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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (32 page)

BOOK: Nocturna
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—¿Llegó a ver la rata? —preguntó Vasiliy.

—No supo qué era. Gritó, apartó al animal con la mano y salió corriendo. El médico de la sala de emergencias dijo que era una rata.

Vasiliy fue a la ventana entreabierta para tomar un poco de aire fresco. La abrió un poco más y miró el callejón adoquinado y estrecho que había tres pisos abajo. La escalera contra incendios estaba a tres o cuatro metros de la ventana, y la fachada del centenario edificio de ladrillos era tosca e irregular. La gente piensa que las ratas son torpes y se mueven como patos, pero realmente son tan ágiles como las ardillas, especialmente cuando están excitadas por el alimento o el miedo.

Vasiliy corrió la cama con las sábanas, las frazadas y la muñeca que estaba sobre la colcha; también movió el escritorio y el mueble de la biblioteca para observar qué había debajo. No esperaba encontrar la rata en el dormitorio; simplemente estaba descartando lo obvio.

Salió al corredor, arrastrando el carro de mano por el piso de madera pulida y reluciente. Las ratas tienen una visión deficiente y se orientan principalmente con el tacto. Aprenden rápido con la repetición, recorren los mismos trayectos y rara vez se desvían más de dieciocho metros de su nido, pues son muy recelosas cuando se hallan en ambientes desconocidos. La rata seguramente había llegado a la puerta y salido por el borde del corredor, deslizándose por el zócalo del muro derecho con su tosco pelaje. La siguiente puerta conducía a un baño —el de la niña— decorado con un tapete en forma de fresa, una cortina de un rosado pálido en la ducha, y una canasta con juguetes y burbujas para la bañera. Vasiliy inspeccionó el lugar en busca de escondites y olfateó el aire. Le asintió a Billy, y éste cerró la puerta.

Billy escuchó un momento antes de ir a reconfortar a su prima. Estaba con ella cuando oyó un ruido terrible en el baño, un sonido de botellas cayendo a la bañera, un fuerte grito y la voz de Vasiliy, profiriendo insultos en ruso.

La madre y la hija parecían afligidas y Billy les hizo un gesto con la mano para que tuvieran paciencia —pues se había tragado accidentalmente el chicle— y se apresuró al corredor.

Vasiliy abrió la puerta del baño. Tenía unos guantes Kevlar especiales y un saco grande, en cuyo interior se retorcía y manoteaba un ejemplar realmente grande.

Vasiliy asintió y le pasó el saco a Billy.

Billy no podía hacer otra cosa que recibirlo, pues de lo contrario el saco caería al piso y la rata escaparía. Confió en que la tela fuera tan resistente como parecía, pues la rata enorme luchaba y forcejeaba en su interior, y mantuvo el saco tan alejado de su cuerpo y levantado del suelo como pudo. Mientras tanto, Vasiliy comenzó a sacar sus implementos de trabajo con mucha lentitud. Extrajo un paquete sellado y una esponja que contenía halotano, tomó de nuevo el saco, y Billy sintió un gran alivio al deshacerse de él. Lo abrió con cuidado para echar el anestésico y lo cerró de inmediato. La rata forcejeó con la misma violencia de antes, pero poco después lo hizo con mayor lentitud. Vasiliy agitó el saco para acelerar el proceso.

Esperó a que la rata dejara de resistirse, abrió el costal y la sacó de la cola. Estaba sedada pero no inconsciente, y movía sus uñas afiladas que salían de los dedos rosados de sus patas delanteras; chasqueaba la mandíbula y tenía abiertos sus ojos negros y brillantes. Su tamaño era considerable; su cuerpo medía tal vez veinte centímetros, lo mismo que su cola. Su pelaje espeso era gris oscuro arriba y de un blanco tiznado por debajo. No era ninguna mascota extraviada, sino una rata salvaje y urbana.

Billy había retrocedido varios pasos. Había visto muchas ratas en su vida, pero nunca se había acostumbrado a ellas, a diferencia de Vasiliy, quien no parecía tener problemas en ese sentido.

—Está preñada —dijo. El periodo de gestación de las ratas es de apenas veintiún días, y pueden tener una carnada de veinte ratones. Una hembra adulta saludable puede dar a luz a unos doscientos cincuenta ratones, la mitad de los cuales son hembras listas para aparearse—. ¿Quieres que le saque una muestra de sangre para enviarla al laboratorio?

Billy negó con la cabeza, haciendo un gesto de asco, como si Vasiliy le hubiera preguntado si quería comérsela.

—La niña fue vacunada en el hospital. ¡Santo cielo! Mira su tamaño, Vaz. Esto no es… —Billy bajó la voz— un inquilinato en Bushwick, ¿entiendes?

