Noche sobre las aguas (23 page)

Read Noche sobre las aguas Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

BOOK: Noche sobre las aguas
9.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todo esto parecía improbable, no obstante, mientras el avión ascendía hacia el sol y su morro apuntaba con gallardía en dirección a Irlanda. Nancy experimentaba la sensación de cabalgar a lomos de una gigantesca libélula amarilla. Era aterrador pero divertido, como la noria de un parque de atracciones.

Pronto dejaron atrás la costa de Inglaterra. Nancy se permitió un breve momento de triunfo cuando se desviaron hacia el oeste sobre las aguas. Peter no tardaría en subir a bordo del
clipper
, felicitándose por haber engañado a su astuta hermana mayor, pero su júbilo sería prematuro, pensó ella con airada satisfacción. Aún no la conocía bien. Se llevaría un susto tremendo cuando la viera llegar a Foynes. Estaba ansiosa por contemplar la expresión de su rostro.

Aunque alcanzara a Peter, le quedaba una dura batalla por delante. Para derrotarle no bastaba presentarse en la junta de accionistas. Debería convencer a tía Tilly y a Danny Riley de que la mejor alternativa era retener sus acciones y apoyarla.

Quería explicar la vil conducta de Peter a todos, para que se enterasen de que habían mentido y conspirado contra su hermana. Quería aplastarle y mortificarle, revelando a todos que era un ser rastrero. Sin embargo, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no era una decisión inteligente. Si se mostraba furiosa y resentida, pensarían que se oponía a la fusión por motivos emocionales. Tenía que hablar con calma y frialdad sobre los proyectos de futuro, y actuar como si su desacuerdo con Peter fuera un mero asunto de negocios. Todos sabían que ella manejaba los negocios mejor que su hermano.

En cualquier caso, su argumento era muy sensato. El precio que les ofrecían por sus acciones se basaba en los beneficios de «Black’s», que eran bajos por culpa de la mala gestión de Peter. Nancy sospechaba que obtendrían más cerrando la fábrica y vendiendo todas las tiendas. Aunque lo mejor sería reestructurar la fábrica de acuerdo con su plan para que volviera a rendir beneficios.

Había otro motivo para esperar: la guerra. La guerra beneficiaba, en general, a los negocios, sobre todo a las empresas como «Black’s», que suministraban artículos a los militares. Era posible que los Estados Unidos no intervinieran en la guerra, pero se acumularían las existencias como medida de precaución. Los beneficios, por tanto, aumentarían de todos modos. Por eso Nat Ridgeway quería comprar la empresa.

Meditó sobre la situación mientras cruzaban el mar de Irlanda, recitando su discurso mentalmente. Ensayó frases fundamentales, articulándolas en voz alta, confiando en que el viento borrara las palabras antes de que llegaran a los oídos de Mervyn Lovesey, cubiertos por el casco, a un metro de distancia de ella.

Se quedó tan absorta en su discurso que no advirtió el primer fallo del motor.

—La guerra de Europa duplicará el valor de esta empresa en doce meses —recitó—. Si los Estados Unidos entran en guerra, el precio se volverá a doblar…

La segunda vez que ocurrió, se despertó de su ensueño.

El rugido continuado se alteró un momento, como el sonido de un grifo atascado. Se normalizó, volvió a cambiar y adoptó un tono diferente, un sonido entrecortada más débil, que puso muy nerviosa a Nancy.

El avión empezó a perder altura.

—¿Qué sucede? —chilló Nancy, pero no hubo respuesta.

Lovesey no la oía, o estaba demasiado ocupado para contestar. El tono del motor cambió de nuevo, aumentando de intensidad, como si recibiera más combustible, y el avión se ladeó.

Nancy estaba frenética. ¿Qué pasaba? ¿Era un problema serio? Tuvo ganas de ver la cara de Lovesey, pero continuaba mirando con determinación al frente.

