Read Nocturna Online

Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (46 page)

BOOK: Nocturna
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La letra roja revelaba un pulso muy tembloroso, al igual que el pasaje subrayado de la Biblia. Las íes minúsculas estaban rematadas con círculos, lo que le confería una apariencia juvenil a la escritura.

Comenzó a leer:

—A mi amado Benjamín y a mi querida Haily…

—No —lo interrumpió Nora—. No lo leas. No es para nosotros.

Tenía razón. Eph buscó la información relevante en la página.

—Los niños están seguros con su tía paterna en Jersey. —Se saltó el resto y sólo leyó la parte final—. Lo siento, Ansel… no puedo utilizar esta llave… sé que Dios te maldijo para castigarme, que nos ha abandonado y ambos estamos condenados. Si mi muerte contribuye a curar tu alma, entonces Él podrá tenerla…

Nora se arrodilló en busca de la llave y retiró el cordón sangriento de los dedos inertes de Ann-Marie.

—Entonces… ¿dónde está?

Escucharon un quejido leve, semejante a un gruñido. Era bestial y glótico, un sonido gutural que sólo podía provenir de una criatura que no fuera humana. El sonido venía de afuera.

Eph se asomó a la ventana. Miró hacia el patio trasero y vio el cobertizo.

Fueron allá y escucharon frente a las puertas cerradas.

Unos arañazos adentro. Sonidos roncos, bajos y ahogados.

Las puertas se
estremecieron
. Algo o alguien las empujó, probando la tensión de la cadena.

Nora tenía la llave. Se acercó a la cadena, introdujo la llave en el candado y le dio vuelta. El cerrojo se abrió.

No se oyó ningún ruido dentro, y Nora retiró el seguro; Setrakian y Eph estaban preparados; el anciano desenvainó su espada de plata del bastón. Ella comenzó a desenrollar la cadena, pasándola entre las manijas de madera… esperando que las puertas se abrieran de inmediato…

Sin embargo, no pasó nada. Nora haló el extremo de la cadena y retrocedió. Eph y ella encendieron sus lámparas UVC. El anciano fijó la vista en las puertas, y al notarlo, Eph respiró profundamente y las abrió.

El interior del cobertizo estaba oscuro. La única ventana que había estaba cubierta con algo, y las puertas abiertas hacia fuera bloqueaban casi toda la luz que llegaba del porche de la casa.

Transcurrieron algunos instantes antes de que vieran la silueta agachada.

Setrakian avanzó y se detuvo a dos pasos de la entrada, con la espada extendida ante el presunto ocupante del cobertizo.

La cosa atacó, persiguiendo a Setrakian y saltando para agarrarlo. El anciano estaba preparado con su espada, pero la cadena se tensionó y la criatura no pudo avanzar.

Le vieron la cara. Tenía la boca abierta, y las encías eran tan blancas que parecía como si los dientes estuvieran adheridos directamente a la mandíbula. Los labios estaban pálidos por la sed y el poco cabello que le quedaba era blanco en las raíces. Estaba en posición supina sobre una cama de tierra, con un collar firmemente amarrado al cuello, penetrándole la carne.

Setrakian preguntó, sin quitarle los ojos de encima a la bestia:

—¿Es éste el hombre del avión?

Eph lo observó. La criatura era como un demonio que había devorado al hombre llamado Ansel Barbour y asumido su forma a medias.


Era
él.

—Alguien lo encadenó —señaló Nora—. Y lo encerró aquí.

—No —replicó Setrakian—. Él se encadenó.

Eph comprendió. Se había encadenado para no atacar a su esposa ni a sus hijos.

—Permaneced atrás —les advirtió Setrakian. Y en ese instante, el vampiro abrió la boca y le lanzó el aguijón a Setrakian. El anciano permaneció erguido, pues el vampiro no podía alcanzarlo a pesar de que el aguijón tenía un metro o más de largo. Se encogió en señal de fracaso, y la masa repugnante le colgó del mentón, revoloteando alrededor de su boca abierta como el tentáculo rosado de alguna criatura de las profundidades oceánicas.

—Santo cielo… —jadeó Eph.

Barbour se encolerizó. Retrocedió con sus ancas y bramó. El espectáculo insólito hizo que Eph recordara que tenía la cámara de su hijo en el bolsillo. Le entregó su lámpara a Nora y sacó la filmadora.

—¿Qué haces? —le preguntó Nora.

Encendió la cámara, y vio a la cosa en el visor. Retiró el seguro de su pistola de clavos automática y le apuntó a la bestia.

Chac-chac. Chac-chac. Chac-chac.

Eph le disparó tres clavos de plata, la herramienta dio un culatazo. Los proyectiles atravesaron al vampiro, desgarrando sus músculos enfermos, y sacándole un grito ronco de dolor que lo hizo desplomarse hacia delante.

