No es que yo crea en Dios, pero me fui a confesar para liberarme de la sensación de culpa después de comprobar tres veces en la Wikipedia que el cura no puede contarle nada a la policía. Pero cuando me senté en el confesionario y vi su silueta a través de la celosía fui incapaz de hablar. Allí estaba yo para confesarme con un tipo que no debía de haber hecho nada malo en su vida, como no fuera darle un trago de más al vino de la comunión en algún día tonto. A menos que fuera uno de esos curas que se meten con los niños, en cuyo caso lo sabría todo sobre el pecado, pero como no tenía forma de estar segura no me arriesgué.
Con usted me siento mucho más a salvo. Y para serle sincera me recuerda en cierto modo a Harry Potter. No me acuerdo de cuándo salió el primer libro, si fue antes o después de su juicio por asesinato, pero en todo caso, por si está un poco perdido, le diré que Harry Potter tiene una cicatriz y gafas y usted tiene una cicatriz y gafas, y a él tampoco le escribía nunca nadie. Pero entonces de pronto recibió una carta misteriosa en la que le decían que era mago y su vida se transformó milagrosamente.
Ahora estará usted leyendo esto en su celda y preguntándose: «¿Es que me va a decir
a mí
que
yo
tengo poderes mágicos?», y si puede uno fiarse de la web, apuesto a que se estará imaginando a sí mismo curándole a su mujer las heridas una por una. Vaya, pues siento decepcionarle y todo eso, pero yo no soy más que una chica corriente, no la directora de una escuela de Magia y Brujería. Aun así, créame, si este boli fuera una varita, le daría a usted el poder de devolverle la vida a su mujer, porque eso es una cosa que tenemos en común.
Yo sé lo que se siente.
En mi caso no fue una mujer. Fue un chico. Y lo maté, hace tres meses exactamente.
¿Sabe qué fue lo peor? Que no me pillaron. Nadie se ha dado cuenta de que soy yo la responsable. Nadie tiene ni idea de que ando por ahí como el chico ese, Scot Free, diciendo todo lo que conviene que diga y haciéndolo todo bien, pero por dentro estoy como gritando. No me atrevo a contárselo a mi madre ni a mi padre ni a mis hermanas porque no quiero que renieguen de mí y tampoco quiero ir a la cárcel aunque me lo merezca. Ya ve, señor Harris, soy menos valiente que usted, así que no se sienta tan mal cuando vaya a que le pongan la inyección letal, por la que yo por cierto tampoco me preocuparía demasiado porque mi perro, cuando lo sacrificaron, tenía un aspecto de lo más apacible. La web dice que usted nunca se va a perdonar a sí mismo, pero por lo menos que sepa que hay gente muchísimo peor que usted en el mundo. Usted tuvo las agallas de reconocer su error, y yo en cambio soy demasiado cobarde hasta para revelar mi verdadera identidad en una carta.
Así que sí, puede llamarme usted Zoe. Vamos a hacer como que vivo en el oeste de Inglaterra, no sé, en algún lugar cerca de Bath, que es una ciudad antigua con edificios antiguos y los fines de semana con montones de turistas que sacan fotos del puente. Todo lo demás que le escriba será verdad.
Se despide,
Zoe
Calle Ficticia, 1
Bath
12 de agosto
Querido señor Harris:
Supongo que si ha abierto usted esta carta, será porque está interesado en lo que tengo que decir. Se lo agradezco, pero tampoco le voy a dar demasiada importancia porque, seamos sinceros, se tiene que estar aburriendo en esa celda sin nada que hacer aparte de sus poemas, que por cierto son de verdad muy buenos, sobre todo el soneto sobre inyecciones letales. Los leí en su perfil y ese que habla del teatro me puso triste. Apuesto a que cuando Dorothy se metió por el camino de baldosas amarillas usted no tenía ni idea de que en cuarenta y ocho horas iba a cometer un asesinato.
