Nocturna (35 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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Ella se dirigió a donde estaba Setrakian, quien encendió su lámpara. La niña le lanzó una mirada inexpresiva y el anciano se le acercó. Sintió el calor de la lámpara y se dio la vuelta para escapar por la puerta.

Eph la cerró de un golpe y el portazo fue tan fuerte que todo el sótano vibró; Eph creyó que la casa se iba a desplomar sobre ellos.

Entonces vieron de lleno a Emma Gilbarton. Tenía un aura violeta a los lados, y Eph vio destellos de índigo en sus labios y en su pequeño mentón. Era una imagen extraña, como la de quien va a una fiesta de música electrónica con maquillaje fluorescente.

Eph recordó que la sangre tenía un color índigo bajo la luz ultravioleta.

Setrakian la alumbró para hacerla retroceder. Su reacción fue instintiva y confusa, y retrocedió como si estuviera frente a una antorcha encendida. Setrakian la persiguió sin compasión y la arrinconó contra una pared. De las profundidades de su garganta brotó un sonido grave y gutural de malestar.

—Doctor —lo apremió Setrakian—, venga de inmediato.

Eph iluminó a la niña con la lámpara después de entregarle el hacha a Setrakian.

El anciano retrocedió. Lanzó el hacha al suelo y sostuvo el bastón, agarrándolo por debajo de la empuñadura con cabeza de lobo. Movió la muñeca con firmeza y retiró la empuñadura.

Sacó una espada de la vaina de madera.

—Apresúrese —dijo Eph, al ver a la niña contra la pared, acorralada por los rayos letales de la lámpara.

La niña vio la espada del profesor, que tenía un resplandor casi blanco, y algo semejante al miedo se reflejó en su rostro, haciéndose cada vez más intenso.

—¡Deprisa! —dijo Eph, queriendo terminar con aquello de una vez por todas. La niña siseó, y Eph vio la sombra oscura en su interior, debajo de su piel; era un demonio luchando por salir.

Nora observó al padre de la niña que yacía en el suelo. Su cuerpo comenzó a moverse y abrió los ojos.

—¿Profesor? —lo llamó Nora.

Pero el anciano estaba totalmente concentrado en la niña.

Nora observó a Gary Gilbarton sentarse y levantarse con sus pies descalzos: era un hombre muerto en pijama y con los ojos abiertos.

—¿Profesor? —dijo Nora de nuevo, encendiendo la lámpara.

La lámpara titiló. Ella la agitó, golpeando el compartimiento de las baterías. La lámpara se encendió y se apagó de manera intermitente.

—¡Profesor! —gritó ella.

El rayo de luz intermitente había captado la atención de Setrakian. Se dio la vuelta para mirar al hombre, que parecía confundido e incapaz de sostenerse. Con destreza antes que con agilidad, Setrakian doblegó a Gilbarton después de clavarle la espada en el estómago y en el pecho, causándole varias heridas, de las que emanó un líquido blanco.

Eph, quien estaba frente a la niña, observando cómo ese demonio se consolidaba en su interior, y sin saber lo que estaba sucediendo a sus espaldas, gritó:

—¡Profesor Setrakian!

El profesor golpeó al hombre en las axilas para que bajara los brazos, le cortó los tendones detrás de las rodillas, y el hombre se desplomó. Setrakian levantó la espada, pronunció unas palabras en una lengua extranjera, como un conjuro o un pronunciamiento solemne, y luego traspasó el cuello del hombre separándole la cabeza del tronco, haciéndola rodar por el suelo.

—¡Profesor! —volvió a llamar Eph, torturando a la niña con la lámpara; a esa niña que tenía casi la misma edad que Zack, sus ojos desorbitados y llenándose de color índigo, lágrimas de sangre, mientras el ser que había en su interior se encolerizaba.

Abrió la boca como si fuera a hablar o a cantar. Siguió abriendo la boca y de detrás de su lengua salió un aguijón. El apéndice se inflamó a medida que la tristeza de la niña se transformaba en hambre, y sus ojos brillaban casi con ansiedad.

El anciano se acercó con la espada.

—¡Retrocede,
strigoi!
—le dijo.

La niña lo miró con sus ojos todavía centelleantes. La espada de Setrakian estaba manchada de sangre blanca. Pronunció las mismas palabras de antes y le descargó la espada con las dos manos sobre el hombro. Eph retrocedió para esquivar el sablazo.

La niña había alzado la mano en señal de protesta, y la espada se la amputó antes de cercenarle la cabeza. El corte fue impecable y completamente plano. La sangre blanca brotó contra la pared de una manera extraña y repugnante, y su cuerpo cayó al piso. La cabeza y la mano de la niña cayeron sobre el cuerpo sin vida de su padre, y la cabeza rodó por el suelo.

