—La mayoría de las cubiertas de vuelo son así —gritó Eddie.
—¿Puedo entrar?
Eddie meneó lá cabeza y cerró la puerta.
—Los pasajeros no pueden pasar de este punto. Lo siento.
—Te enseñaré mi cúpula de observación —dijo Jack.
Condujo a Percy a la parte posterior de la cubierta de vuelo. Eddie examinó los cuadrantes, de los que habían hecho caso omiso durante los últimos minutos. Todo iba bien.
El encargado de la radio, Ben Thompson, recitó las condiciones de Foynes.
—Viento del oeste, veintidós nudos, mar picada.
Un momento después, en el tablero de Eddie se apagó la luz situada sobre la palabra «Vuelo» y se encendió la de «Amaraje».
—Motores preparados para el aterrizaje —anunció, después de echar un vistazo a los cuadrantes de temperatura. La comprobación era necesaria, porque los motores de alta compresión podían resultar dañados por una desaceleración demasiado brusca.
Eddie abrió la puerta que conducía a la parte trasera del avión. Había un estrecho pasillo, con bodegas de carga a cada lado, y una cúpula sobre el pasillo, a la que se accedía por una escalerilla. Percy estaba de pie en la escalerilla, mirando por el octante. Detrás de las bodegas de carga había un espacio que, en teoría, albergaba las camas de la tripulación, pero no se había amueblado; cuando la tripulación descansaba, lo hacía en el compartimento número 1. Al final de esta sección, una compuerta conducía al espacio de cola donde corrían los cables de control.
—Vamos a amarar, Jack —gritó Eddie.
—Es hora de que vuelvas a tu asiento jovencito —dijo Jack.
Eddie intuyó que Percy no era demasiado bueno. Aunque obedecía todas sus indicaciones, en sus ojos aleteaba un brillo travieso. De momento, sin embargo, se portaba a las mil maravillas, y bajó sin rechistar a la cubierta de pasajeros.
El tono del motor cambió y el avión empezó a perder altura. La tripulación procedió en forma automática a efectuar la rutina perfectamente coordinada del amaraje. Eddie tenía ganas de contar a los demás lo que le estaba pasando. Se sentía solo y desesperado. Eran sus amigos y compañeros; existía una confianza mutua entre todos; habían cruzado el Atlántico juntos; quería explicarles su situación y pedirles consejo. Pero era demasiado peligroso.
Se irguió y miró por la ventana. Divisó una pequeña ciudad y supuso que se trataba de Limerick. En las afueras de la ciudad, en la orilla norte del estuario del Shanon, se estaba construyendo un gran aeropuerto, en el que aterrizarían aviones e hidroaviones. Hasta que estuviera terminado, los hidroaviones se posaban en el lado sur del estuario, al abrigo de una pequeña isla, cerca de un pueblo llamado Foynes.
Se dirigían hacia el noroeste, de modo que el capitán Baker tuvo que girar cuarenta y cinco grados el aparato para efectuar el amaraje, zambulléndose en el viento del oeste. Una lancha del pueblo estaría patrullando la zona, vigilando los pecios flotantes que pudieran dañar el avión. El barco de reabastecimiento de combustible, cargado con barriles de veinticuatro litros, estaría dispuesto, y habría una multitud de curiosos en la orilla, atraídos por el milagro de que un barco pudiera volar.
Ben Thomas estaba hablando por el micrófono de la radio. Desde una distancia superior a pocos kilómetros tenía que utilizar el código morse, pero ya se encontraban lo bastante cerca para comunicarse mediante la radio. Eddie no distinguía las palabras, pero dedujo del tono tranquilo y relajado que todo marchaba bien.
Perdían altura sin cesar. Eddie vigiló sus cuadrantes y efectuó algunos ajustes ocasionales. Una de sus tareas más importantes era sincronizar la velocidad de los motores, un trabajo que exigía mayor atención cuando el piloto realizaba frecuentes cambios de velocidad.
Amarar en una mar serena casi no se notaba. En condiciones ideales, el casco del
clipper
se hundía en el agua como una cuchara en la nata. Eddie, concentrado en su panel de instrumentos, no se daba cuenta muchas veces de que el barco se había posado hasta que llevaba en el agua varios segundos. Sin embargo, el mar estaba picado hoy, una circunstancia adversa en cualquier lugar que se eligiera para descender.
El punto más bajo del casco, que se llamaba estribo, fue el primero en tocar, y se produjeron una serie de ruidos sordos mientras cortaba la cresta de las olas. Apenas duraron uno o dos segundos; luego, el gigantesco aparato se hundió unos centímetros más y surcó la superficie. Eddie consideraba que los aviones convencionales aterrizaban con más brusquedad, pues en ocasiones rebotaban varias veces. Muy poca espuma salió proyectada hacia las ventanas de la cubierta de vuelo, que ocupaba el nivel superior. El piloto disminuyó la velocidad al instante y el avión empezó a detenerse. El avión volvía a ser un barco.