Vasiliy lo entendía muy bien. Sus padres habían vivido en ese sector después de llegar a América. Bushwick había acogido a varias oleadas de inmigrantes desde mediados del siglo
XIX
: alemanes, ingleses, irlandeses, rusos, polacos, italianos, afroamericanos y puertorriqueños. Ese sector de Brooklyn estaba poblado actualmente por dominicanos, guyaneses, jamaicanos, ecuatorianos, hindúes, coreanos y otros inmigrantes del sudeste asiático. Vasiliy pasaba mucho tiempo en los sectores más pobres de Nueva York, y había conocido familias que todas las noches tenían que valerse de cojines, libros y muebles para impedir que las ratas entraran en sus casas.

Sin embargo, este incidente era diferente. Había sido un ataque temerario y a plena luz del día. En términos generales, sólo las ratas más débiles —las expulsadas de una colonia— irrumpen en busca de alimentos, pero ésta era una hembra fuerte y saludable, lo cual era muy inusual; las ratas coexisten en un equilibrio precario con el hombre, aprovechando las deficiencias de la civilización, y viviendo de los desperdicios y desechos humanos. Permanecen ocultas detrás de las paredes o debajo de los pisos. La aparición de una rata simboliza la ansiedad y el temor humanos. Cualquier incursión que esté más allá de la acostumbrada predación nocturna supone un trastorno de sus costumbres. Al igual que el hombre, las ratas no acostumbran a correr riesgos innecesarios; hay que obligarlas a salir de sus madrigueras.

—¿Quieres que vea si tiene pulgas?

—¡Cielos, no! Simplemente métela en el costal y deshazte de ella. Haz lo que sea necesario, pero no se la muestres a la niña. Está muy traumatizada.

Vasiliy sacó una bolsa de plástico de su equipaje y metió la rata dentro con una esponja untada con otra dosis letal de halotano. Introdujo la bolsa dentro del talego para esconder cualquier evidencia, y prosiguió con su labor, pasando a la cocina. Corrió la pesada cocina de ocho quemadores y el lavaplatos. Inspeccionó las tuberías debajo del fregadero. No vio excrementos ni madrigueras, pero instaló una trampa detrás de los armarios por si acaso, sin decírselo a Billy. Las personas se ponen nerviosas con las sustancias venenosas, especialmente los padres, pero lo cierto es que en todos los edificios y calles de Manhattan hay venenos contra las ratas. Si uno ve en algún rincón cualquier cosa que se parezca a dulces morados o a concentrado para animales de color verde, es porque se han visto ratas cerca de allí.

Billy acompañó a Vasiliy al sótano. Estaba limpio y ordenado, sin rastros evidentes de basura o desechos como para que anidaran roedores. Vasiliy inspeccionó el lugar en busca de excrementos. Tenía un olfato muy afinado para detectar ratas, así como éstas lo tienen para evitar a los humanos. Apagó la luz —para infortunio de Billy— y encendió la linterna que llevaba en la cintura de su mono azul claro. La orina de los roedores se ve azul en la oscuridad, pero Vasiliy no encontró ningún vestigio. Echó pesticidas, instaló trampas en los rincones y subió con Billy al vestíbulo.

Billy le dio las gracias y le dijo que le debía una. Vasiliy estaba intrigado. Guardó el juego de herramientas portátil y la rata muerta en su furgoneta, encendió un Corona dominicano y salió a dar una vuelta. Dobló la esquina y llegó al callejón adoquinado que había visto desde la ventana del cuarto de la niña. Tribeca era el único sector de Manhattan donde aún quedaban callejones.

Vasiliy había dado unos cuantos pasos cuando vio la primera rata deslizándose por el borde de un edificio. Después vio otra en la rama de un árbol pequeño y endeble que crecía junto a un muro. Vio a otra en una cuneta, bebiendo un residuo líquido de color marrón proveniente de una pila de basura o alcantarilla.

Permaneció observando y las ratas comenzaron a salir literalmente del subsuelo, por entre los adoquines desgastados. Los esqueletos de las ratas son flexibles, lo cual les permite escurrirse por orificios del mismo tamaño de sus cráneos, que tienen aproximadamente dos centímetros de diámetro. Salían de a dos y de a tres, y se desperdigaban con rapidez. Calculó el tamaño de los adoquines —los cuales medían cinco por ocho centímetros—, y estimó que los cuerpos de las ratas medían entre veinte y veinticinco centímetros, al igual que sus colas. Esto significaba que eran ratas adultas.

Dos bolsas de basura que estaban cerca de él se sacudieron, y las ratas salieron tras desgarrar el plástico. Un pequeño roedor se deslizó rápidamente a su lado; Vasiliy le dio un puntapié con sus botas, lanzándolo a unos cinco metros de distancia, y cayó inmóvil en medio del callejón. Pocos segundos después, otras ratas se abalanzaron hambrientas sobre el roedor, desgarrándole la piel con sus incisivos amarillentos. La forma más efectiva de exterminar ratas es eliminar los alimentos de su entorno y dejar que se coman unas a otras.

Estas ratas estaban hambrientas y a sus anchas. Era insólito que anduvieran por la calle a plena luz del día, ya que eso sólo sucede antes de un terremoto, después del derrumbe de un edificio o mientras se adelanta un proyecto de construcción de gran envergadura.