Setrakian bajó la espada y le arrebató la lámpara a Eph, alumbrando el corte casi con un gesto triunfal. Pero no había razones para celebrar: Eph vio unos animales que se retorcían en el charco de sangre blanca y espesa.

Eran los gusanos parasitarios. Formaron un ovillo y permanecieron inmóviles al ser golpeados por la luz.

Eph escuchó pasos en las escaleras y vio que Nora se apresuraba hacia el tabique. Corrió tras ella, y por poco tropieza con el cuerpo decapitado de Gary. Salió al césped y respiró el aire nocturno.

Nora corrió hacia los árboles oscuros. Él la alcanzó antes de llegar a la arboleda y la estrechó entre sus brazos. Ella gimió contra su pecho, como si tuviera miedo de permitir que su llanto escapara en la noche, y Eph la mantuvo abrazada hasta que Setrakian salió del sótano.

La respiración del anciano formaba un vaho en la noche fría, y su pecho se agitaba debido al cansancio. Se llevó la mano al corazón. Su cabello blanco se veía brillante y despeinado a la luz de la luna, y le daba el aspecto de un loco, tal como le parecía todo a Eph en ese instante.

Limpió la espada en la hierba antes de enfundarla en el bastón. Unió las dos piezas con firmeza, y el bastón adquirió su aspecto habitual.

—Ya ha sido liberada —dijo—. La niña y su padre descansan en paz.

Se miró los zapatos y los pantalones en busca de sangre de vampiros. Nora lo miró extrañada.

—¿Quién es usted?

—Un simple peregrino —respondió él—. Al igual que usted.

Eph se sentía nervioso mientras iban hacia la camioneta. Setrakian abrió la puerta y sacó otro juego de baterías. Las cambió iluminado por la lámpara de Eph y revisó la luz púrpura contra un costado de la camioneta.

—Esperen aquí, por favor —les dijo.

—¿A qué? —preguntó Eph.

—Ustedes vieron la sangre en los labios y en la barbilla de la niña. Ella ya se había alimentado. Me falta hacer una cosa más.

El anciano se dirigió hacia la casa de al lado. Eph lo observó, y Nora se apartó para recostarse contra la camioneta. Tragó saliva con esfuerzo, como si estuviera a punto de enfermar.

—Acabamos de matar a dos personas en el sótano de una casa.

—Esto no es algo transmitido por seres humanos, sino por quienes han dejado de serlo.

—¡Dios mío! Son vampiros…

—La regla número uno es combatir siempre la enfermedad, y no a sus víctimas —afirmó Eph.

—No se puede satanizar a los enfermos —añadió Nora.

—Sólo que ahora… los enfermos son demonios. Los infectados son vectores activos de la enfermedad y tienen que ser neutralizados, aniquilados, destruidos.

—¿Qué dirá el director Barnes?

—No podemos esperar a que formalice los trámites; esto ha llegado demasiado lejos —contestó Eph.

Guardaron silencio. Setrakian no tardó en regresar con su bastón-espada, y la lámpara aún caliente.

—He terminado —dijo.

—¿Terminado? —exclamó Nora, todavía apabullada por lo que había visto—. ¿Qué sigue a continuación? Estamos hablando de casi doscientos pasajeros más…

—La situación es crítica. Han transcurrido más de veinticuatro horas, y la segunda ola de propagación está acaeciendo en estos momentos.

P
atricia se pasó la mano con fuerza por el cabello, como queriéndose librar de las horas perdidas del día que acababa de transcurrir. Esperó que Mark llegara a casa, no sólo por la satisfacción de librarse de sus hijos y decirle: «Toma, aquí están», sino también porque quería darle la noticia del día: que la niñera de los Luss —a quien Patricia espiaba a través de las cortinas— había entrado en la casa y cinco minutos después había salido corriendo sin los niños, exactamente como si la estuvieran persiguiendo.

¡Los Luss! Esos vecinos podían ser realmente fastidiosos. Siempre que Patricia recordaba a Joan —ese saco de huesos— describir su «cava de vinos de tierra apisonada al estilo europeo», automáticamente hacía un gesto indecente con el dedo del medio. Se moría por saber qué noticias tenía Mark sobre Roger Luss, y si todavía estaba en Europa. Quería intercambiar impresiones con él; las únicas ocasiones en que ella y su esposo parecían sintonizarse era cuando despotricaban de sus amigos, familiares y vecinos. Tal vez el hecho de alegrarse de los problemas ajenos hacía que los suyos y los de su esposo fueran menos perturbadores.