Eph siguió grabando.

—Ya basta —dijo Setrakian—. Debemos ser piadosos.

La bestia estiró el cuello debido al dolor. Setrakian pronunció el conjuro y descargó la espada en el cuello del vampiro; su cuerpo colapsó con un estertor en las piernas y los brazos. La cabeza rodó por el suelo, los ojos parpadearon algunas veces, y el aguijón se estremeció como una serpiente moribunda antes de quedar inmóvil. El líquido blanco y caliente manó de la base del cuello, despidiendo un vapor moribundo en el frío aire nocturno. Los gusanos capilares se revolcaron en la tierra como ratas escapando de un barco que naufraga, buscando un nuevo anfitrión.

Nora se tapó la boca para contener el llanto que surgía en su garganta.

Eph miró asqueado, olvidándose de observar por el visor.

Setrakian retrocedió con la espada hacia abajo, la sustancia blanca y viscosa humeando en la cuchilla de plata y salpicando el césped.

—Mirad allí, debajo de la pared.

Eph vio un hueco cavado en el fondo del cobertizo.

—Alguien o algo más estuvo aquí con él —dijo el anciano—. Pero se arrastró y escapó.

Podía estar en cualquiera de las casas que había en el vecindario.

—No hay señales del Amo.

Setrakian negó con la cabeza.

—Aquí no, tal vez en la casa de al lado.

Eph miró bien el cobertizo, tratando de identificar los gusanos de sangre alumbrados por las lámparas de Nora.

—¿Crees que debería irradiarlos? —le preguntó a Setrakian.

—Hay una forma más segura. ¿Ves esa lata roja en el estante?

Eph la vio.

—¿La lata de gasolina?

Setrakian asintió, y Eph comprendió de inmediato. Se aclaró la garganta, levantó la pistola de clavos, apuntó con ella y apretó dos veces el gatillo.

La herramienta era efectiva desde esa distancia. La gasolina brotó de la lata perforada, empapando el estante de madera y cayendo al piso de tierra.

Setrakian se desabotonó el sobretodo y sacó una caja de fósforos de un bolsillo que tenía en el forro. Con uno de sus dedos retorcidos sacó un fósforo de madera y lo encendió después de frotarlo contra el rastrillo de la caja. La llama naranja brilló en la noche.

—El señor Barbour ha sido liberado —dijo.

Arrojó el fósforo encendido y el cobertizo estalló en llamas.

Rego Park Center, Queens

M
ATT EXAMINÓ
varias prendas de ropa juvenil, guardó el lector de códigos de barras con el que hacía el inventario y bajó las escaleras para ir a comer algo. Después de todo, los inventarios a puerta cerrada no eran tan malos. Era el administrador de la tienda y podía modificar su horario de trabajo durante la semana para compensar las horas extras. El resto del centro comercial estaba cerrado, las puertas de seguridad clausuradas, lo que significaba que no había clientes ni multitudes. Además, tampoco tenía que utilizar corbata.

Tomó el ascensor para bajar a la bodega de recibo de mercancías, pues las mejores máquinas expendedoras de golosinas estaban allí. Iba caminando al lado de los mostradores de la joyería del primer piso, comiendo Chuckles (en orden ascendente de preferencia: regaliz, limón, lima, naranja y cereza), cuando escuchó algo en el centro comercial. Se dirigió a la amplia puerta de metal y vio a un guardia de seguridad revolcándose en el piso a tres locales de distancia.

Se estaba agarrando la garganta con la mano como si estuviera malherido o ahogándose.

—¡Oye! —lo llamó Matt.

El guardia lo vio y estiró la mano, no en señal de saludo sino implorando ayuda. Matt sacó el llavero e introdujo la llave más grande en la ranura, levantando la puerta a sólo un metro para deslizarse por debajo y socorrer al hombre.

El guardia de seguridad lo agarró del brazo y Matt lo llevó a un banco cercano junto a la fuente de los deseos. El hombre estaba jadeando. Matt vio que tenía sangre en el cuello, debajo de sus dedos, pero no como para tratarse de una herida de arma blanca. También tenía gotas de sangre en su uniforme, y el pantalón mojado, lo cual evidenciaba que se había orinado.

Matt lo conocía de vista y le parecía arrogante. Era un tipo grande que recorría el centro comercial con los dedos metidos en el cinturón como un
sheriff
sureño. No llevaba puesto el sombrero, y Matt vio que era casi calvo, con apenas un par de mechones negros y grasientos cubriéndole el cráneo. El hombre estaba completamente asustado, aferrándose dolorido al brazo de Matt, sin su hombría habitual.

Matt le preguntó varias veces qué le había sucedido, pero el guardia se limitaba a observar a su alrededor con la respiración entrecortada. Matt escuchó una voz que parecía provenir del receptor del guardia. Matt lo sacó del cinturón.

