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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (11 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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Nunca encontró el tesoro enterrado, pero recibió una educación, recorriendo a pie cada día los diez kilómetros que distaba la escuela. Le gustaba, porque en el aula se estaba más caliente que en su casa, y la señora Maple le apreciaba porque siempre se interesaba por el funcionamiento de las cosas.

Años más tarde, fue la señora Maple quien escribió al congresista que concedió a Eddie la oportunidad de pasar el examen de entrada a Annapolis.

Pensó que la Academia Naval era el paraíso. Había mantas, ropa de buena calidad y toda la comida que era capaz de devorar. Nunca había imaginado tantos lujos. Se adaptó con facilidad al duro régimen físico. Las chorradas que se decían no eran peores que las escuchadas en la iglesia durante toda su vida, y las novatadas no tenían ni punto de comparación con las palizas que le propinaba su padre.

En Annapolis se dio cuenta por primera vez de cómo le veía la demás gente. Averiguó que era entusiasta, tenaz, inflexible y muy trabajador. Aunque era flaco, nadie se metía con él; su mirada asustaba a los bravucones. La gente le apreciaba porque podía confiar en sus promesas, pero nadie le alzó la voz en ningún momento.

Le sorprendió que le considerasen muy trabajador. Tanto papá como la señorita Maple le habían enseñado que todo se podía conseguir con esfuerzo, y Eddie jamás había concebido otro método. Los halagos, en cualquier caso, le complacían. El calificativo más entusiasta que su padre dedicaba a alguien era el de «maquinista», que en la jerga local de Maine significaba «muy trabajador».

Fue nombrado alférez y destinado a la instrucción de vuelo en hidroaviones. Había muchas comodidades en Annapolis, en comparación con su casa, pero la Marina de Estados Unidos era ya todo un lujo. Pudo enviar dinero a sus padres, para que repararan el techo de la granja y compraran una cocina nueva.

Llevaba cuatro años en la Marina cuando su madre murió, y papá la siguió justo cinco meses después. Sus escasas hectáreas fueron absorbidas por la granja vecina, pero Eddie pudo comprar la casa y el bosquecillo por una miseria.

Se dio de baja de la Marina y consiguió un empleo bien remunerado en la Pan American Airways.

Entre vuelo y vuelo trabajaba en la vieja casa. Instaló cañerías, electricidad y un calentador de agua, sin ayuda de nadie, pagando los materiales gracias a lo que ganaba como mecánico. Compró estufas eléctricas para los dormitorios, una radio y hasta un teléfono. Después conoció a Carol-Ann. Pensó que la casa no tardaría en llenarse de risas de niños, y que su sueño se convertiría en realidad.

En lugar de ello, se había convertido en una pesadilla.

4

Las primeras palabras que Mark Alder dijo a Diana Lovesey fueron:

—Santo Dios, eres lo más bello que he visto en todo el día.

La gente siempre le decía este tipo de cosas. Era bonita y vivaz, y le encantaba vestir bien. Aquella noche llevaba un vestido largo azul turquesa, con solapas pequeñas, un corpiño fruncido y mangas cortas hasta la altura del codo; sabía que tenía un aspecto maravilloso.

Se encontraba en el hotel Midland de Manchester, asistiendo a una cena, a la que seguiría un baile. No estaba segura de si la organizaba la Cámara de Comercio, los francmasones o la Cruz Roja; siempre acudía la misma gente a tales acontecimientos. Había bailado con casi todos los socios de su marido Mervyn, que la habían estrechado más de lo necesario y pisado los pies, consiguiendo que sus esposas la asaetearan con miradas asesinas. Era extraño, pensaba Diana, que cuando un hombre se ponía en ridículo ante una chica bonita, su mujer siempre odiara a la chica, en lugar de al hombre. A pesar de que a Diana no la atraían en absoluto aquellos maridos pomposos y anegados de whisky.

Había escandalizado a todas y molestado a su marido cuando enseñó al teniente de alcalde a bailar el
jitterbug
. Ahora, necesitada de una pausa, se había ido al bar del hotel, con la excusa de comprar cigarrillos.

Él estaba solo, bebiendo un coñac corto, y la miró como si hubiera traído la luz del sol al bar. Era un hombre bajo y pulcro, de sonrisa infantil y acento norteamericano. Su comentario pareció espontáneo y sus modales eran encantadores, de modo que ella le dirigió una sonrisa radiante, aunque no le habló. Compró cigarrillos, pidió un vaso de agua con hielo y volvió al baile.

Él debió preguntarle al camarero quién era, y averiguó su dirección de alguna manera, porque al día siguiente Diana recibió una nota del hombre, escrita en el papel del hotel Midland.

De hecho, era un poema.

Empezaba:

Fija en mi corazón, la imagen de tu sonrisa,
grabada, siempre presente en la mente,
no podrán borrarla el dolor, los años o la desdicha.

Le arrancó lágrimas.

