Le dije a Lauren que iba al baño y a continuación me largué, apretujando cuerpos a mi paso y sumergiéndome por debajo de brazos hasta el recibidor. Él no estaba fuera ni en la cocina ni en la alacena llena de abrigos. Me abrí paso a empujones entre la gente por las estrechas escaleras, empiné mi bebida y fui abriendo puerta tras puerta sin encontrar nada más que cuartos vacíos. Probé con el cuarto de baño del piso de arriba. Y con el de abajo también, rellenándome el vaso por el camino, esta vez nada más que vodka solo, y me lo bebí de un trago mientras lo intentaba con el picaporte.
Giró con facilidad dejando ver un grifo que goteaba y un retrete y contemplé mi cara ceñuda en el espejo, mi reflejo que entraba y salía nadando de mi campo de visión mientras yo me agarraba con fuerza al borde del lavabo. Fui tropezando hasta un pequeño invernadero. Era grande y estaba fresco y oscuro, salvo por la luna, que entraba por el techo de cristal. En la esquina había una butaca con pinta de ser cómoda y me dejé caer en ella mientras el cuarto empezaba a dar vueltas. En el momento en que mi trasero tocaba el cojín, una voz dijo:
—Eh.
Pegué un respingo, pero no era el chico, señor Harris. Era Max Morgan. El mismísimo Max Morgan. Y me estaba sonriendo, con una botella de whisky en la mano. Llevaba la elegante camisa toda salpicada de alcohol y la frente le brillaba de sudor, pero tenía los ojos castaños, castaños de verdad, y el pelo oscuro corto y bien arreglado y su sonrisa era hasta tal punto deshonesta que me dejó totalmente descolocada.
—Eh —volvió a decir Max—. ¿Hannah?
—Zoe —le respondí. Solo que por supuesto no fue eso lo que dije, sino mi verdadero nombre, el que no puedo decirle a usted.
—Zoe —repitió—. Zoe Zoe Zoe. —Soltó un eructo con la boca cerrada, dejándolo escapar luego despacio. De pronto me señaló con el dedo—. ¡Tú estás en mi clase de Francés!
—No.
Max levantó las dos manos y estuvo a punto de caerse al suelo.
—Perdón. Perdón perdón. Es que te pareces a una persona a la que conozco.
—Llevamos tres años en el mismo instituto.
A Max se le escapó por completo mi tono de voz.
—¿Soy yo solo o aquí hace calor de verdad? —Se acercó a trompicones a la puerta del invernadero y trató de abrirla—. Esto está roto. Está rota, Hannah.
Me puse de pie, hice girar la llave y abrí la puerta.
—Es Zoe, y ya está arreglado.
Max hipó.
—Mi héroe. Heroína. Como la droga. —Hizo como si se estuviera pinchando una jeringuilla en el brazo y luego, riéndose de su propia broma, me tendió la botella—. ¿Quieres? —Yo intenté agarrarla, pero Max ya había vuelto a ponerla fuera de mi alcance; dio unos pasos hacia la puerta—. ¿Vienes?
Era una noche calurosa, perfecta para sentarse a disfrutarla. Una brisa me levantaba el pelo y Max me cogió la mano. El estómago me dio un vuelco al ver que nuestros dedos se entrelazaban y me pregunté qué diría Lauren si pudiera ver a Max Morgan pasándome el dedo gordo por los nudillos. Pensé que se lo contaría el lunes por la mañana.
Y entonces Max me llevó a una fuente de piedra que había al fondo del jardín de atrás y había una polilla flotando en el agua. Max la tocó suavemente con la punta del dedo y luego se sentó en la hierba. Dándole tragos al whisky, levantó la vista hacia mí y yo la bajé hacia él y ambos supimos que algo increíble estaba a punto de
…
Max eructó.
—¿Piensas quedarte ahí?
Me senté a su lado al ver que me tendía la botella. Un trago más tampoco me iba a hacer daño. Eso fue lo que me dije a mí misma. Me lo dije a mí misma cada vez que Max me pasaba la botella, con el gollete todo reluciente de saliva a la luz de la luna. Me puso la mano en la pierna y no le dije que parara, ni siquiera cuando empezó a subirla por mi muslo. En cierto punto empecé a hablarle del abuelo, de lo enfermo que estaba y lo en forma que había estado de joven.
—Yo también estoy en forma —dijo Max, y soltó un hipido.
—Eran unos figuras, mis abuelos —añadí, y recuerdo que tenía que hacer un auténtico esfuerzo para no arrastrar las palabras.
—Mis padres también. Antes. Ya no. Ahora ya no hablan siquiera.
—Y bailaban bien de verdad —continué, zigzagueando con las manos juntas para que viera a qué me refería.
—Yo bailo muy bien —dijo Max asintiendo con demasiada energía, su cabeza bamboleándose de arriba abajo en la oscuridad—. Bien de verdad.
