—La libertad de expresión tiene un gran alcance —dijo ella mientras buscaba un artículo en aquel caos—. Así debe ser. Pero como sabemos, tiene una serie de limitaciones. La más interesante es la que se encuentra en el Código Penal, en el párrafo 135 a. Sin aburrirte con demasiado derecho, solamente...
—No me aburres. Nunca.
—Sí que lo hago.
—No ahora, en todo caso.
Una sonrisa rápida, y ella siguió:
—Algunos pocos han sido condenados por transgredir esa disposición. Los menos. El punto por discutir, o quizá puedo decir mejor «por considerar», se relaciona con la libertad de expresión. Y si he de juzgar por todo lo que flota en torno a mí, aquí estoy sentada... —vencida, golpeó con las manos hasta dar por fin con el libro que buscaba—, entonces es la libertad de expresión la que manda. Punto.
—Eso es así —dijo Yngvar—. Por suerte. Somos una sociedad moderna.
—Moderna y moderna, señorita Blom. He visto lo que hay detrás de todo lo que estos idiotas homofóbicos han dicho últimamente...
—No son muy intelectuales estas expresiones tuyas.
Ella dejó que él la interrumpiese. Respiró profundo y se llevó las manos al cuello.
—En este momento no me siento especialmente intelectual. Estoy cansada. Agotada. Para que algo sea definido como crimen de odio, no basta con que el culpable odie a la víctima como individuo. El odio debe estar dirigido a la víctima como representante de un grupo. Y si hay algo que apenas puedo entender, es el odio contra grupos en una sociedad como la noruega. En Gaza, sí. En Kabul, también. Pero ¿aquí? ¿En la Noruega segura, social, democrática?
Se llenó la boca de té y lo retuvo allí un par de segundos antes de tragar.
—Primero empleé dos meses en analizar las expresiones públicas de musulmanes, negros y otras minorías étnico—culturales. Es pensamiento grupal en su peor versión. Es «ellos» y «nosotros», todo el tiempo. —Los dedos marcaban comillas en el aire—. Al final me dieron náuseas. ¡Náuseas, Yngvar! No puedo entender cómo lo hacen una madre o un padre noruego y musulmán para dormir de noche. Cómo es para ellos cada noche, cuando preparan a sus hijos para dormir y los ponen en la cama y les leen, sabiendo la cantidad de mierda que la gente dice y escribe sobre ellos, piensa de ellos, siente acerca de... —Los ojos se le hicieron más estrechos, y se quitó las gafas—. Es como si todo eso se hubiera vuelto legal. La mayor parte debe, por supuesto, serlo. La libertad de expresión política en Noruega se acerca a lo absoluto. La cultura de las expresiones, por otro lado... —Empañó el vaso con un soplido y lo limpió con el faldón de la camisa—. Disculpa —dijo, y sonrió levemente—. Es sólo que yo hubiese estado tan preocupada si perteneciese a una minoría mal vista y tuviera hijos...
Yngvar rio bajo.
—En ese punto tienes mucho que enseñarles. En la preocupación por los niños, quiero decir. Pero... —Se puso de pie y empujó la taza de té hacia el otro extremo de la mesa. Apartó con rapidez hacia la otra punta del sofá los papeles más cercanos a Inger Johanne y se sentó junto a ella. La rodeó con un brazo. Le dio un beso en el cabello, que olía a tortitas—. Pero ¿qué tiene que ver esto con los crímenes de odio? —preguntó en voz baja—. Estamos de acuerdo en que esto no es criminal, sino, por el contrario, que está protegido por la libertad de expresión.
—Tiene... —buscó las palabras— como la sustancia de lo que se dice —comenzó de nuevo antes de interrumpirse otra vez—. Como el contenido de lo que se dice y se escribe está en precisa concordancia con..., con lo que los otros sostienen, esos que golpean..., esos que matan..., pienso que... —Agarró la taza, sin beber—. Si queremos poder decir algo significativo acerca de los crímenes de odio, tenemos que saber qué los provoca. Con eso quiero decir conocer no solamente las explicaciones tradicionales, que se basan en condiciones de vida, experiencias desdichadas, historias de conflicto, distribución de recursos, enfrentamientos religiosos, etc. Hemos de saber qué es lo que desencadena esos crímenes. Yo quiero investigar si existe alguna relación entre las que se pueden considerar expresiones legales de odio, por un lado, y por el otro, la criminalidad ilegal motivada por el odio.