El sonido del motor ya no era constante. A veces, parecía recuperar su anterior rugido gutural; después, temblaba y oscilaba. Nancy, asustada, miró hacia delante, intentando distinguir alguna alteración en el giro de la hélice, pero no observó ninguno. Sin embargo, cada vez que el motor tartamudeaba, el avión perdía un poco más de altura.

Nancy ya no podía soportar la tensión. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el hombro de Lovesey. Éste volvió la cabeza.

—¿Qué pasa? —gritó en su oído Nancy.

—¡No lo sé!

Ella estaba demasiado asustada para aceptarlo.

—¿Qué sucede? —insistió.

—Creo que no funciona un cilindro del motor.

—¿Cuántos cilindros tiene?

—Cuatro.

El avión sufrió otra brusca bajada. Nancy se sentó a toda prisa y volvió a abrocharse el cinturón. Sabía conducir, y tenía la idea de que un coche continuaba funcionando aunque fallara un cilindro. Sin embargo, su Cadillac tenía doce. ¿Podía volar un avión con tres de los cuatro cilindros? La duda la torturaba.

Estaban perdiendo altura sin cesar. Nancy supuso que el avión podía volar con tres cilindros, pero no durante mucho rato. ¿Cuánto tardarían en caer al mar? Escrutó la lejanía y, para su alivio, vio tierra delante. Incapaz de contenerse, se desabrochó el cinturón de nuevo y habló a Lovesey.

—¿Podremos llegar a tierra?

—¡No lo sé!

—¡Usted no sabe nada! —gritó Nancy. El miedo convirtió su grito en un chillido. Se obligó a serenarse—. ¿Cuáles cree que son nuestras posibilidades?

—¡Cierre el pico y déjeme concentrarme!

Nancy se sentó. Voy a morir, pensó; combatió el pánico y trató de pensar con calma. Menos mal que he criado a los chicos antes de que esto ocurriera, se dijo. Será un duro golpe para ellos, sobre todo después de perder a su padre en un accidente de automóvil, pero son hombres, grandes y fuertes, y nunca les faltará dinero. Lo superarán.

Ojalá hubiera tenido otro amante, Ha pasado…, ¿cuánto tiempo? ¡Diez años! No es extraño que me haya acostumbrado. Para el caso, igual podría ser una monja. Tenía que haberme acostado con Nat Ridgeway; lo habría hecho bien.

Se había citado un par de veces con un hombre nuevo, justo antes de partir hacia Europa, un contable soltero de su edad, pero no deseó haberse acostado con él. Era amable pero débil, como casi todos los hombres que conocía. Intuían su fortaleza y deseaban que cuidara de ellos. ¡Pero yo quiero que alguien cuide de mí!, pensó.

Si sobrevivo a ésta, juro que tendré otro amante antes de morir.

Comprendió que Peter iba a ganar. Qué vergüenza. El negocio era todo cuanto le quedaba de su padre, y ahora sería absorbido y desaparecería en la masa amorfa de «General Textiles». Papá había trabajado duro toda su vida para levantar esa compañía, y a Peter le habían bastado cinco años de indolencia y egoísmo para hundirla.

A veces, todavía echaba de menos a su padre. Era un hombre tan hábil… Siempre que surgía un problema, ya se tratase de una grave crisis financiera, como la Depresión, o de un pequeño problema familiar, como el escaso rendimiento de uno de los muchachos en la escuela, papá daba con la manera más positiva de afrontarlo. Era muy bueno para las cosas mecánicas, y la gente que manufacturaba las grandes máquinas que se usaban en la fabricación del calzado solían consultarle antes de dar el visto bueno a un diseño. Nancy entendía perfectamente el proceso de producción, pero era más experta en predecir los estilos que el mercado esperaba, y desde que se había hecho cargo de la fábrica, los beneficios procedían en mayor medida del calzado femenino que del masculino. Nunca se había sentido eclipsada por su padre, como le había ocurrido a Peter; ella simplemente le echaba de menos.

