Estaba dejando la copa en el mostrador cuando percibió un movimiento detrás de él. Se dio la vuelta con rapidez; Gabriel caminaba en la oscuridad hacia el baño. Las paredes cubiertas de espejos lo multiplicaban por decenas.
—¡Cielos, Gabe! Me has asustado —dijo Rudy. Gabriel lo miró en silencio y Rudy dejó de sonreír. La luz azul de la BlackBerry era indirecta y tenue, pero la piel de Gabriel se veía oscura, y sus ojos rojos. Llevaba una bata negra y delgada que le llegaba a las rodillas, y estaba sin camisa. Tenía los brazos rígidos y no le ofreció a su mánager ningún gesto de saludo—. ¿Qué te pasa? —Sus manos y su pecho estaban sucios—. ¿Dormiste en una caja de carbón?
Gabriel permaneció allí, repetido hasta el infinito por el efecto de los espejos.
—Realmente apestas —dijo Rudy, tapándose la nariz—. ¿En qué diablos te has metido? —Rudy percibió el extraño calor que emanaba de Gabriel. Acercó el teléfono para iluminarlo, pero sus ojos no reaccionaron a la luz—. Oye, creo que te maquillaste demasiado.
Las pastillas comenzaron a hacerle efecto. El cuarto, con las paredes de espejos, se expandió como en una alucinación. Rudy movió el interruptor de la luz, y el baño se iluminó.
—Oye —dijo Rudy, preocupado por la pasividad de Gabriel—. Puedo regresar después si estás en un viaje de ácido.
Intentó pasar por el lado izquierdo de Gabriel, pero el cantante no se movió. Lo intentó de nuevo, y Bolívar no lo dejó salir. Rudy retrocedió, iluminando a su cliente con su aparato.
—Oye, Gabe, ¿qué diablos…?
Bolívar se abrió la bata, extendió sus brazos como un par de alas, y la prenda cayó al piso.
Rudy jadeó. Gabriel tenía el cuerpo gris y enjuto, pero lo que realmente lo dejó perplejo fue el pubis del cantante.
No tenía vello, era terso como el de una muñeca, y sin órganos genitales.
Gabriel le tapó la boca con fuerza. El mánager comenzó a forcejear, pero ya era muy tarde. Rudy lo vio reírse, pero la risa se desvaneció y algo semejante a un látigo se agitó en su boca. La luz trémula del teléfono —mientras buscaba frenéticamente los números 9, 1 y 1— le permitió ver el aguijón que salía de su boca. Unos apéndices poco definidos se inflaban y desinflaban a los lados, como bolsas de carne esponjosa, flanqueados por ventosas que se abrían y cerraban.
Rudy vio todo esto un instante antes de que el aguijón se clavara en su cuello. El teléfono cayó al piso del baño, detrás de sus pies estremecidos, sin que él alcanzara a hundir la tecla MARCAR.
J
eanie Millsome, una niña de nueve años, no se sentía cansada mientras regresaba a casa con su mamá. Haber visto
La Sirenita
en Broadway había sido una experiencia tan maravillosa que nunca había creído estar tan despierta en su vida. Ya sabía realmente qué quería hacer cuando fuera mayor. Ya no pensaba ser instructora de ballet (pues Cindy Veeley se había fracturado dos dedos mientras daba un salto), ni gimnasta olímpica (el potro de gimnasia la asustaba). Iba a ser (que suenen los tambores, por favor…) una
¡actriz de Broadway!
Se teñiría el pelo de rojo y actuaría en
La Sirenita
representando el papel protagonista de Ariel, y al final se despediría del público con una venia profunda, y después de los atronadores aplausos hablaría con sus jóvenes admiradores, les estamparía su autógrafo en los programas, y sonreiría mientras se tomaban fotos con ella con sus teléfonos móviles. Y entonces, en una noche muy especial, ella escogería a la niña de nueve años más amable y sincera que hubiera entre el público, y la invitaría para que fuera su suplente y su Mejor Amiga Para Siempre. Su madre sería su estilista, y su padre —que permanecía en casa con Justin— sería su mánager, al igual que el papá de Hannah Montana. Y Justin…, bueno, Justin podía permanecer en casa a sus anchas.
Estaba sentada con el mentón sobre la mano, dada la vuelta en la silla del vagón del metro que se deslizaba debajo de la ciudad en dirección sur. Se vio reflejada en la ventana y percibió el resplandor del vagón detrás de ella; las luces titilaban algunas veces, y durante una de esas intermitencias se quedó mirando el espacio abierto que había en la interconexión entre dos túneles. Luego vio algo. No era más que una imagen fugaz y subliminal, como un fotograma perturbador insertado en la cinta de una película aburrida. Todo sucedió tan rápido que su mente consciente no tuvo tiempo de procesar esa imagen que no comprendió. Ni siquiera pudo decir por qué estalló en lágrimas, despertando a su madre, que estaba hermosa con su abrigo y su elegante vestido, y quien la consoló mientras le preguntaba por la causa de su llanto. Jeanie sólo atinó a señalar la ventana. Permaneció apretujada contra el brazo de su madre durante el resto del trayecto.