—Hola, ¿me escuchan? Soy Matt Sayles, administrador de Sears. Uno de sus hombres está herido aquí en el primer nivel. Sangra por el cuello y su estado parece ser grave.

Le respondieron de inmediato.

—Sí; soy el supervisor. ¿Qué está sucediendo?

El guardia intentó decir algo pero sólo salió un silbido de su garganta devastada.

—Fue atacado —respondió Matt—. Tiene contusiones a ambos lados del cuello, heridas y… está completamente asustado. Pero no veo a nadie por aquí…

—Estoy bajando por las escaleras de servicio —dijo el supervisor. Matt escuchó el eco de sus pasos a través del receptor—. ¿Dónde dijiste que…?

La señal se interrumpió. Matt esperó que se reanudara y hundió el botón para comunicarse de nuevo.

—¿Que dónde qué?

Soltó el botón para escuchar, pero nada.

—¿Hola?

Oyó una fuerte interferencia durante casi un segundo, y luego un grito sofocado:

—GGRRGGH.

El guardia se dejó caer del banco y se arrastró hacia el Sears. Matt se puso de pie con el receptor en la mano, y se dirigió hacia el aviso de los baños, pues a un lado estaba la puerta de la escalera de servicio.

Escuchó un golpeteo, como si alguien saltara.

Luego oyó un zumbido. Miró hacia su tienda y vio que la puerta de seguridad estaba casi cerrada. Y él había dejado las llaves dentro.

El guardia herido se había encerrado allí.

—¡Oye;
oye!
—gritó Matt.

Pero antes de poder correr hacia allá, Matt sintió una presencia detrás de él. Vio al guardia retroceder con los ojos desorbitados, trastabillando contra un estante de ropa y arrastrándose. Matt se dio la vuelta y vio a dos chicos con vaqueros sueltos y capuchas que les quedaban excesivamente grandes. Salieron del corredor en dirección a los baños. Parecían drogados, su piel era oscura y amarillenta, y apenas movían las manos.

Seguramente eran drogadictos. Matt se asustó aún más, pues pensó que le habían clavado una jeringa contaminada al guardia. Sacó su billetera y se la lanzó a uno de ellos. El chico no se dio por enterado; la billetera le dio en el estómago y cayó al suelo.

Matt retrocedió hacia la puerta de su tienda, pues los dos tipos se le estaban acercando.

Calle Vestry, Tribeca

E
PH ESTACIONÓ FRENTE
a las dos casas anejas de la residencia de Bolívar, en cuya fachada había un andamio de tres pisos de altura. Se dirigieron a la puerta y vieron que estaba cerrada con tablas. No de manera temporal ni por protección; estaba cubierta con una lámina muy gruesa clavada al marco de la puerta, completamente sellada.

Eph observó la fachada de la edificación bajo el cielo nocturno.

—¿Por qué se estará escondiendo? —dijo. Puso un pie en el andamio, preparándose para subir. Setrakian lo detuvo.

Había testigos en la acera frente a la edificación contigua observándolos desde la oscuridad.

Eph se dirigió a ellos. Sacó el espejo con soporte de plata del bolsillo de su chaqueta, tomó a uno de ellos por el brazo y lo dirigió hacia él para mirar su reflejo, pero su imagen no se movió. El chico, no mayor de quince años, pintado de manera lúgubre con maquillaje gótico y labial negro, se desprendió de Eph.

Setrakian examinó a los demás con su espejo: ninguno se había transformado.

—Son fans —dijo Nora—. Y están en vigilia.

—Idos de aquí—les ordenó Eph. Pero eran jóvenes neoyorquinos y sabían que no tenían por qué irse.

Setrakian miró la casa de Bolívar. Las ventanas estaban oscuras, y no pudo saber si estaban clausuradas o simplemente en proceso de restauración.

—Subamos por el andamio —propuso Eph—. Y entremos por una ventana.

Setrakian negó con la cabeza.

—Es imposible entrar sin que los vecinos llamen a la policía para que te detengan. Recuerda que te están buscando. —Setrakian se apoyó en su bastón y miró de nuevo la casa oscura antes de alejarse—. No; nuestra única opción es esperar. Recojamos un poco de información sobre esta casa y su propietario. Podría ser útil saber primero en dónde nos estamos metiendo.

Bushwick, Brooklyn

L
a primera parada de Vasiliy Fet la mañana siguiente fue en una casa en Bushwick, no muy lejos de donde había pasado su infancia. Las llamadas se habían disparado, y el tiempo habitual de espera, que oscilaba entre dos y tres semanas, se había duplicado. Vasiliy todavía estaba poniéndose al día con el trabajo del último mes, y le había prometido a ese tipo que hoy era el día que iría a su casa.

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