Lloró por todo cuanto había anhelado y jamás conseguido. Lloró porque vivía en una mugrienta ciudad industrial, con un marido que detestaba irse de vacaciones. Lloró porque el poema era lo único hermoso y romántico que le había ocurrido en cinco años. Y lloró porque ya no estaba enamorada de Mervyn.

Después, todo sucedió a una velocidad vertiginosa.

Al día siguiente era domingo. Fue a la ciudad el lunes. Su rutina normal habría consistido en acudir primero a Boot’s para cambiar su libro en la biblioteca; después, habría comprado un billete combinado de almuerzo y sesión en el cine Paramount de la calle Oxford por dos chelines y seis peniques. Después de la película, habría dado una vuelta por los almacenes Lewis y por Finnigan’s, para comprar cintas, servilletas o regalos para los hijos de su hermana. Tal vez se habría acercado a una de las pequeñas tiendas de The Shambles para comprarle a Mervyn algún queso exótico o una mermelada especial. Luego, habría tomado el tren de vuelta a Altrincham, el suburbio donde residía, a tiempo para cenar.

Esta vez, tomó café en el bar del hotel Midland, comió en el restaurante alemán situado en los bajos del hotel Midland y tomó el té de las cinco en el salón del hotel Midland, Sin embargo, no vio al hombre fascinante de acento norteamericano.

Regresó a casa con el corazón roto. Era ridículo, se dijo. ¡Le había visto menos de un minuto y no le había dirigido ni una palabra! Parecía simbolizar todo cuanto le faltaba en la vida, pero si le veía de nuevo descubriría seguramente que era grosero, estúpido, morboso y maloliente, o todo a la vez.

Bajó del tren y caminó por la calle de grandes villas suburbanas en donde vivía. Cuando se acercó a su casa, se quedó conmocionada y aturdida al verle andando hacia ella, mirando su casa con un aire fingido de curiosidad ociosa.

Diana se ruborizó y su corazón se aceleró. Él también se mostró sorprendido. Se detuvo, pero ella continuó avanzando.

—¡Nos encontraremos en la Biblioteca Central mañana por la mañana —le dijo ella cuando pasó a su lado.

No esperaba que respondiera, pero el hombre, como ella averiguó más tarde, poseía una mente ágil e ingeniosa.

—¿En qué sección? —le preguntó al instante.

Era una biblioteca grande, pero no tan grande como para que dos personas tardaran en encontrarse mucho rato, pero dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Biología.

El hombre rió.

Diana entró en su casa con aquella carcajada campanilleando en sus oídos, una carcajada cálida, serena, complacida: la risa de un hombre que amaba la vida y se sentía a gusto consigo mismo.

La casa estaba desierta. La señora Rollins, que se encargaba de las tareas domésticas, ya se había marchado, y Mervyn aún no había llegado. Diana se sentó en la moderna e higiénica cocina y se entretuvo en antihigiénicos pensamientos pasados de moda sobre aquel divertido poeta norteamericano.

A la mañana siguiente le encontró sentado a una mesa, bajo un letrero que ponía silencio. Cuando le dijo «hola», él se llevó un dedo a los labios, señaló una silla y escribió una nota.

Decía: «Me encanta tu sombrero».

Diana llevaba un sombrerito parecido a una maceta vuelta del revés con un borde, y se inclinaba a un lado, hasta casi cubrirle el ojo izquierdo. Era la moda del momento, pero pocas mujeres de Manchester se atrevían a seguirla.

Ella sacó una pluma del bolso y escribió debajo: «No te quedaría bien».

«Pero mis geranios encajarían de maravilla», escribió él. Ella rió, y el hombre le indicó que callara.

¿Está loco, o sólo es divertido?, pensó Diana.

Ella escribió: «Adoro tu poema».

Él escribió a continuación: «Yo te adoro a ti».

Loco, pensó ella, pero las lágrimas acudieron a sus ojos. Escribió: «¡Ni siquiera sé tu nombre!»

Él le entregó su tarjeta. Se llamaba Mark Alder y vivía en Los Angeles.

¡California!

Fueron a comer temprano a un restaurante VHL (verduras, huevos y leche), porque estaba segura de que no se toparía en él con su marido: ni una manada de caballos salvajes le arrastraría a un restaurante vegetariano. Después, como era martes, había un concierto a mediodía en el Houldsworth Hall de Deansgate, con la famosa orquesta Hallé de la ciudad y su nuevo director, Malcolm Sargent. Diana se sentía orgullosa de que su ciudad pudiera ofrecer tal oferta cultural a un visitante.

Aquel día averiguó que Mark escribía comedias para la radio. Nunca había oído hablar de la gente para la cual escribía, pero él dijo que era famosa: Jack Benny, Fred Allen, Amos ‘n’ Andy. También era propietario de una emisora de radio. Vestía una chaqueta de cachemira. Estaba pasando unas largas vacaciones, siguiendo la pista de sus orígenes. Su familia procedía de Liverpool, la ciudad portuaria que distaba pocos kilómetros al oeste de Manchester. Era un hombre bajo, no mucho más alto que Diana, y de su misma edad, de ojos color avellana y algunas pecas.

