Y es una manera muy irlandesa de volver, pensó con una sonrisa. Casi muero al aterrizar.
Basta de sentimentalismos. Estaba viva. ¿Llegaría a tiempo de alcanzar el
clipper
? Consultó su reloj. Eran las dos y cuarto. El
clipper
acababa de despegar de Southampton. Podría llegar a Foynes a tiempo si este avión volvía a volar, y si tenía el valor de subir otra vez.
Se encaminó a la parte delantera del avión. Lovesey utilizaba una llave inglesa grande para soltar un tornillo.
—¿Lo arreglará? —preguntó Nancy.
El hombre no levantó la vista.
—No lo sé.
—¿Cuál es el problema?
—No lo sé.
Había recaído en su estado de ánimo taciturno.
—Pensaba que usted era ingeniero —dijo Nancy, exasperada.
Sus palabras le ofendieron.
—Estudié matemáticas y física —explicó, mirándola—. Mi especialidad es la resistencia al aire de curvas complejas. ¡No soy un jodido mecánico!
—Pues tal vez debería ir a buscar un mecánico.
—No hay ninguno en esta jodida Irlanda. Este país aún vive en la Edad de Piedra.
—¡Gracias a la brutalidad de los ingleses, que sojuzga al pueblo desde hace muchos siglos!
El hombre sacó la cabeza del motor y se irguió.
—¿Por qué cojones nos hemos metido en política?
—Ni siquiera me ha preguntado todavía si estoy bien. —Es obvio que está bien.
—¡Casi me ha matado!
—Le he salvado la vida.
Aquel hombre era imposible.
Nancy escudriñó el horizonte. A medio kilómetro se distinguía la línea de un seto o un muro que tal vez bordearía una carretera, y algo más allá vio varios tejados de paja arracimados. Quizá podría conseguir un coche y llegar a Foynes.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¡Y no me diga que no lo sabe!
Él sonrió. Era la segunda o tercera vez que la sorprendía, al demostrar que no tenía tan mala leche como aparentaba.
—Creo que estamos a pocos kilómetros de Dublín. Nancy decidió que no se iba a quedar para verle manipular el motor.
—Voy a pedir ayuda.
—El le miró los pies.
—No llegará muy lejos con esos zapatos.
Voy a darle una lección, pensó Nancy, irritada. Se levantó la falda y se quitó las medias a toda prisa. Lovesey la miró, asombrado y sonrojado. Nancy se despojó también de los zapatos. Le gustó que perdiera la compostura.
—No tardaré mucho —dijo, guardando los zapatos en los bolsillos de la chaqueta y alejándose descalza.
Cuando estuvo a unos metros de distancia, Nancy se permitió una amplia sonrisa. Le había dejado sin habla. Le estaba bien por sentirse tan superior.
El placer de haberle vencido no tardó en disiparse. La humedad, el frío y la suciedad empezaron a torturar sus pies. Las casas estaban más lejos de lo que había pensado. Ni siquiera sabía qué iba a hacer cuando llegara. Supuso que intentaría trasladarse en coche a Dublín. Lovesey debía tener razón sobre la escasez de mecánicos en Irlanda.
Le costó veinte minutos llegar a las casas. Detrás de la primera encontró a una mujer menuda calzada con zuecos, que cavaba en un huerto.
—Hola —saludó Nancy.
La mujer levantó la vista y lanzó un grito de miedo.
—Mi avión ha sufrido un accidente —explicó Nancy.
La mujer la miró como si viniera de otro mundo.
Nancy imaginó que su aspecto era de lo más extravagante, descalza y con una chaqueta de cachemira. Lo cierto era que, para una campesina ocupada en su jardín, un extraterrestre resultaría mucho menos sorprendente que una mujer recién salida de un avión. La mujer extendió un brazo vacilante y tocó la chaqueta de Nancy. Ésta se sintió turbada: la mujer la trataba como a una diosa.
—Soy irlandesa dijo Nancy, esforzándose por parecer más humana.
La mujer sonrió y meneó la cabeza, como diciendo «no me puedes engañar».
—Necesito ir en coche a Dublín.
La mujer, considerando más sensatas estas palabras, habló por fin.
Por lo visto, pensaba que apariciones como Nancy sólo podían proceder de una gran ciudad.
El hecho de que utilizara el inglés tranquilizó a Nancy; había temido que la mujer sólo hablara gaélico.
—¿Está muy lejos?
—Con un buen caballo, llegaría en una hora y media —dijo la mujer, con una cadencia musical.
Horrible perspectiva. El
clipper
despegaría dentro de dos horas de Foynes, al otro lado del país.
—¿Alguien del pueblo tiene coche?
—No.
—Maldita sea.
—Pero el herrero tiene una moto.
—¡Será suficiente!
En Dublín podría conseguir un coche que la llevara a Foynes. No sabía si Foynes estaba muy lejos, o cuanto tiempo se tardaba en llegar, pero pensó que debía intentarlo.
—¿Dónde está el herrero?
—Yo la acompañaré.
La mujer hundió su pala en la tierra.