Tiene gracia que yo sea capaz de escribir eso casi sin pestañear. Sería distinto si yo no lo hubiera hecho también. Antes no me habría acercado a usted ni de lejos, pero ahora estamos en el mismo barco. Exactamente el mismo. Usted mató a una persona de la que se suponía que estaba enamorado y yo maté a una persona de la que se suponía que estaba enamorada, y los dos entendemos el dolor y el miedo y la tristeza y el remordimiento y esos otros cien sentimientos que ni siquiera tienen nombre en toda la lengua inglesa.
Todo el mundo piensa que estoy triste por su muerte, así que tampoco me hacen demasiadas preguntas cuando me ven aparecer toda pálida y delgada, con bolsas debajo de los ojos y el pelo grasiento y hecho una plasta. Mi madre el otro día me obligó a ir a cortármelo. En la peluquería me quedé mirando a los otros clientes preguntándome cuántos de ellos tendrían un muerto en el armario, porque la monja dijo que nadie es perfecto y que todo el mundo tiene una parte buena y otra mala. Todo el mundo. Incluso gente que uno no se espera que tenga un lado oscuro, como por ejemplo Barack Obama o los presentadores de
Blue Peter
. Intento recordármelo a mí misma cuando el sentimiento de culpa se me agudiza tanto que no me deja dormir. Pero esta noche no me ha funcionado, así que aquí estoy de nuevo y con el mismo frío, pero esta vez he cogido la vieja chaqueta de mi padre para tapar la rendija de debajo de la puerta del cobertizo.
No me acuerdo del nombre de la monja, pero tenía una de esas caras de pasa que todavía te las puedes imaginar cuando eran uva porque en algún lugar por debajo de las arrugas hubo una vez algo bonito. Vino a mi instituto una semana antes de que se acabara el curso para darnos una charla sobre la pena de muerte. Cuando hablaba, lo hacía con una voz callada con matices temblorosos, pero todo el mundo le prestaba absoluta atención. Hasta Adam. Normalmente echa la silla hacia atrás y se dedica a lanzarles tapas de bolígrafo a la cabeza a las chicas, pero aquel día pudimos quitarnos las capuchas porque nadie estaba haciendo nada que no debiera, y nos quedamos todos mirando embobados a aquella señora mayor mientras nos hablaba de su trabajo por la abolición de la pena de muerte.
Había hecho un montón de cosas. Peticiones y protestas y artículos en los periódicos y cartas para los criminales, que le habían respondido contándole todo tipo de cosas.
—¿Como sus crímenes y tal? —preguntó alguien.
La monja asintió.
—Algunas veces. Todo el mundo necesita que le escuchen.
Fue entonces cuando se me ocurrió la idea, allí mismo, en mitad de la clase de Enseñanza Religiosa, mientras la monja seguía soltando un montón de cosas de las que ni siquiera me acuerdo. Cuando llegué a casa, subí corriendo las escaleras hasta el estudio sin quitarme los zapatos, a pesar de que mi madre acababa de comprar unas alfombras de color beis. Encendí el ordenador, encontré una página web sobre el Corredor de la Muerte y marqué la casilla que decía «Sí, tengo más de dieciocho años». La mentira no hizo que se apagara el ordenador ni que saltara ninguna alarma. Me llevó directa a la base de datos de criminales que quieren escribirse con alguien y ahí estaba usted, señor Harris, el segundo empezando por la izquierda de la tercera fila de la cuarta página, como si estuviera esperando para oír mi historia.
No es que sea el título más original del mundo pero esto no es ficción, sino la vida real, cosa que a mí me pilla un poco de nuevas. Normalmente escribo literatura fantástica y por si quiere saberlo, el mejor cuento que he escrito en mi vida es «Pelasio el Simpasio», y trata de un bicho peludo y azul que vive en una lata de judías con tomate en el fondo de la despensa de una familia. Lleva años ahí, pero un día a un niño que se llama Mod (su nombre de verdad es Dom, pero a él le gusta darles la vuelta a las cosas) le apetece una tostada con judías, así que abre la lata y la vuelca y Pelasio cae con un
chof
en una fuente para microondas.