Y era un encanto.

Era inteligente, divertido y fascinante, de modales educados, uñas impecables y ropa excelente. Le gustaba Mozart, pero conocía a Louis Armstrong. Lo más importante era que Diana le gustaba.

Era muy peculiar que a pocos hombres les gustasen de verdad las mujeres, pensó Diana. Los hombres que ella conocía la adulaban, intentaban meterle mano, insinuaban discretas citas cuando Mervyn les daba la espalda y a veces, estaban borrachos, le declaraban su amor, pero en realidad no les gustaba. Su conversación era trivial, nunca la escuchaban y no sabían nada acerca de ella. Mark era diferente por completo, como fue averiguando durante los siguientes días y semanas.

El día después de citarse en la biblioteca, él alquiló un coche y la llevó a la costa, donde comieron bocadillos en una playa acariciada por la brisa y se besaron al abrigo de las dunas.

Mark tenía una suite en el Midland, pero no podían encontrarse allí porque Diana era muy conocida; si la hubieran visto subir a una habitación después de comer, la noticia se habría esparcido por toda la ciudad a la hora del té. Sin embargo, la mente inventiva de Mark aportó una solución. Fueron en coche a la ciudad costera de Lytham St. Anne’s, provistos de una maleta, y se inscribieron en un hotel como el señor y la señora Alder. Comieron y se fueron a la cama.

Hacer el amor con Mark fue muy divertido.

La primera vez, hizo una pantomima de intentar desnudarse en completo silencio, y ella se rió tanto que no sintió timidez cuando él la desnudó. Ya no la preocupaba que le gustara o no: era obvio que la adoraba. Era tan amable que no se puso nerviosa ni un momento.

Pasaron la tarde en la cama y después bajaron a pagar, diciendo que habían decidido no prolongar su estancia. Mark pagó como si hubieran pasado la noche para que no se produjeran enfados. La dejó en la estación anterior a Altrincham, y ella llegó a casa en tren como si hubiera pasado la tarde en Manchester.

Todo aquel verano procedieron de la misma forma.

El debía volver a Estados Unidos a principios de agosto para trabajar en un nuevo programa, pero se quedó, y escribió una serie de sketchs sobre un norteamericano de vacaciones en Inglaterra, enviándolos cada semana por el nuevo servicio de correo aéreo iniciado por la Pan American.

A pesar de este recordatorio de que el tiempo se les escapaba de las manos, Diana consiguió no pensar demasiado sobre el futuro. Mark volvería a su país algún día, por supuesto, pero mañana seguiría aquí, y ése era el único futuro que Diana osaba anticipar. Era como la guerra: todo el mundo sabía que sería espantosa, pero nadie era capaz de predecir cuándo estallaría. Hasta que ocurriera, lo único que cabía hacer era seguir adelante e intentar pasarlo bien.

El día después de que estallara la guerra, él le dijo que iba a regresar.

Diana estaba sentada en la cama, con la sábana por debajo del busto, mostrando los pechos. A Mark le encantaba esta postura. Pensaba que sus pechos eran maravillosos, aunque ella pensaba que eran demasiado grandes.

Sostenían una conversación seria. Inglaterra había declarado la guerra a Alemania, y hasta los amantes felices hablaban de ello. Diana había seguido el horrible conflicto de China durante todo el año, y la idea de una guerra en Europa la llenaba de pánico. Como los fascistas en España, los japoneses no tenían escrúpulos en lanzar bombas sobre mujeres y niños, y las carnicerías de Chungking e Ichang habían sido estremecedoras.

Formuló a Mark la pregunta que estaba en boca de todo el mundo.

—¿Qué crees que ocurrirá?

Por una vez, su respuesta no fue divertida.

—Creo que va a ser horrible —dijo con gravedad—. Creo que Europa quedará devastada. Es posible que este país sobreviva, por ser una isla. Eso espero.

—Oh —exclamó Diana.

De repente, tuvo miedo. Los ingleses no decían cosas semejantes. Los periódicos se mostraban beligerantes, y Mervyn deseaba la guerra sin ambages. Sin embargo, Mark era extranjero, y su opinión, pronunciada con su tranquilo tono norteamericano, sonaba preocupantemente realista. ¿Arrojarían bombas sobre Manchester?

Recordó algo que Mervyn había dicho, y lo repitió. —Estados Unidos entrará en guerra tarde o temprano.

—Hostia, espero que no —fue la sorprendente contestación de Mark—. Esto es un conflicto europeo, y no tiene nada que ver con nosotros. Puedo entender por qué Inglaterra ha declarado la guerra, pero no tengo el menor deseo de ver morir a los norteamericanos por defender a los jodidos polacos. Nunca le había oído decir tacos de aquella manera. A veces, le susurraba obscenidades en el oído mientras hacían el amor, pero eso era diferente. Ahora, parecía irritado. Pensó que tal vez estaba un poco asustado. Sabía que Mervyn estaba asustado, pero lo expresaba en forma de optimismo imprudente. El miedo de Frank se traducía en aislacionismo y juramentos.

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