Sin embargo, el Amo la había visto. El Amo lo veía todo, especialmente cuando se alimentaba. Su visión nocturna era extraordinaria y casi telescópica, con una percepción muy aguda a todas las tonalidades de grises, y registraba las fuentes de calor con un blanco espectral y resplandeciente.
Acababa de terminar, aunque no estaba saciado —nunca lo estaba—, y dejó que su presa se desplomara, soltándola con sus manos enormes en la gravilla, al lado de las traviesas de la vía férrea. Los túneles soplaban vientos que le agitaban la capa, y los trenes aullaban en la distancia, el hierro chocando contra el acero como el grito de un mundo que hubiera advertido súbitamente su regreso.
L
a tercera mañana después del aterrizaje del vuelo 753, Eph llevó a Setrakian a la sede del proyecto Canary del CDC, localizada en el extremo oeste de Chelsea, a una manzana del río Hudson. Antes de que Eph comenzara este proyecto, la oficina de tres niveles había sido la sede local del Programa de Monitorización Médica de Trabajadores y Voluntarios del World Trade Center, liderado por el CDC, el cual investigaba la relación que había entre las tareas de rescate del 11-S y las constantes afecciones respiratorias.
Eph se sobresaltó cuando llegaron a la Undécima Avenida. Dos patrullas de la policía y un par de automóviles con placas oficiales estaban estacionados afuera. El director Barnes finalmente se había salido con la suya, y ellos recibirían la ayuda que tanto necesitaban. Era imposible que Eph, Nora y Setrakian pudieran entablar solos semejante batalla.
La puerta del tercer piso estaba abierta, y Barnes conversaba con un hombre sin uniforme que se identificó como un agente especial del FBI.
—Everett —dijo Eph, aliviado al saber que su jefe había participado personalmente en la gestión de los trámites gubernamentales—. Has llegado en el momento indicado. Era a usted a quien quería ver aquí. —Eph fue directo al pequeño refrigerador que estaba cerca de la puerta. Los tubos de ensayo se sacudieron cuando sacó la botella de leche. Retiró la tapa y bebió con avidez. Necesitaba el calcio del mismo modo en que anteriormente necesitaba el licor. Y comprendió que los seres humanos sustituyen una dependencia por otra. Por ejemplo, la semana anterior Eph había dependido por completo de las leyes de la ciencia y la naturaleza, pero ahora había encontrado el antídoto en unas espadas de plata y en los destellos de la luz ultravioleta.
Apartó la botella de sus labios y comprendió que acababa de saciar su sed a expensas de otro mamífero.
—¿Quién es él? —preguntó el director Barnes.
—Es el profesor Abraham Setrakian —dijo Eph, limpiándose la leche del labio superior. El anciano tenía el sombrero en la mano, y su cabello de alabastro se hacía más notorio bajo las luces del techo—. Han pasado tantas cosas, Everett —dijo Eph, bebiendo el resto del contenido de la botella para mitigar el ardor de su estómago—, que no sé por dónde empezar.
—¿Por qué no comenzamos por los cuerpos que han desaparecido de las morgues? —sugirió Barnes.
Eph retiró la botella de su boca. Uno de los policías se había acercado a la puerta que estaba detrás de él. Otro agente del FBI estaba sentado frente al computador portátil de Eph y parecía examinar sus archivos.
—Oiga —le dijo Eph.
—Ephraim, ¿qué sabes de los cadáveres desaparecidos? —preguntó Barnes.
Eph se quedó un momento estudiando la expresión del director del CDC. Miró a Setrakian, pero el anciano permaneció impasible, sosteniendo el sombrero con sus manos deformes.
Eph miró a su jefe.
—Regresaron a sus casas.
—¿A sus casas? —exclamó Barnes, sacudiendo la cabeza como para oír mejor—. ¿Quieres decir que se han ido al cielo?
—No, Everett. Regresaron al lado de sus familiares.
Barnes miró al agente del FBI que tenía los ojos clavados en Eph.
—Están muertos —señaló Barnes.
—No lo están. Al menos no de la forma en que lo entendemos.
—Sólo hay una forma de estar muerto, Ephraim.
Eph negó con la cabeza.
—Ya no.