De pronto, la idea de que iba a morir le resultó ridícula e irreal. Sería igual que si cayera el telón antes de que acabara la obra, mientras el protagonista se hallaba en mitad de un monólogo; no era así como ocurrían las cosas. Durante un rato se sintió irracionalmente animada, con la seguridad de que viviría.

El avión seguía perdiendo altura, pero la costa de Irlanda se acercaba con rapidez. Pronto podría divisar los campos color esmeralda y las pardas ciénagas. Aquí es donde se originó la familia Black, pensó con un leve estremecimiento.

Justo delante de ella, la cabeza y los hombros de Mervyn Lovesey comenzaron a moverse, como si estuviera luchando con los controles; el ánimo de Nancy cambió de nuevo, y se puso a rezar. La habían educado en el catolicismo, pero no había ido a misa desde que Sean muriera; de hecho, la última vez que había pisado una iglesia fue en su funeral. No sabía muy bien si era creyente o no, pero rezaba con fervor, pensando que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Musitó un padrenuestro, y le pidió a Dios que la salvara para poder cuidar de Hugh al menos hasta que contrajera matrimonio y se hubiera establecido; y a fin de poder ver a sus nietos; y porque quería remodelar el negocio y seguir dando empleo a aquellos hombres y mujeres y hacer buenos zapatos para la gente corriente; y porque anhelaba disfrutar de un poco de felicidad. De repente era consciente de que había vivido entregada al trabajo durante demasiado tiempo.

Ahora podía ver las blancas cimas de las olas. Los borrosos contornos de la costa que se aproximaba se definieron, mostrando las líneas del oleaje, la playa, el acantilado, el campo verde. Con un escalofrío, se preguntó si sería capaz de nadar hasta la orilla en caso de que el avión cayera al agua. Se consideraba una buena nadadora, pero dar brazadas alegremente de un extremo a otro de la piscina era muy distinto de sobrevivir en el mar agitado. El agua estaría tan fría como para helar los huesos. ¿Cuál era la palabra que se usaba cuando alguien moría de frío? Entumecimiento. El avión de la señora Lenehan se precipitó en el mar de Irlanda y ella murió de entumecimiento, diría el
Globe de Boston
. Se estremeció dentro de su abrigo de cachemira.

Si el aparato se estrellaba, probablemente no viviría lo suficiente como para comprobar la temperatura del agua. Se preguntó si volaban muy rápido. Lovesey le había dicho que la velocidad de crucero era de unos ciento cincuenta kilómetros, pero ahora era bastante inferior. Pongamos que iban a ochenta. Sean se había estrellado a ochenta kilómetros por hora y había muerto. No, no tenía sentido especular cuán lejos podría llegar nadando.

La costa estaba más cerca. Tal vez sus plegarias habían sido escuchadas, se dijo; quizá el avión lograría aterrizar después de todo. No había habido más alteraciones en el ruido del motor: seguía emitiendo su desigual y agudo carraspeo, con un toque de furia, como el vengativo zumbido de una avispa herida. Pensó con preocupación en dónde aterrizarían, caso de conseguirlo. ¿Podía posarse un avión en una playa arenosa? ¿Y en una playa rocosa? Un avión podía aterrizar en un campo, si no era demasiado irregular. ¿Y en una turbera?

No tardaría en averiguarlo.

La costa se encontraba ahora a medio kilómetro de distancia. Vio que la playa era rocosa y el oleaje bravío. La playa parecía muy escarpada, comprobó con terror: estaba sembrada de guijarros dentados. Un acantilado de poca altura descendía hasta un páramo, en el que pastaban algunas ovejas. Examinó el páramo. Parecía llano. No había setos, y crecían algunos árboles. Quizá fuera posible aterrizar allí. No sabía si confiar en ello o prepararse para la muerte.

El avión amarillo, que continuaba perdiendo altura, aguantó con firmeza. Nancy olió el aroma salado del mar. Lo mejor sería caer al agua, pensó con temor, que tratar de aterrizar en aquella playa. Aquellas piedras afiladas desgarrarían en pedazos el pequeño avión… y a ella también.