—¿Quieres decir, que la una estimula a la otra?
—Entre otras cosas.
—Pero ¿es que no es obvio? ¡Sin que por ello podamos prohibir esas expresiones!
—De hecho, no puede tomarse como evidente. La relación, digo. Hay que investigarla.
—¡Papá! ¡Papá!
Yngvar pegó un brinco. Inger Johanne cerró los ojos y rogó intensamente que Kristiane no se despertase. Todo lo que podía oír era la voz baja y calmada de Yngvar, que se mezclaba con el refunfuñar soñoliento de Ragnhild. De nuevo, todo quedó en silencio. Los vecinos de abajo ya debían de haberse acostado. Antes, durante la tarde, le había irritado el ruido de una película, evidentemente de acción; le había parecido que estaba sentada, ahí, en primera línea de combate.
—Todo bien —dijo Yngvar, y se dejó caer al lado de ella en el sofá—. Un sueño, probablemente. No estaba del todo despierta. ¿Dónde estábamos?
—No sé bien —contestó ella débilmente—. De veras, no lo sé.
—Creí que te entusiasmaba este proyecto. Que te gustaba, quiero decir.
Ella le apoyó la mano en la barriga y se acurrucó más bajo su brazo.
—Me gusta —murmuró—. Pero ahora tengo una sobredosis de odio. No te he preguntado siquiera cómo fue tu día.
—No lo hagas, por favor.
Ella sintió despacio cómo él se relajaba bajo su peso. Su respiración se hacía más profunda y ella cayó en el mismo ritmo. Mirando el pliegue que se formaba por encima de la cintura del pantalón, entendió que el cinturón de su marido estaba demasiado ajustado.
—¿Te parece que podríamos poner cortinas, Yngvar?
—¿Eh?
—Cortinas —repitió ella—. Aquí en la sala. Pienso que las ventanas se ven demasiado grandes y oscuras ahora en invierno.
—Si yo no tengo que elegirlas, cómpralas y colócalas.
—Vale.
Tenían que levantarse. Ella debía poner los papeles en orden. Si las niñas iban a levantarse mañana las primeras, como solían hacer, todo se volvería un caos más grande de lo que ya era.
—Qué bien hueles —musitó ella.
—Todo es bueno a mi lado —dijo adormilado, y había en su voz una seguridad que ella no sentía desde hacía mucho tiempo—. Además soy el mejor, mejor, mejor policía del mundo.
—¡Policía! ¡Oye, muchacho! ¡Alto! ¡Alto, he dicho!
Un chico joven acababa de saltar de un Volvo XC90 verde oscuro. Las chapas de registro del vehículo eran ilegibles de tan sucias, a pesar de que el resto del coche estaba bastante limpio. «El truco más antiguo del libro», pensó el oficial Knut Bork cuando salió del vehículo civil de la Policía y empezó a correr tras el muchacho.
—Detén ese coche —le gritó a su colega, que ya estaba en camino a bordo de una tremenda motocicleta.
Durante exactamente cinco días había estado prohibido comprar sexo en Noruega. La nueva disposición legal había pasado el trámite del Parlamento sin mucho ruido, pese a que no parecía que la decisión fuese a significar una reducción significativa de la venta de sexo. La flagrante prostitución callejera había crecido, temporalmente amparada, quizá para poder así apreciar mejor la situación real. De todos modos, todavía abundaban las ofertas en Oslo, de ambos sexos, y tampoco los clientes habían desaparecido. Todo el asunto se volvió más complicado para todas las partes, y quizás ésa era la intención.