Que conste, señor Harris, que no tengo ni idea de cuánto tiempo lleva usted escribiendo poemas, pero yo llevo queriendo ser escritora desde que me leí un libro de los Cinco la primera vez que tuve que hacer un comentario para el colegio. Cuatro estrellas y media sobre cinco le puse, porque el argumento estaba bien y al final encontraban el tesoro, pero ese personaje que se llamaba Jorge y que era poco menos que un imbécil travestido no paraba de hablar con su perro, así que le quité media estrella porque resultaba poco realista.
Ahora se ven un montón de estrellas por la ventana y todas ellas redondas y brillantes. Igual es que los alienígenas le están poniendo a la Tierra un montón de estrellas de puntuación, cosa que solo serviría para demostrar lo mucho que saben. Fuera está todo muy quieto, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento mientras espera a que yo empiece con mi historia, y probablemente usted estará igual, así que aquí voy con ella.
Todo empezó hace un año con una llamada de teléfono inesperada. El pasado agosto tardé una semana entera en armarme de valor para preguntarle a mi madre si podía ir a una fiesta el sábado por la noche. Era una fiesta en una casa, pero no en cualquier casa, sino en la de Max Morgan, y todo el mundo estaba invitado a celebrar el fin del verano porque un par de días más tarde teníamos que volver al insti. Por desgracia había menos de un uno por ciento de probabilidades de que mi madre me dijera que sí, porque en esa época nunca me dejaba hacer nada, ni siquiera ir de compras con Lauren, porque le preocupaba que alguien me raptara y también que no hiciese los deberes.
En nuestra casa no había forma de escaquearse porque mi madre dejó su trabajo de abogada cuando Dot era pequeña. Era una niña enfermiza, siempre estaba entrando y saliendo del hospital, así que supongo que ocuparse de ella era ya un trabajo a jornada completa. Mi madre estaba en casa cuando yo me despertaba para preguntarme qué clases tenía ese día, y estaba cuando yo llegaba a casa para supervisar el trabajo que me hubieran mandado para esa tarde. El resto del tiempo se dedicaba a sus tareas. Con el tamaño que tiene, es difícil mantener la casa como los chorros, aunque no fueran del oro, pero mi madre se las apañaba ciñéndose a un horario estricto. Hasta mientras veía el telediario estaba doblando la colada y emparejando calcetines, y cuando se suponía que estaba en la bañera relajándose se ponía a pasarles un trapo a los grifos para dejarlos relucientes. También cocinaba mucho, y siempre con los mejores ingredientes. Los huevos tenían que ser camperos y las verduras tenían que ser ecológicas y la vaca tenía que haber vivido en el jardín del Edén o en algún lugar sin polución y sin químicos para que la carne no estuviera contaminada de nada que pudiera ponernos enfermos.
Espero que no le importe, señor Harris, pero busqué a su madre en Google (aunque no hubo suerte) para averiguar si era estricta, si le hacía esforzarse en el colegio y ser educado con los mayores y no meterse en problemas y comerse todas las verduras. Espero que no. Sería una lástima pensar que se ha pasado sus años de adolescente masticando brécol, ahora que está encerrado en una celda sin mucha libertad que digamos. Espero que haya hecho algunas locuras, como atreverse a echar a correr desnudo por el jardín de un vecino, que fue lo que pasó en la fiesta del catorce cumpleaños de Lauren después de que yo me fuera a casa más temprano. Cuando me lo contó Lauren en el instituto, puse mi cara habitual de «no me impresiona» para hacerle ver que yo era demasiado madura para esas cosas. Pero cuando la profesora de Historia nos dijo que paráramos de cuchichear y mirásemos la hoja que nos había dado, yo no veía a los judíos, sino solo un montón de tetas que rebotaban a la luz de la luna.