Eddie miró por la ventana mientras se deslizaban hacia el amarradero. A un lado estaba la isla, baja y desnuda; distinguió una casita blanca y algunas ovejas. Al otro se hallaba la tierra firme. Vio un muelle de hormigón, con un barco de pesca grande amarrado, varios depósitos para almacenar combustible de enorme tamaño y una serie de casas grises diseminadas. Esto era Foynes.
Al contrario que Southampton, Foynes no contaba con un muelle construido a propósito para hidroaviones; el
clipper
amarraría en el estuario y los pasajeros serían conducidos a tierra en lanchas. Amarrar era responsabilidad del mecánico.
Eddie se arrodilló entre los asientos de los dos pilotos y abrió la compuerta que conducía al compartimento de proa. Descendió por la escalerilla al espacio vacío. Se introdujo en el morro del avión, abrió otra escotilla y asomó la cabeza al exterior. El aire era fresco y salado; inhaló una profunda bocanada.
Una lancha se acercó. Alguien saludó con la mano a Eddie. El hombre sujetaba una cuerda atada a una boya. Tiró la cuerda al agua.
Había un cabrestante plegable en el morro del hidroavión. Eddie lo alzó, asegurándolo, cogió un bichero de dentro y lo utilizó para levantar la cuerda que flotaba en el agua. Ató la cuerda al cabrestante y el avión quedó amarrado. Miró al parabrisas que había detrás de él y alzó los pulgares en dirección al capitán Baker.
Ya se aproximaba otra lancha para recoger a los pasajeros y a la tripulación.
Eddie cerró la compuerta y volvió a la cubierta de vuelo. El capitán Baker y Ben, el encargado de la radio, continuaban en sus puestos, pero Johnny, el copiloto, estaba apoyado en la mesa de mapas, charlando con Jack. Eddie se sentó en su cubículo y apagó los motores. Cuando todo estuvo en orden, se puso la chaqueta negra del uniforme y una gorra blanca. La tripulación bajó la escalera, atravesó el compartimento de pasajeros número 2, entró en el salón, salió al exterior y abordó la lancha. El ayudante de Eddie, Mickey Finn, se quedó a supervisar el reaprovisionamiento de combustible.
El sol brillaba, pero soplaba una brisa fría que olía a sal. Eddie observó a los pasajeros que subían a la lancha, preguntándose de nuevo cuál era Tom Luther. Reconoció un rostro de mujer y recordó, con cierta sorpresa, que la había visto haciendo el amor con un conde francés en
Una espía en París:
era Lulu Bell, la estrella de cine. Charlaba animadamente con un individuo que llevaba una chaqueta cruzada. ¿Sería Tom Luther? Les acompañaba una hermosa mujer, ataviada con un vestido de lunares, que parecía muy desdichada. Reconoció otras caras, pero la mayor parte del pasaje consistía en hombres trajeados y tocados con sombreros y mujeres ricas que exhibían abrigos de pieles.
Si Luther tardaba en identificarse, Eddie le buscaría y a la mierda la discreción, decidió. Ya no podía soportar la espera.
La lancha se alejó del
clipper
en dirección a tierra. Eddie miró hacia la orilla, pensando en su mujer. Imaginó el momento en que los hombres irrumpían en su casa. Carol-Ann estaría comiendo huevos, preparando el café o vistiéndose para ir a trabajar. ¿Y si la habían sorprendido en la bañera? A Eddie le fascinaba mirarla en la bañera. Se recogía el pelo, dejando al descubierto su largo cuello, y yacía en el agua, frotándose con la esponja sus miembros bronceados. A ella le gustaba que se sentara en el borde y le hablara. Hasta que la había conocido, Eddie pensaba que estas cosas sólo sucedían en las fantasías eróticas. Pero ahora, tres hombres tocados con sombreros de fieltro, que irrumpían por sorpresa y se apoderaban de ella, contaminaban esta imagen…
Pensar en el miedo que se habría apoderado de ella mientras la secuestraban casi enloquecía a Eddie. Sintió que la cabeza le daba vueltas y tuvo que concentrarse para no caer de la lancha. La impotencia total en que se encontraba agudizaba la gravedad de su situación. Carol-Ann se hallaba en peligro y él no podía hacer nada por ayudarla. Se dio cuenta de que cerraba los puños espasmódicamente, y se forzó a evitarlo.
La lancha llegó a la orilla y amarró a un pontón flotante unido al muelle mediante una pasarela. La tripulación ayudó a los pasajeros a desembarcar y les siguió hacia la aduana.
Las formalidades duraron poco. Los pasajeros se dispersaron por el pueblo. Al otro lado de la carretera había una antigua fonda que casi siempre estaba ocupada por el personal de la línea aérea. La tripulación se encaminó hacia ella.
Eddie fue el último en salir, y un pasajero le abordó cuando salía de la aduana.
—¿Es usted el mecánico?
Eddie se puso en tensión. El pasajero era un hombre de unos treinta y cinco años, más bajo que él, pero corpulento y musculoso. Llevaba un traje gris claro, una corbata con alfiler y un sombrero de fieltro gris.
—Sí, soy Eddie Deakin —contestó.