—Sí, es verdad —respondí con aire solemne—. Y mis abuelos fueron jóvenes un día. Jóvenes. ¿No te parece raro?
Max volvió a hipar y trató de enfocar mi cara.
—Nosotros somos jóvenes. Somos jóvenes ahora mismo.
—Cierto —dije—. Muy cierto.
Era la conversación más inteligente que nadie haya mantenido jamás y sonreí con aire inteligente por mi gran sabiduría y a saber si también por la bebida. Max se puso muy cerca, rozándome la mejilla con la nariz.
—Eres estupenda, Zoe —dijo, y como había dicho bien mi nombre lo besé en los labios.
De modo, señor Harris, que usted probablemente estará dando vueltas en su cama agobiándose por lo que pueda ocurrir a continuación y apuesto lo que sea a que el somier chirría, porque la comodidad de los criminales tampoco debe de ser una de las prioridades de los presupuestos de la cárcel cuando hay presos que están intentando escaparse. Aunque usted no. Tengo entendido que usted se limita a estar sentado en su celda aceptando su destino, porque piensa que merece morir. Para serle sincera, como que me recuerda a Jesucristo. Usted tiene que cargar con pecados, y él también tenía que cargar con pecados, solo que los de él pesaban más; o sea, imagínese lo que deben de pesar todos los pecados del mundo.
Si de hecho se pudiera calcular, vertiendo los pecados en una balanza como si fuesen harina con levadura, no tengo ni idea de qué delito sería el peor, pero tampoco creo que fuera el suyo. Yo creo que muchos hombres habrían hecho lo mismo después de lo que le contó su mujer. Acuérdese de eso cuando se sienta culpable. Yo hace un par de meses me imprimí una lista de todos los responsables de genocidio, y por las noches, cuando no puedo dormir, en lugar de contar ovejas, cuento dictadores. Los hago saltar por encima de una valla, Hitler y Stalin y Sadam Huseín pegando brincos con sus uniformes y sus bigotes oscuros ondeando al viento. Igual debería usted probarlo.
Me digo a mí misma que yo no podía saber lo que iba a pasar cuando hace un año Max me rodeó con su brazo en el jardín, intento recordar cómo me dejé llevar en el momento, casi incapaz de andar mientras Max tiraba de mí hacia dentro y cruzábamos la casa hasta su cuarto. Olía a polvo y a pies y a loción para después del afeitado. Max le dio al interruptor de la luz y cerró la puerta mientras yo me tropezaba con unos calzoncillos que estaban hechos una bola en la moqueta. Una mano en mi espalda me empujaba hacia la pared. Eché una mirada por encima del hombro para verle a Max la sonrisa. Me empujó con más fuerza. Mis manos tocaron la pared y luego mi cuerpo y luego mi cabeza, todos ellos apretados contra un póster de una mujer desnuda. El póster estaba fresquito, así que apoyé la frente en la tripa de la modelo mientras Max me besaba el cuello. Era una sensación hormigueante, exactamente igual que si la electricidad tuviera boca.
Esa fue la chispa que nos hizo explotar y ponernos en acción: manos tocando y labios hambrientos y la respiración corriéndonos acelerada por las gargantas. Max me volvió la cara y me metió la lengua en la boca. Me rodeó con los brazos y mis pies se despegaron de la moqueta. Mis manos se agarraron a sus hombros porque la cabeza me daba vueltas y el cuarto giraba, las cortinas azules y las paredes blancas y una mesa vacía y una cama revuelta que se lanzaba de golpe contra nosotros en el momento de tirarnos sobre ella de un salto.
Max estaba encima de mí, con una mirada intensa y concentrada mientras se sumergía en el beso. Sus labios encontraron mi mejilla y mi oreja y mi clavícula, desplazándose hacia abajo por mi piel mientras él tiraba de mi camiseta hacia arriba. Yo iba sin sujetador, y allí estaban mis pechos en medio de la habitación de un chico, pálidos y puntiagudos, y Max mirándomelos con la boca abierta. Y luego tocándomelos. Suavemente al principio y luego cada vez más fuerte, y él sabía tan bien lo que estaba haciendo y a mí me daba tanto gusto que gemí. Cerré los ojos mientras los labios de Max encontraban mi pezón y probablemente en este punto, señor Harris, es donde deberíamos dejarlo por esta noche, porque tengo clase por la mañana y además me estoy poniendo roja como un tomate.
Lo crea o no, la araña sigue ahí, mirando por la ventana del cobertizo hacia la negrura y la luz de las estrellas, y si me pregunta, señor Harris, debe de estar dormida, porque, con todo lo alucinante que es el universo, no creo que nadie pueda pasarse tanto tiempo mirándolo sin aburrirse, a menos que sea Stephen Hawking. Me pregunto si alcanza usted a ver el cielo desde su celda y si piensa alguna vez en las galaxias y en que no somos más que un puntito minúsculo en toda esa infinitud. A veces trato de imaginarme mi casa en su urbanización de las afueras de la ciudad, y luego hago zoom hacia atrás para ver el mundo entero, y luego vuelvo a hacer zoom para atrás y veo el universo entero. Hay soles abrasadores y profundos agujeros negros y meteoritos y me diluyo en el vacío y el daño que he hecho no es más que un destello microscópico entre las potentes explosiones cósmicas.