Confió en que su muerte fuera rápida.

Cuando la orilla se hallaba a unos cien metros de distancia, comprendió que el avión no se iba a estrellar en la playa: aún volaba a demasiada altura. Lovesey se dirigía hacia el prado que coronaba el acantilado. ¿Conseguiría llegar? Daba la impresión de que se encontraban al mismo nivel que la cumbre del acantilado, y seguían perdiendo altura. Iban a empotrarse en el acantilado. Quiso cerrar los ojos, pero no se atrevió, sino que contempló como hipnotizada el acantilado que se precipitaba hacia ella.

El motor aullaba como un animal enfermo. El viento arrojaba espuma de mar a la cara de Nancy. Las ovejas del acantilado se dispersaron en todas direcciones cuando el avión se lanzó hacia ellas. Nancy se aferró al borde de la carlinga con tanta fuerza que se hizo daño en las manos. Tenía la impresión de que el acantilado se acercaba a toda velocidad. Vamos a chocar, pensó; esto es el fin. Entonces, una ráfaga de viento elevó una pizca el avión, y Nancy creyó que estaban a salvo, pero volvió a caer. El borde del acantilado iba a arrancar las pequeñas ruedas amarillas. Cuando faltaba una fracción de segundo para el impacto, cerró los ojos y chilló.

Por un momento, no sucedió nada.

Después, se produjo una sacudida y Nancy salió despedida hacia adelante, aunque el cinturón de seguridad la retuvo. Por un instante, pensó que iba a morir. Entonces, notó que el avión volvía a subir. Dejó de gritar y abrió los ojos.

Seguían en el aire, a medio metro de la hierba. El avión tocó tierra, y esta vez no se elevó. Nancy sufrió terribles sacudidas mientras se deslizaban sobre el terreno desigual. Vio que se dirigían hacia unas zarzas, y comprendió que aún podían chocar. Luego, Lovesey hizo algo y el avión giró, evitando el peligro. Las sacudidas cesaron; estaban frenando. Nancy apenas podía creer que seguía con vida. El avión se detuvo.

El alivio la agitó como si sufriera un ataque. No paraba de temblar. Dio vía libre a los estremecimientos, notó que la histeria se iba a apoderar de ella y la reprimió. Se terminó, dijo en voz alta. Se terminó, se terminó, estoy a salvo.

Lovesey se levantó y saltó del asiento con una caja de herramientas en la mano. Sin mirarla, bajó a tierra y caminó hasta la parte delantera del avión. Abrió la capota y examinó el motor.

Ni siquiera me ha preguntado si estoy bien, pensó Nancy.

Por extraño que fuera, la rudeza de Lovesey la calmó. Miró a su alrededor. Las ovejas habían regresado a pastar, como si no hubiera ocurrido nada. Ahora que el motor estaba silencioso, oyó las olas romper en la playa. El sol brillaba, pero sentía el viento frío y húmedo lamiendo su mejilla.

Se quedó inmóvil unos instantes, y después, cuando estuvo segura de que sus piernas la sostendrían, se levantó y bajó del avión. Puso pie en suelo irlandés por primera vez en su vida, y la emoción casi le arrancó lágrimas. De aquí nos marchamos hace muchísimos años, pensó. Oprimidos por los ingleses, perseguidos por los protestantes, condenados a morir de hambre por la enfermedad de la patata, nos apretujamos en barcos de madera y zarpamos de nuestra tierra natal hacia un mundo nuevo.

Other books

Dead Horsemeat by Dominique Manotti
Enchanted Ivy by Sarah Beth Durst
Three Weeks to Wed by Ella Quinn
The Snow Killer by Holden, Melissa
Criminal Enterprise by Owen Laukkanen
Before the Storm by Sean McMullen
The World of Null-A by A. E. van Vogt, van Vogt