El muchacho se tambaleaba, pero era rápido. De todos modos, el teniente Bork no necesitó correr más de quince metros hasta alcanzarlo.
El cliente del coche caro estaba aterrado. Tenía alrededor de treinta y cinco años y había tratado de ocultar con una manta vieja dos asientos para bebé que llevaba en el asiento trasero. La bragueta de los vaqueros de marca estaba todavía bajada cuando la puerta delantera se abrió violentamente. En cuanto salió a la calzada como se le pidió, empezó a llorar.
—¡Joder! —gritó el muchacho al otro lado de la calle—. ¡Me vas a matar!
—Para nada —dijo el oficial Bork—. Y si te portas bien, no voy a esposarte, ¿vale? No es muy agradable, o sea, que yo en tu lugar...
Podía sentir que, aunque a regañadientes, el muchacho comenzaba a resignarse. El cuerpo flaco se relajaba poco a poco. Cuando el muchacho se volvió, le pareció todavía más joven que desde la distancia. El rostro era infantil y blando en las facciones, a pesar de que apenas debía pesar más de sesenta kilos. Una cicatriz de herpes le subía desde el labio superior hasta la fosa nasal izquierda, que estaba agrandada por una úlcera con costra. El oficial Bork sintió un escalofrío y le dieron más ganas de dejarlo escapar que de cualquier otra cosa.
—¡Yo no hecho nada malo!
Rozó el borde de la cazadora bajo la nariz.
—No está prohibido venderse. ¡Es ese desgraciado el que tiene que ir a la cárcel!
—Te vamos a poner una multa, me parece. Pero como tú eres nuestro testigo, también hemos de mantener una charla contigo. Vamos a nuestro coche. Ven. ¿Cómo te llamas?
El muchacho no respondió. Testarudo, se quedó quieto cuando Knut Bork le hizo señas para que comenzara a caminar.
—Escucha —dijo el policía—. Hay dos formas de hacer esto. Está la forma buena y fácil, y está la que no es en absoluto divertida. Ni para ti ni para mí. Pero puedes elegir.
Ninguna respuesta.
—¿Cómo te llamas?
Todavía ninguna respuesta.
—Ok —dijo Knut Bork, y sacó las esposas—. Las manos a la espalda, por favor.
—Martin. Martin Setre.
—Martin —repitió el policía, que guardó las esposas—. ¿Llevas algún tipo de identificación encima?
Débil negativa con la cabeza y encogimiento de hombros.
—¿Qué edad tienes?
—Dieciocho.
Knut Bork se rio, despectivo.
—Diecisiete —dijo Martin Setre—. Pronto. Pronto diecisiete.
Los lloriqueos del cliente se hacían cada vez más elevados. Era casi la una de la madrugada y el tráfico era moderado. Escucharon el traqueteo del tranvía desde Prinsensgate y un taxista hizo sonar, indignado, su bocina ante los dos coches mal aparcados cuando pasó al lado con la luz del techo encendida, en busca de pasajeros. Los banquetes navideños y la crisis financiera habían puesto coto a la vida nocturna en enero y la ciudad estaba como vacía.
—Knut —gritó fuerte el colega—. ¡Me parece que debes venir un momento!
—Ven aquí —dijo Knut Bork, y agarró al muchacho por el antebrazo; era tan delgado que pudo darle la vuelta con la mano sin problemas.
El muchacho lo siguió con desgana.
—Me parece que tenemos que arrestar a este tipo —dijo el colega cuando se acercaron—. ¡Mira lo que tenemos aquí!
Bork miró dentro del coche.
La consola del medio entre los asientos delanteros estaba abierta. En el espacio que había bajo el apoyabrazos, pensado para colocar algún artículo pequeño y necesario, había una bolsa repleta que apenas cabía allí. Knut Bork se colocó un par de guantes de plástico y cogió un poco del contenido.
—¡Mira por dónde! —dijo, y probó la sustancia—. ¿Hachís, me imagino?
La pregunta era innecesaria y, por lo tanto, no obtuvo respuesta. El policía sopesó el paquete con la mano y pareció cavilar.