Vasiliy caminó hacia el sur y cruzó la calle Barclay, donde se adelantaban unos trabajos de reconstrucción en un área de seis hectáreas a la redonda y el cielo se hacía más amplio.

Subió a una de las plataformas desde la cual se observaba el sitio donde había estado el World Trade Center. Estaban terminando de excavar un hueco muy profundo donde estarían las bases de la nueva construcción, y las columnas de hormigón y acero empezaban a elevarse sobre el suelo. El sitio era como una cicatriz en el corazón de la ciudad, como la mordida en la cara de la niña.

Vasiliy recordó aquel fatídico septiembre de 2001. Pocos días después del colapso de las Torres Gemelas, él —en calidad de funcionario del Departamento de Sanidad— había comenzado a retirar los alimentos de los restaurantes clausurados del sector. Había inspeccionado los sótanos y espacios subterráneos y nunca vio una rata viva, pero sí muchas evidencias de su presencia, incluyendo senderos de varios kilómetros de extensión trazados entre los escombros. Recordó claramente una tienda de galletas que había sido completamente devorada. Se presentó una explosión demográfica de ratas en el sitio, y las autoridades temieron que los roedores abandonaran las ruinas para buscar nuevas fuentes de alimento y se propagaran por las calles y sectores aledaños. Por esta razón se implementó un programa masivo de contención con fondos federales. Se instalaron miles de cebos y carnadas en la Zona Cero y sus alrededores, y gracias al empeño de Vasiliy y de otros exterminadores, la temida invasión nunca se materializó.

Vasiliy aún tenía un contrato con el gobierno, y su departamento supervisaba un estudio de control contra las ratas en Battery Park y sectores contiguos, razón por la cual estaba muy familiarizado con infestaciones locales, pues había formado parte del proyecto desde el comienzo. Hasta ahora, no había visto nada anormal.

Observó los camiones del cemento y las retroexcavadoras sacando escombros. Esperó a que un niño dejara de mirar por los telescopios turísticos iguales a los que había en el Empire State Building, y comenzó a observar el lugar.

No tardó en ver los pequeños cuerpos de los roedores escurriéndose por las esquinas, dando vueltas por las pilas de escombros, o escabullándose hacia la calle Liberty. Se escurrían por las futuras bases de la Torre de la Libertad como sorteando obstáculos. Miró los túneles de acceso a las estaciones del metro, y al dirigir el telescopio hacia arriba observó una hilera de ratas deslizarse por una plataforma de acero en el extremo oriental y trepar por dos cables tensionados. Estaban saliendo de la excavación como en un éxodo masivo, siguiendo cualquier ruta de escape que pudieran encontrar.

Pabellón de aislamiento,
Centro Médico del Hospital Jamaica, Queens

E
PH SE PUSO LOS GUANTES
de caucho, detrás de la segunda puerta del pabellón. Le habría pedido a Setrakian que hiciera lo mismo, pero al ver sus dedos torcidos concluyó que le sería prácticamente imposible.

Entraron en la habitación de Jim Kent, la única ocupada en todo el pabellón. Jim estaba dormido; aún llevaba puesta la misma ropa con la que había ingresado en el hospital, y los cables del pecho y de las manos estaban conectados a máquinas que no registraban sus signos vitales. La enfermera había dicho que éstos eran tan imperceptibles que decidieron apagar las alarmas automáticas del ritmo cardiaco, la presión arterial y respiración, y de los niveles de oxígeno.

Eph corrió las cortinas de plástico y sintió la ansiedad de Setrakian. Se acercaron a Kent, y todos sus signos vitales aumentaron significativamente, lo cual era completamente insólito.

—Igual que el gusano en el frasco —dijo Setrakian—. Él nos siente. Sabe que hay sangre cerca.

—No puede ser —comentó Eph.

Se acercó más y todos los signos vitales de Jim aumentaron, así como su actividad cerebral.

—Jim —le dijo.

Tenía el rostro adormilado y su piel oscura se estaba tornando gris. Eph notó que las pupilas de su compañero se movían rápidamente debajo de los párpados, en una especie de sueño maniaco.

Setrakian corrió la cortina con la cabeza de lobo que coronaba su bastón.

—No se acerque mucho —le advirtió a Eph—. Se está transformando. —Setrakian se llevó la mano al bolsillo de su abrigo—. Saque su espejo, por favor. —Eph tenía un pesado espejo de plata de ocho por diez centímetros en el bolsillo delantero de su chaqueta, uno de los tantos objetos que el viejo había almacenado en su sótano para este tipo de uso—. ¿Puede verse en él?

Eph vio su reflejo en el espejo antiguo.

—Por supuesto.

—Por favor, utilízalo para mirarme.

Eph lo puso en un ángulo para ver la cara del anciano.

—De acuerdo.

—Los vampiros no se reflejan —dijo Nora.

—No exactamente. Por favor, úselo para mirarlo a él, con cuidado —le indicó Setrakian.

El espejo era tan pequeño que Eph tuvo que acercarse a la cama con el brazo estirado y sostener el espejo desde cierto ángulo sobre la cabeza de Jim.

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