Las noticias escandalosas siempre se acompañaban mejor con una copa de vino Pinot noir, y ella terminó la segunda de un trago. Miró el reloj de la cocina e intentó controlarse, pues Mark se llenaba de impaciencia cuando llegaba a casa y descubría que ella le llevaba dos copas de ventaja. Al diablo con él: pasaba todo el día en la oficina, almorzando y tomándose el tiempo necesario para hacer sus cosas, codeándose con el uno y con el otro mientras tomaba el último tren de regreso a casa. Entretanto, ella permanecía encerrada con la pequeña, apenas un bebé, con Marcus, con la niñera, con el jardinero…

Se sirvió otra copa y se preguntó cuánto faltaría para que Marcus, ese diablito celoso, fuera a despertar a su hermanita. La niñera había acostado a Jacqueline antes de irse, y la pequeña aún no se había despertado. Miró el reloj de nuevo y reparó en el silencio imperante en su casa. Jacqueline dormía como un auténtico bebé. Reanimada por otro sorbo de Pinot, dejó a un lado la revista llena de avisos publicitarios
Cookie
, y subió las escaleras para ver qué estaba haciendo el pequeño terrorista de cuatro años.

Entró en el cuarto de Marcus y lo encontró boca abajo, acostado sobre la alfombra de los Rangers de Nueva York, al lado de la cama en forma de trineo y con el videojuego portátil junto a su mano extendida. Se veía extenuado. Por supuesto, pagaría el precio por la siesta tardía cuando el derviche no pudiera dormir de noche; pero entonces sería el turno de Mark.

Atravesó el corredor, intrigada y frunciendo el ceño al ver unos terrones oscuros sobre la alfombra, seguramente obra del diablillo de Marcus, y llegó a la puerta con la pequeña almohada de seda en forma de corazón que decía: ¡shhh-shhh! Angelito durmiendo, colgada del pomo con un lazo ornamentado. La abrió y se espantó al ver a una persona adulta sentada en la mecedora al lado de la cuna. Era una mujer, meciéndose con un pequeño bulto entre los brazos.

Estaba meciendo a Jacqueline. Sin embargo, todo parecía estar bien: la calidez silenciosa de la habitación, la suavidad de la luz difuminada y la alfombra mullida bajo sus pies.

—¿Quién…? —Patricia avanzó con timidez, y la mujer se dio la vuelta—. ¿Joan? ¿Joan… eres tú? —Patricia se acercó—. ¿Qué estás…? ¿Entraste por el garaje?

Joan —pues sí era ella— se levantó de la silla. La lámpara rosada estaba detrás de la mecedora, y Patricia pudo ver con claridad la extraña expresión en el rostro de su vecina, especialmente su boca, pues la tenía retorcida de un modo extraño. Olía mal, y Patricia pensó inmediatamente en su hermana y en el terrible día de Acción de Gracias del año anterior. ¿Sería que Joan también padecía crisis nerviosas?

¿Por qué estaba en su casa, sosteniendo a la pequeña Jacqueline en su regazo?

Joan estiró los brazos para entregarle a la niña. Patricia la meció e inmediatamente supo que algo iba mal. La inmovilidad de su hija iba más allá de la mera placidez del sueño infantil.

Patricia retiró con ansiedad la manta que cubría la cabeza de Jackie.

La niña tenía los labios abiertos. Sus pequeños ojos eran oscuros y miraban con fijeza. La manta estaba húmeda alrededor de su pequeño cuello. Patricia notó entonces que su mano estaba untada de sangre.

El grito que surgió en la garganta de la madre nunca llegó a su destino.

A
nn-Marie estaba literalmente desesperada. Se encontraba en la cocina, murmurando plegarias y sosteniéndose del lavaplatos como si su casa fuera un bote atrapado en una tormenta marina. Rezaba sin descanso, pidiendo alivio y orientación; un destello de esperanza. Sabía que Ansel no era malo ni lo que parecía ser. Simplemente estaba muy enfermo.
(Aunque había matado a los perros)
. Cualquiera que fuera su enfermedad, pasaría como una fiebre aguda y todo regresaría a la normalidad.

Miró el cobertizo cerrado en el patio oscuro. Todo parecía estar en calma.

Sus dudas volvieron a agobiarla cuando vio el informe noticioso sobre las víctimas del vuelo 753 que habían desaparecido de las morgues. Algo estaba sucediendo, algo terrible
(él había matado a los perros)
, y su abrumadora sensación de pánico se vio mitigada únicamente por los frecuentes recorridos hasta los espejos y el fregadero, para tocarlos y lavarse, tratar de tranquilizarse y rezar.

¿Por qué Ansel permanecía enterrado durante el día?
(Él había matado a los perros)
. ¿Por qué la miraba con tanta ansiedad?
(Sí, él los había matado)
. ¿Por qué no decía nada y sólo gruñía y aullaba
(como los perros que había matado)
?

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