Nancy la siguió. Nancy vio con horror que la carretera era un simple sendero embarrado: una moto no podría correr más que un caballo sobre esta superficie.
Pensó en otra dificultad mientras caminaba por la aldea. Una moto sólo aceptaba un pasajero. Había planeado volver al avión y recoger a Lovesey, en caso de conseguir un coche, pero sólo uno de ellos podría montarse en la moto…, a menos que el propietario se la vendiera. Entonces, Lovesey conduciría y Nancy iría de paquete. Y después, pensó excitada, se dirigirían a Foynes.
Anduvieron hacia la última casa y se acercaron a un taller de una sola vertiente, situado a un lado… y las últimas esperanzas de Nancy se desvanecieron al instante: las piezas de la moto estaban desparramadas por tierra y el herrero trabajaba con ellas.
—Mierda —dijo Nancy.
La mujer habló en gaélico con el herrero. Éste miró a Nancy con una pizca de diversión. Era muy joven, de cabello negro y ojos azules, a la manera irlandesa, y exhibía un poblado bigote. Asintió con la cabeza, como dando a entender que comprendía la situación.
—¿Dónde está su aeroplano? —preguntó a Nancy.
—A un kilómetro de distancia, más o menos.
—Tal vez debería echarle un vistazo.
—¿Sabe algo de aviones? —preguntó ella con escepticismo.
El joven se encogió de hombros.
—Los motores son motores.
Ella imaginó que si podía desmontar una moto, también podría reparar un motor de avión.
—Sin embargo, yo diría que quizá sea demasiado tarde —añadió el herrero.
Nancy frunció el ceño, y entonces oyó lo que él ya había percibido: el sonido de un aeroplano. ¿Sería el Tiger Moth? Corrió afuera y escudriñó el cielo. El pequeño avión amarillo volaba a baja altura sobre la aldea.
Lovesey lo había arreglado… ¡y había despegado sin esperarla!
Miró hacia arriba, incrédula. ¿Cómo podía hacerle esto? ¡También se llevaba su maletín!
El avión pasó rozando la aldea, como para burlarse de ella. Nancy agitó el puño en dirección al aparato. Lovesey la saludó y se alejó.
El avión empezó a disminuir de tamaño. El herrero y la campesina estaban de pie detrás de ella.
—Se marcha sin usted —comentó el joven.
—Es un monstruo sin entrañas.
—¿Es su marido?
—¡Por supuesto que no!
—Supongo que, para el caso, es lo mismo.
Nancy se sintió desfallecer. Hoy la habían traicionado dos hombres. ¿Había algo en ella que no funcionaba?, se preguntó.
Pensó que lo mejor sería rendirse. Ya no podría alcanzar el
clipper
. Peter vendería la empresa a Nat Ridgeway, y ése sería el final.
El avión se inclinó y giró. Lovesey ponía rumbo hacia Foynes, supuso ella. Alcanzaría a su esposa fugitiva. Nancy deseó que se negara a volver con él.
Inesperadamente, el avión continuó girando. Cuando apuntó hacia la aldea, se enderezó. ¿Qué estaba haciendo ese hombre?
Seguía la carretera embarrada, perdiendo altura. ¿Por qué regresaba? A medida que el avión se aproximaba, Nancy se empezó a preguntar si iba a aterrizar. ¿Fallaba de nuevo el motor?
El pequeño avión tocó la carretera embarrada y avanzó rebotando hacía las tres personas que se hallaban frente a la casa del herrero.
Nancy casi se desmayó de alivió. ¡Regresaba a buscarla! El avión frenó delante de ella. Mervyn gritó algo que Nancy no entendió.
—¿Qué? —chilló ella.
Lovesey, impaciente, le indicó por señas que se acercara. Nancy corrió hacia el avión.
—¿A qué está esperando? —gritó Lovesey, inclinándose hacia ella—. ¡Suba!
Nancy consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Todavía podían llegar a Foynes a tiempo. El optimismo volvió a invadirla. ¡Aún no estoy acabada!, pensó.
El joven herrero se acercó. Le brillaban los ojos.
—Permítame ayudarla —gritó.
Hizo un asiento con las manos enlazadas. Nancy apoyó su pie desnudo, cubierto de barro, y él la izó. Se dejó caer en el asiento.
El avión se elevó al instante.
Pocos segundos después estaban en el aire.
La esposa de Mervyn Lovesey era muy feliz.
Diana tuvo miedo cuando el
clipper
despegó, pero ahora sólo sentía júbilo.
Nunca había volado. Mervyn jamás la había invitado a compartir su pequeño aeroplano, aunque ella había dedicado días a pintarlo de amarillo para él. Había descubierto que, en cuanto se dominaba el nerviosismo, era terriblemente excitante elevarse en el aire en algo parecido a un hotel de lujo con alas, y contemplar desde lo alto los pastos y trigales, carreteras y vías férreas, casas, iglesias y fábricas de Inglaterra. Se sentía libre. Era libre. Había dejado a Mervyn y huido con Mark.