—Ephraim. —Barnes dio un paso adelante—. Sé que has estado muy estresado últimamente. Sé que has tenido problemas familiares…
—Un momento. No creo entender qué diablos está pasando aquí —señaló Eph.
—Doctor, se trata de su paciente —intervino el agente del FBI—. El capitán Doyle Redfern, uno de los pilotos del vuelo 753 de Regis Air. Queremos hacerle algunas preguntas sobre él.
Eph ocultó su temor.
—Traiga una orden judicial y con mucho gusto responderé a sus preguntas.
—Tal vez quisiera explicarnos esto.
El agente sacó un lector de vídeo portátil del escritorio y hundió la tecla
Play.
Se veía el cuarto de un hospital en una imagen tomada por una cámara de seguridad. La cámara mostraba a Redfern desde atrás, tambaleándose con el camisón abierto en la espalda. Parecía estar herido y confundido, y no mostraba la menor señal de ser un predador violento. El ángulo de la cámara no permitía ver el aguijón que salía de su boca.
Sin embargo, mostraba a Eph sosteniendo el trépano y cercenándole la garganta a Redfern con la cuchilla circular.
Había un corte en la grabación, y después aparecía Nora en el fondo, tapándose la boca mientras Eph estaba junto a la puerta, con Redfern derrumbado en el piso.
Luego apareció otra secuencia, captada por una cámara en un ángulo más amplio y a una altura mayor que la primera.
Mostraba a dos personas, un hombre y una mujer, irrumpiendo en la morgue donde estaba el cadáver de Redfern, y después salían cargando una bolsa pesada.
Las dos personas se parecían mucho a Eph y a Nora.
El agente detuvo la grabación. Eph miró a Nora, quien estaba conmocionada, y luego al agente del FBI y a Barnes.
—Eso fue… esto fue editado con mala intención. Tiene un corte. Redfern había…
—¿Dónde están los restos del capitán Redfern?
Eph no podía pensar. No podía apartar su mente del fraude que acababa de ver.
—No éramos nosotros. La cámara estaba muy alta como para…
—¿Está diciendo que no eran la doctora Martínez y usted?
Eph miró a Nora, quien hizo un gesto negativo. Ambos estaban demasiado perplejos como para esgrimir una defensa coherente.
—Déjame preguntarte una vez más, Ephraim —dijo Barnes—. ¿Dónde están los cadáveres que han desaparecido de las morgues?
Eph miró a Setrakian, quien estaba cerca de la puerta. Después miró a Barnes. No se le ocurrió nada que decir.
—Ephraim, a partir de este momento cerraré el proyecto Canary.
—¿Qué? —exclamó Eph, reponiéndose de inmediato—. Espere, Everett…
Eph se acercó a Barnes con aprehensión. Los policías se le interpusieron como si se tratara de un criminal peligroso, y Eph se detuvo completamente desconcertado.
—Doctor Goodweather, tiene que acompañarnos —dijo el agente del FBI.
—Ustedes… ¡Un momento!
Eph se dio la vuelta pero Setrakian ya no estaba en la puerta.
El agente envió a dos policías para detenerlo.
Eph miró a Barnes.
—Everett, usted me conoce; sabe quién soy. Escuche lo que voy a decirle. Hay una peste que se está propagando por toda la ciudad; es una plaga como nunca antes se había visto.
—Doctor Goodweather —interrumpió el agente del FBI—, queremos saber qué le inyectó a Jim Kent.
—¿Qué le…
qué?
—Ephraim —dijo Barnes—, llegué a un acuerdo con ellos. Dejarán libre a Nora si aceptas cooperar. Le evitaremos el escándalo del arresto y conservaremos su reputación profesional. Sé que vosotros dos… sois cercanos.
—¿Y en qué se basa para sostenerlo? —Eph miró a sus acusadores, pasando de la sorpresa a la rabia—. Esto es un maldito engaño, Everett.
—Ephraim, apareces en un vídeo atacando y asesinando a un paciente. Has estado presentando unas pruebas de laboratorio con resultados fantásticos que no pueden explicarse bajo ningún parámetro racional, que son infundados y probablemente manipulados.
Eph miró a Nora; quedaría en libertad y tal vez pudiera seguir luchando.
Barnes tenía razón; él no tenía ninguna opción en ese cuarto lleno de representantes de la ley, al menos no en ese momento.
—No dejes que esto te detenga —le dijo a Nora—. Tal vez seas la única que pueda llegar a saber lo que realmente está sucediendo.
Nora negó con la cabeza y se dirigió a Barnes.
—Señor, esto es una conspiración, independientemente de que usted forme parte de ella conscientemente o no…
—Por favor, doctora Martínez —respondió Barnes—. No quede en ridículo una vez más.