—Medio kilo, más o menos —dijo al final—. ¡Vaya, vaya!
—No es mío —lloriqueó el hombre—. ¡Es suyo!
Señaló a Martin.
—¡Eh! —gritó el muchacho—. ¡Muchas putas gracias! ¡Te dije cinco gramos por el trabajo y mira lo que me das!
Abrió la cremallera de la cazadora y buscó algo en el bolsillo interno. Finalmente encontró lo que buscaba, lo extrajo y lo sostuvo entre el índice y el dedo corazón.
—Como mucho, tres gramos —dijo balanceando ante sí el pedacito envuelto en filme plástico—. ¡Como mucho! ¡Como si yo hubiese dejado el coche si el paquete grande hubiera sido mío! ¡Como si no me lo hubiese llevado de ser el dueño! ¿Me crees imbécil o qué?
—Tiene su cosa, ¿no crees?
El cliente sollozó cuando el policía le apoyó una mano en el hombro en espera de una respuesta.
—¡Por favor! ¡Sólo les pido que no se lleven el coche! Haré lo que quieran, puedo..., pueden quedarse con...
—
Apapapap...!
—advirtió Knut Bork, levantando la mano—. No lo hagas peor para ti. Hagamos esto bien tranquilos, de forma que...
—¿Puedo irme? —preguntó Martin, bajito—. Yo no soy el que ustedes quieren. Me van a mandar al correccional de menores, que es sólo un montón de papeleo para ustedes, y después...
—Creía que habías dicho que eras mayor. Vamos.
Pasó un bus nocturno. Tuvo que zigzaguear entre los coches, que bloqueaban cada uno su carril. Sólo un pasajero miró con curiosidad a los cuatro hombres antes de que el bus siguiese su camino; entonces pudieron hablar otra vez.
—Mi coche —lloriqueaba el hombre mientras lo guiaban al coche de la policía—. ¡Mi mujer lo necesita mañana temprano! ¡Tiene que llevar a los niños al parvulario!
—Por decirlo de alguna manera —contestó Knut Bork, ayudando al hombre a sentarse en el asiento trasero—, mañana temprano tu mujer tendrá problemas mucho más grandes que conseguir que alguien la lleve al parvulario.
El problema era que mucha gente había empezado a quejarse de la mala ventilación. Del mal olor, propiamente. El conserje había tenido más que suficiente trasladando huéspedes a medida que éstos regresaban de las habitaciones asignadas y que no podían ocuparse. Lo extraño era que no se trataba de un sector del hotel. Por el contrario, las quejas llegaban de una habitación por aquí y otra por allá, y al final el esquema de distribución se estancó. Teniendo en cuenta el número de habitaciones que ya no podían utilizarse, el hotel estaba críticamente superpoblado.
El hotel Continental de Oslo era un establecimiento orgulloso, que definitivamente no aceptaba el mal olor en las habitaciones de sus huéspedes.
El factótum Fritjof Hansen había tratado de encontrar una solución durante más de cincuenta minutos. Empezó con la primera habitación rechazada: el cliente era un irritado francés que amenazaba con mudarse al Grand. Un olor dulce y empalagoso lo golpeó en cuanto abrió la puerta. Hasta donde podía ver, no había nada que pudiese explicar el hedor. El baño estaba recién limpiado. Todos los cajones estaban vacíos, a no ser por la edición obligatoria del Nuevo Testamento y algunos folletos sobre la vida nocturna en Oslo y otras posibilidades de entretenimiento. Era cierto que encontró un parche de algodón sucio bajo la cama, además de un condón, embarazosamente oculto por una de las patas del mueble. Pero nada que oliese. Hasta donde pudo comprobar, no había zonas de la habitación en donde el olor fuese más pronunciado que en otras. Y en cuanto se salía al pasillo, olía otra vez a lujo, sequedad y limpiador de alfombras. En la habitación vecina todo estaba en orden. Cuando abrió otra puerta más cercana a la entrada, la pestilencia estaba otra vez allí.