La víspera, en el hotel SouthWestern de Southampton, se habían registrado como señores Alder y pasado la primera noche entera juntos. Habían hecho el amor antes de dormir y al amanecer, nada más despertarse. Parecía un lujo, después de tres meses de tardes breves y besos robados.
Volar en el
clipper
era como vivir en una película. El decorado era soberbio, la gente elegantísima, los dos camareros muy eficientes; todo ocurría como por capricho de un guión, y se veían caras famosas por todas partes. Estaba el barón Gabon, el rico sionista, siempre enfrascado en apasionadas discusiones con su demacrado acompañante. El marqués de Oxenford, el famoso fascista, iba a bordo con su bella esposa. La princesa Lavinia Bazarov, uno de los pilares de la sociedad parisina, iba en el compartimento de Diana, y ocupaba el asiento de ventanilla de la otomana de Diana.
Frente a la princesa, en el otro asiento de ventanilla de su lado, estaba Lulu Bell, la estrella de cine. Diana la había visto en muchas películas:
Mi primo Jake, Tormento, La vida secreta, Elena de Troya
y muchas otras que se habían proyectado en el cine Paramount de la calle Oxford de Manchester. Sin embargo, lo más sorprendente fue que Mark la conocía. Mientras se acomodaban en sus asientos, una estridente voz norteamericana se puso a gritar.
—¡Mark! ¡Mark Alder! ¿De veras eres tú?
Diana se volvió y vio que una rubia menuda, parecida a un canario, se precipitaba sobre él.
Resultó que habían trabajado juntos unos años atrás en un programa radiofónico de Chicago, antes de que Lulu convirtiera en una gran estrella. Mark le presentó a Diana y Lulu se mostró muy cordial, alabando la belleza de Diana y la suerte de Mark por haberla encontrado. Por supuesto se hallaba mucho más interesada en Mark, y los dos se pusieron a hablar desde el momento del despegue, recordando los viejos tiempos, cuando eran jóvenes y pobres, vivían el hoteles de mala muerte y bebían licor destilado clandestinamente.
Diana no se había dado cuenta de que Lulu era tan bajita. Parecía más alta en sus películas. Y también más joven. Al natural, resultaba obvio que su cabello rubio no era autentico, como el de Diana, sino teñido. No obstante, poseía la personalidad vivaz y agresiva que exhibía en todas sus películas. Incluso en este momento, atraía la atención general. Aunque estaba hablando con Mark, todo el mundo la miraba: la princesa Lavinia, Diana y los dos hombres que se sentaban al otro lado del pasillo.
Estaba narrando una anécdota referida a un programa de radio; uno de los actores se había marchado a mitad de la retransmisión, creyendo que su intervención había terminado, cuando en realidad le quedaba una línea de diálogo al final.
Total, que yo leí mi línea, que era «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?», y todo el mundo miró a su alrededor…, ¡pero George había desaparecido! Y se produjo un largo silencio.
Hizo una pausa para dotar de énfasis dramático a la situación. Diana sonrió. ¿Qué coño hacía la gente cuando algo se torcía durante un programa de radio? Escuchaba mucho la radio, pero no recordaba ningún incidente similar. Lulu reanudó su explicación.
—Volví a repetir mi línea, «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?». Y me inventé la continuación. —Bajó la barbilla y habló con una áspera voz masculina muy convincente—. Creo que ha sido el gato.
Todos rieron.
—Y así terminó el programa —concluyó,
Diana recordó un programa en que el locutor, sobresaltado por algo, había exclamado ¡Hostia!».
—Una vez oí a un locutor blasfemar —dijo. Iba a contar la anécdota, pero Mark la interrumpió.
—Bueno, es muy normal.—Se volvió hacia Lulu.—¿Te acuerdas de cuando Max Gifford dijo que Babe Ruth tocaba las pelotas con mucha limpieza, y no pudo parar de reir?
—Mark y Lulu estallaron en carcajadas. Diana sonrió, pero empezaba a sentirse un poco desplazada. Pensó que era un poco injusta. Durante tres meses, mientras Mark había estado solo en una ciudad desconocida, ella había acaparado toda su atención. No siempre iba a ser así. Tendría que acostumbrarse a compartirle con más gente a partir de ahora. Sin embargo, no le apetecía interpretar el papel de público. Se volvió hacia la princesa Lavinia, que estaba sentada a su derecha.
—¿Escucha usted la radio, princesa? —preguntó. La vieja rusa inclinó su delgada y ganchuda nariz.
—La encuentro algo vulgar —contestó.
Diana ya había conocido a otras viejas altivas, y no la intimidaban.
—Me sorprende —contraatacó—. Sin ir más lejos, anoche sintonizamos unos quintetos de Beethoven.
—La música alemana es muy mecánica —replicó la princesa.
No había forma de complacerla, pensó Diana. Había pertenecido a la clase más perezosa y privilegiada de la historia, y quería que todo el mundo lo supiera, por lo cual fingía que nada era comparable a lo que había poseído en otros tiempos. Iba a ser un auténtico latazo.