado a entregar tras disparar con una pistola sobre una costosa pintura.
Las marcas de neumáticos al lado del portón eran todavía bien visibles. Rolf Slettan intentó sostener el teléfono móvil a la misma distancia del suelo y tomó una foto más. Conectaría el ordenador y las agrandaría para compararlas. Cuando guardó el teléfono en el bolsillo, su vista tropezó con una colilla de cigarrillo. Debía de haber estado cubierta por la nieve, pero una de sus propias huellas la había descubierto. Se inclinó y raspó con cuidado la impresión de su propia bota. Otra colilla. Y otra más. Cuando examinó la primera a la luz azulada de una farola, no le dijo nada. Ni siquiera la marca era legible.
Tres cigarrillos. Rolf Slettan había dejado de fumar hacía ya muchos años, pero todavía recordaba que una pausa para fumar podía llevar cerca de siete minutos. Siete por tres, veintiuno. Si el chófer era un fumador «en cadena», habría estado ahí durante casi media hora.
La Policía creía que se trataba de europeos del este. Los periódicos habían dicho que la gente tenía que estar alerta, que por lo visto la banda o las bandas recogían información detallada antes de dar un golpe. Las colillas podían servir como prueba.
Las puso con cuidado en una de las bolsitas negras que llevaba en todos los bolsillos de la chaqueta para levantar los desechos de los perros. Metió la bolsita en el bolsillo y comenzó a caminar hacia la casa.
Llamaría de inmediato a la Policía.
El teléfono se había desconectado sin que ella supiera por qué. Quizás era una de las niñas. En todo caso no recibió el mensaje de Yngvar. Cuando oyó las pisadas en la escalera se puso rígida. Luego escuchó esa voz tan conocida.
—Soy yo. Estoy en casa.
—Me doy cuenta —dijo ella con una sonrisa, y le acarició la mejilla cuando él la besó con levedad—. ¿No tenías que regresar a Bergen?
—Sí. Ya fui. Pero como hay algunas cosas con las que puedo trabajar igualmente aun estando en Oslo, tomé el vuelo de la tarde de regreso. Creo que me quedaré esta semana.
—¡Qué bien! ¿Tienes hambre?
—Ya he cenado. ¿No recibiste mi mensaje?
—No. Algo pasa con el teléfono.
Yngvar se quitó la corbata después de luchar tanto con el nudo que Inger Johanne tuvo que ayudarle.
—Deberían haber fusilado al que inventó esta prenda tan idiota —refunfuñó él—. ¿Qué demonios es esto?
Arrugó el entrecejo frente a la pila de papeles y libros, revistas y hojas sueltas que había alrededor de ella en el sofá y que cubrían además casi toda la mesa de la sala. Inger Johanne estaba sentada en el medio en posición del loto, con las gafas de leer en la nariz, y en la mano un vaso de medio litro lleno de té humeante.
—Me acerco al odio —sonrió ella—. Leo acerca del odio.
—¡Por Dios! —dijo él con un gemido—. Como si no tuviese suficiente de eso en mi trabajo. ¿Qué bebes?
—Té. Dos partes Earl Grey, una parte Pu-Ehr chino. Hay más en el termo de la cocina por si lo deseas.
El se quitó los zapatos y fue a buscar una taza.
Inger Johanne cerró los ojos. La inquietante e inexplicable angustia estaba todavía allí, pero el pasar un día bullicioso con las niñas la había ayudado. Ragnhild, que cumpliría cinco años el 21 de enero y que casi no hablaba de otra cosa, había preparado una fiesta de ensayo con todos sus ositos y muñecas. Inger Johanne y Kristiane recibieron sombreros para ponerse durante la cena, fabricados con braguitas de Ragnhild cubiertas con motivos de Hanna Montana. Kristiane pronunció un largo discurso sobre el movimiento de los planetas en torno del sol y concluyó que, cuando fuera mayor, sería astronauta. Como la idea del tiempo que Kristiane tenía podía ser difícil de entender, y como sólo muy de vez en cuando mostraba interés en algo que sucedería más allá de un par de días más adelante, Inger Johanne había buscado encantada todos los libros que tenía de la época en que ella era pequeña y atesoraba exactamente ese mismo sueño.
Una vez que las niñas estuvieron acostadas, regresó la inquietud.
Para ponerle coto decidió ponerse a trabajar.
—Cuéntame —dijo Yngvar, que se dejó caer sobre un sillón.
Sostuvo la taza de té frente a su cara y dejó que el vapor se depositara sobre su piel como una máscara húmeda.
—¿Sobre qué?
—Sobre el odio.
—De eso sabes más que yo.
—No tontees. Me interesa. ¿Qué es lo que haces?
Ella bebió un trago del vaso. La mezcla de tés era fresca y liviana, y olía ácida.
—Pensaba —dijo ella despacio, antes de hacer una pausa— que quiero acercarme a la expresión «odio» desde fuera. También desde dentro, por supuesto, pero para decir algo con significado sobre los crímenes de odio pienso que tenemos que adentrarnos más en la expresión propia. Con todo ese dinero que nos arrojan de pronto... —Levantó la vista, como si pensase profundamente—. Puedo, por ejemplo, involucrar a esa chica de la que te hablé.
—¿Chica?
—Charlotte Holm. Historia de las ideas. La que te conté que había escrito... —Miró rápidamente en torno suyo hasta que encontró una carpeta y la cogió—. «Amor y odio: un análisis histórico de las expresiones» —leyó Yngvar despacio.
—Excitante —dijo ella, y arrojó el documento—. Hablé con ella, y probablemente va a empezar conmigo ya en febrero.
—¿Cuántos van a ser, entonces? —preguntó Yngvar, que arrugó la frente, como si la idea de que un grupo de investigadores que emplearan dinero de los contribuyentes para adentrarse más en el odio lo tornase profundamente escéptico.
—Cuatro. Posiblemente. Será divertido. Antes siempre trabajé más o menos sola. Y esto aquí...
Levantó una hoja en una mano y dejó que la otra trazase un arco que cubría el resto de los papeles que flotaban en torno a ella.
—Es todo el odio legal. El odio verbal que está protegido por la libertad de expresión. Como los motivos de las expresiones de odio contra las minorías coinciden en gran medida con los que respaldan lo que claramente son crímenes de odio, pienso que es interesante ver cómo se corresponden. Dónde están los límites.
—¿De qué?
—De lo que se entiende como libertad de expresión.
—¿No entra ahí casi la mayor parte?
—Sí, por desgracia.
—¿Por desgracia? ¡Podemos dar gracias a Dios por eso, por poder decir lo que queramos en este país!
—Por supuesto. Pero escucha...
Ella recogió mejor las piernas. El la miró. Cuando llegó a casa, tenía más bien ganas de zambullirse en la cama, aunque todavía no eran ni las diez. Aun así estaba cansado después de un día largo y productivo, pero no tenía ganas de dormir. Con los años, Inger Johanne y él habían caído en un ritmo de convivencia en donde la mayor parte de las cosas giraba en torno a su trabajo, las preocupaciones de ella y las niñas. Mirándola como ahora, sentada en un mar de documentos sin acordarse de las niñas cada poco, recordó en una ráfaga como era estar intensamente enamorado de ella.