Yo estaba harta de perdérmelo todo. Harta de escuchar sus historias. Y me daba envidia, auténtica envidia, no tener yo también alguna que contar. Así que cuando me invitaron a la fiesta de Max, decidí preguntárselo a mi madre de manera que le fuese imposible decirme que no.
El sábado por la mañana me quedé tumbada en la cama tratando de encontrar la forma de plantear la cuestión antes de que empezara mi turno en la biblioteca, en la que ordeno los estantes por tres libras y media la hora. Fue entonces cuando empezó a sonar el teléfono. Por la voz de mi padre me di cuenta de que era algo serio, así que me levanté de la cama y bajé las escaleras en camisón, exactamente el mismo que llevo ahora, que para su información tiene flores rojas y negras y los puños de encaje. Al cabo de un instante, mi padre se metía en su BMW sin desayunar siquiera y mi madre corría tras él por el camino del jardín con el delantal puesto y unos guantes de fregar amarillos.
«Tampoco hace falta que salgas corriendo», dijo, y ahora, señor Harris, estamos empezando a hablar de conversaciones de verdad. Creo que se las voy a escribir bien para que le resulte más fácil leerlas. Claro que tampoco me acuerdo de todo lo que dijo cada uno, así que lo pongo un poco con mis propias palabras y saltándome algunas partes aburridas, como por ejemplo todo lo que tenga que ver con el tiempo que hacía.
—¿Qué pasa? —pregunté yo, parada en el porche probablemente con cara de preocupación.
—Tómate por lo menos una rebanada de pan tostado, Simon.
Mi padre sacudió la cabeza.
—Tenemos que irnos ya. No sabemos cuánto tiempo le queda.
—¿Irnos? —preguntó mi madre.
—Tú vienes también, ¿no?
—Déjame que lo piense un minuto…
—¡Puede que a él no le quede un minuto! Hay que darse prisa.
—Si tú crees que debes ir, no te lo voy a impedir, pero yo me quedo aquí. Ya sabes lo que pienso de…
—¿Qué pasa? —volví a preguntar. Más alto esta vez. Probablemente con más cara de preocupación. Ellos ni se dieron cuenta.
Mi padre se frotó las sienes, haciendo círculos con los dedos entre los mechones de pelo gris.
—¿Qué le voy a decir después de todo este tiempo?
Mi madre torció el gesto.
—No tengo ni idea.
—¿De qué estáis hablando? —les pregunté.
—¿Tú crees que por lo menos me dejará entrar en su cuarto? —seguía mi padre.
—Por la pinta que tiene la cosa, no estará en situación de enterarse de si estás ahí o no —dijo mi madre.
—¿Quién? —pregunté poniendo los pies en el camino.
—¡Las zapatillas! —me gritó mi madre.
Retrocedí hasta el porche y me limpié los pies en el felpudo.
—¿Me va a contar alguien qué está pasando?
Hubo una pausa. Una pausa larga.
—Es el abuelo —dijo mi padre.
—Le ha dado una embolia —dijo mi madre.
—Ah —dije yo.
Tampoco es que fuera la reacción más solidaria del mundo, pero diré en mi descargo que hacía años que no veía al abuelo. Me acuerdo de la envidia que me dio la galleta que recibió mi padre durante la comunión cuando a nosotras mi madre no nos dejó acercarnos al altar en la iglesia del abuelo. Y me acuerdo de que estuve jugando con el libro de los cánticos, intentando pillarle a Soph los dedos con él y tarareando la música de
Tiburón
mientras el abuelo fruncía el ceño. Él tenía un jardín muy grande con girasoles gigantescos y una vez me construí una guarida en su garaje y él me regaló una botella de un refresco de limón sin gas para que se lo sirviera a mis muñecas. Pero luego un día hubo una pelea y ya nunca volvimos a visitarlo, y no estoy segura de lo que ocurrió, pero sí sé que nos fuimos de su casa sin haber ni comido. Como me rugía el estómago nos permitieron por una vez comer en el McDonald’s y mi madre estaba demasiado alterada para impedirme que me pidiera un Big Mac y una extragrande de patatas fritas.