—Me llamo Tom Luther.
Una neblina roja empañó la visión de Eddie y la cólera le dominó al instante. Agarró a Tom Luther por las solapas, le sacudió y le arrojó contra la pared de la aduana.
—¿Qué le habéis hecho a Carol-Ann? —masculló.
La sorpresa de Luther era mayúscula; esperaba encontrar a una víctima atemorizada y sumisa. Eddie le sacudió hasta que sus dientes castañetearon.
—Maldito hijo de puta, ¿dónde está mi mujer?
Luther no tardó en recobrarse del susto. La expresión de estupor desapareció de su rostro. Se libró de la presa de Eddie con un veloz y enérgico movimiento, lanzando su puño hacia adelante. Eddie lo esquivó y le golpeó dos veces en el estómago. Luther expulsó aire como un neumático y se dobló en dos. Era fuerte, pero no estaba en forma. Eddie procedió a estrangularle metódicamente.
Luther le miró con ojos desorbitados por el terror.
Al cabo de un momento, Eddie se dio cuenta de que estaba matando al hombre.
Aflojó su presa y acabó soltándole. Luther se derrumbó contra la pared, jadeando en busca de aire, y se llevó la mano a la garganta.
El funcionario de la aduana irlandesa asomó la cabeza alertado por el estruendo.
—¿Qué pasa?
Luther se incorporó con un esfuerzo.
—Me he caído, pero estoy bien —balbució.
El aduanero se inclinó y recogió el sombrero de Luther. Le dirigió una mirada de curiosidad mientras se lo entregaba, pero no dijo nada más y entró en la oficina.
Eddie miró a su alrededor. Nadie había presenciado la refriega. Los pasajeros y la tripulación habían desaparecido tras la pequeña estación de tren.
Luther se caló el sombrero.
—Si mete la pata, nos matarán a los dos, igual que a su maldita esposa, imbécil —dijo con voz ronca.
La referencia a Carol-Ann enfureció de nuevo a Eddie, que levantó el puño para golpear a Luther, pero éste alzó un brazo para protegerse.
—Cálmese, ¿quiere? ¡Así no la recuperará! ¿No se da cuenta de que me necesita?
Eddie se daba cuenta a la perfección, pero había perdido la razón durante unos momentos. Retrocedió un paso y examinó al hombre. Luther se expresaba como un hombre culto y sus ropas eran caras. Lucía un erizado bigote rubio y sus ojos claros centelleaban de odio. Eddie no lamentaba haberle golpeado. Necesitaba descargar su angustia sobre algo, y Luther era el blanco perfecto.
—¿Qué quiere que haga, hijo de la gran puta?
Luther introdujo la mano en la chaqueta. Eddie pensó por un momento que sacaría una pistola, pero Luther extrajo una postal y se la tendió.
Eddie la miró. Era una foto de Bangor (Maine).
—¿Qué coño significa esto?
—Déle la vuelta —dijo Luther.
En el reverso estaba escrito:
44.70 N, 67.00 O.
—¿Qué son estos números? ¿Coordenadas? —preguntó Eddie.
—Sí. En ese punto deberá posar el avión. Eddie le miró, perplejo.
—¿Posar el avión? —repitió estúpidamente.
—Sí.
—¿Es eso lo que quieren que haga? ¿Sólo eso?
—Posar el avión en ese punto.
—¿Por qué?
—Porque usted quiere recuperar a su bonita esposa.
—¿Dónde está eso?
—Cerca de la costa de Maine.
La gente daba por sentado que un hidroavión podría amarar en cualquier sitio, pero, en realidad, necesitaba una mar serena. Para mayor seguridad, la Pan American no autorizaba el amarraje sobre olas que superasen el metro de altura. Si el avión llegaba a posarse sobre un mar embravecido, el resultado sería su destrucción.
—Un hidroavión no puede amarrar en pleno mar… —dijo Eddie.
—Lo sabemos. El lugar está protegido.
—Eso no significa…
—Compruébelo usted mismo. El amarraje es posible. Lo he verificado.
Lo dijo con tanta seguridad que Eddie le creyó. Sin embargo, había algunos cabos sueltos.
—¿Qué debo hacer para tomar la decisión? No soy el capitán.
—Lo hemos planeado todo con mucho cuidado. En teoría, el capitán podría dar la orden, pero ¿con qué excusa? Usted es el mecánico, puede conseguir que algo se estropee.
—¿Quieren que estrelle el avión?
—No se lo aconsejo: yo viajaré a bordo. Estropee algo para que el capitán se vea forzado a realizar un amaraje de emergencia. —Tocó la postal con un dedo manicurado—. Justo aquí.
No cabía duda de que el mecánico podía crear un problema que obligara a amarrar, pero resultaba dificil controlar una emergencia, y a Eddie, en principio, no se le ocurría cómo provocar un amaraje improvisado en un punto concreto.
—No es tan fácil…
—Ya sé que no es fácil, Eddie, pero también sé que es posible. Lo he comprobado.
¿A quién había solicitado consejo? ¿Quién era?
—¿Quién coño es usted?