Hubo una potente explosión cósmica en el coche de mi madre a la vuelta de la fiesta de Max. A saber cómo, me las arreglé para estar en la puerta a las once. Me iba poniendo sobria a toda velocidad, pero no había forma de disimular el olor. Por supuesto que en cuanto a mi madre le llegó un efluvio de alcohol se montó una buena. No me acuerdo de lo que dijo, pero vinieron a ser gritos sobre la decepción y enfado por faltar a su confianza, y se pasó todo el camino hasta casa chillándome mientras a mí estaba empezando a explotarme la cabeza. Mi padre se unió también cuando llegamos a casa, pero cuando me mandaron a la cama escondí la cara en la almohada y sonreí.
El Chico de Ojos Castaños. ¿Quién demonios era? y ¿dónde se había metido? y ¿volvería a verlo alguna vez? Y Max. ¿Qué iba a pasar cuando nos viéramos en el instituto?, ¿me iba a besar, más que probablemente detrás del contenedor de reciclaje para que no nos vieran los profesores? Me volví boca arriba y me maravillé de que hubiera dos chicos que podrían estar interesados en mí cuando unas cuantas horas antes no había ninguno, y mientras me iba quedando frita me descubrí a mí misma dándole las gracias al abuelo. Había ido a la fiesta solo por su embolia, señor Harris, y aunque me había metido en un lío y muy probablemente estaba castigada para el resto de mi vida, no podía evitar pensar en ello como en un golpe de suerte.
Se despide,
Zoe
Calle Ficticia, 1
Bath
17 de septiembre
Querido señor Harris:
Por una vez no me estoy clavando los azulejos en las piernas porque he cogido mi almohada antes de salir de puntillas de casa. La he puesto encima de la caja y me ha quedado bastante cómodo, aunque hay un poco de humedad. He debido de sudar en sueños, por lo auténtico que resultaba todo con la lluvia y los árboles y la mano desapareciendo. Apuesto a que usted está ya curtido en todo eso, así que tampoco hace falta que le venga yo a contar el miedo que daba. Probablemente usted tendrá pesadillas todo el rato, como por ejemplo cuando el guardia apaga la luz, apuesto a que usted se transporta de golpe al momento en que su mujer le contó la verdad.
Tiene gracia pensar que su mujer no tuvo la culpa de que le condenaran a usted con la pena de muerte. Yo eso al principio no lo entendí. No se ofenda ni nada, pero lo de apuñalar a la mujer con la que uno lleva diez años casado suena muchísimo peor que lo de pegarle un tiro a la primera vecina a la que se le ocurre aparecer por allí con tartaletas de confitura porque es Navidad. Pero luego el artículo, que para su información lo encontré en Google, decía algo de un crimen pasional. Que cuando atacó a su esposa, usted no tenía la cabeza en su sitio. Que estaba ciego de rabia y se le calentaron tanto los cascos, tanto que apuesto a que no veía más que lo ligeros que los tenía su mujer, cosa que también encaja, porque así es como llaman a las mujeres que se han liado con otro. Ligeras de cascos.
Para los jueces estadounidenses, dejarse llevar por la rabia no es tan malo como matar a sangre fría. A la mañana siguiente, al ver que no le abría la puerta, su vecina se metió como una tromba en su casa. Si me pregunta, para mí eso es tener muy poca educación, pero supongo que su vecina aprendería la lección cuando una bala le voló la tapa de los sesos. Cargarse a un testigo potencial ya era mucha frialdad. De acuerdo con el jurado, usted sabía perfectamente lo que estaba haciendo en el momento de apretar el gatillo y cuando le dio de comer aquellas tartaletas a su perro. Se pasó usted tres días huyendo, pero el sentimiento de culpa fue más fuerte y se entregó.
A veces pienso que más me valdría a mí hacer eso mismo. Cada vez me resulta más difícil disimular ahora que he vuelto a empezar el instituto. Y ahora que también la madre de él está husmeando todo. Ahí estaba yo en clase de Lengua con mi teléfono en la mano, y, antes de que me lo diga, ya sé que habría sido mejor no estar echándole miraditas, pero estaba controlando la hora, esperando a que llegara la de comer para poder escaparme con Lauren. Nos hemos acostumbrado a ese plan de coger unos sándwiches y escondernos de los ojos curiosos en la sala de música, en este cuarto lleno de instrumentos de metal. Ella se sienta en la funda de una trompeta y yo me apoyo en la pared con los pies encima de un trombón y tampoco es que hablemos mucho, solo nos quejamos de que el pepino del sándwich está revenido y los tomates, duros, o de que el pollo está correoso.