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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (33 page)

BOOK: Nuestra especie
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¿Guerras cinegéticas?

E1 problema de conseguir suficientes grasas y proteínas animales parece ser la causa subyacente de la intensa actividad bélica y del complejo de supremacía masculina de los yanomamis. A diferencia de los !kung y de los aborígenes de Queensland, los yanomamis practican una forma rudimentaria de agricultura consistente en talar y quemar de vez en cuando unas pocas áreas de bosque para cultivar plátanos y bananas en las cenizas, ricas en nitrógeno. En el bosque crecen espontáneamente productos vegetales proteináceos y oleaginosos como, por ejemplo, el fruto de palma, pero sólo se pueden obtener de forma intermitente o por temporadas, y no constituyen sustitutos eficaces de la carne.

Contrariamente al concepto de la Amazonia como una región rebosante de caza mayor, las especies cinegéticas de gran tamaño son escasas, mucho más que en las praderas abiertas. Por lo que respecta a la vida animal, lo que abunda en las junglas son insectos y lombrices de tierra, debidamente consumidos por los pueblos autóctonos, aunque de forma estacional o bajo la presión de la escasez, cuando no pueden encontrar otras fuentes de carne animal. Como indiqué al examinar los gustos adquiridos, la preferencia por los animales de gran tamaño universalmente observada entre los pueblos organizados en bandas y aldeas refleja los costes prohibitivos de capturar y preparar miles de criaturas pequeñas y dispersas para obtener un valor alimentario equivalente al de una sola de gran tamaño. Los yanomamis, sin estar subalimentados, presentan no obstante altos niveles de infanticidio femenino, que dan lugar a tasas de masculinidad entre el nacimiento y los catorce años de aproximadamente 130 varones por cada 100 hembras. Es probable que esta práctica forme parte de un intento de frenar o invertir los rendimientos decrecientes de la caza y que refleje un considerable grado de presión demográfica, a pesar de la vasta extensión de jungla a su disposición.

A medida que aumenta el tamaño de las aldeas yanomamis, la caza debe buscarse en territorios cada vez más distantes, con lo que desciende el consumo de carne percápita. Los ataques de unas aldeas contra otras contribuyen a frenar o invertir temporalmente este declive al dispersar y diezmar la población regional.

Según Kenneth Good, que los ha estudiado a lo largo de más de diez años, los yanomamis viven virtualmente obsesionados por el problema de asegurarse un suministro regular de carne. Pero a pesar de su ansia de carne, sólo la consumen un promedio de una o dos veces por semana. Good comprobó, además, que la eficacia cinegética disminuye rápidamente en las zonas próximas a las aldeas, lo cual exige frecuentes expediciones de caza de larga distancia en las que, a veces, participa la aldea entera, formando prolongadas columnas. De no ser por estas dilatadas estancias fuera de la aldea, las especies de caza en las cercanías de ésta no tardarían en verse completamente exterminadas.

Algunos especialistas en la Amazonia han criticado la teoría que atribuye la actividad bélica de los yanomamis a los agotamientos cinegéticos. Hacen hincapié en el hecho de que éstos no presentan síntomas clínicos de desnutrición. Asimismo han mostrado que, al menos, en una aldea con una población de treinta y cinco habitantes el consumo total de proteínas percápita y día asciende a setenta y cinco gramos por adulto, esto es, mucho más de lo recomendado por la FAO. También han demostrado que las aldeas yanomamis con bajos niveles de consumo de proteínas (36 gramos) parecen practicar la guerra con tanta asiduidad como las que presentan altos niveles de consumo (75 gramos) por adulto.

Pero como indican los estudios de Good, la cantidad diaria media de carne producida puede inducir a error. Debido a las oscilaciones en cuanto al número y al tamaño de los animales capturados, la mayor parte del tiempo se dispone de poco o nada de carne y, como ya advertí anteriormente, la ausencia de síntomas clínicos de subalimentación no se puede interpretar como prueba de la inexistencia de presión demográfica. El hecho de que la actividad bélica sea igual de intensa en aldeas con bajos y con altos niveles de consumo de carne tampoco se puede interpretar como prueba de la ausencia de tal presión. La guerra enfrenta necesariamente a aldeas en diferentes fases de crecimiento y de agotamiento de los recursos; los grupos con niveles de consumo más bajos y poblaciones más numerosas escogerán como objetivos a grupos más reducidos con niveles de consumo más elevados.

Como alternativa a estas explicaciones belicocinegéticas, Napoleon Chagnon propone que los varones yanomamis hacen la guerra para maximizar su éxito reproductor. No es sólo que los guerreros capturen mujeres y se las lleven a la aldea para convertirlas en sus esposas; gracias a su bravura en el combate, el guerrero intimida a las gentes de la aldea, se casa antes, tiene más esposas y aventuras amorosas, y por lo tanto más hijos. Dejando a un lado las reservas, expresadas en capítulos anteriores, respecto de la capacidad del éxito reproductor para gobernar la selección cultural, el fallo en esta argumentación radica en el elevado índice de infanticidio femenino de los yanomamis, método sumamente eficaz para reducir, no para potenciar, el éxito reproductor. La mejor manera de satisfacer el deseo de mujeres de los varones yanomamis consistiría en criar más niñas que niños. ¿Por qué hacen justamente lo contrario? Porque en su esfuerzo por obtener una dieta nutritivamente adecuada a partir de su hábitat selvático, han rebasado el punto de los rendimientos decrecientes y, por ende, están sometidos a la presión de limitar su crecimiento demográfico. Es esta presión la que les hace ser tan belicosos y es esta belicosidad la que les hace ser unos consumados machistas.

Veamos si esta lógica se aplica a los papúas, todavía más machistas y sexistas que los yanomamis.

Papúas hambrientos

Inicialmente, podría parecer que los rendimientos decrecientes no deberían someter a los belicosos papúas a una tensión tan acuciante como a los yanomamis, ya que su suministro de alimentos vegetales y de proteínas y grasas animales se basa, respectivamente, en el cultivo de variedades domésticas de batata y la cría de variedades domésticas de cerdos. Pero la densidad demográfica de los grupos de las tierras altas es mucho más elevada que la que cabe encontrar en cualquier grupo amazónico organizado en aldeas (20 habitantes por kilómetro cuadrado en comparación con menos de uno por kilómetro cuadrado), y de ahí que la relación entre recursos alimentarios y demanda de grasas y proteínas animales sea todavía más precaria que entre los yanomamis. Además, los papúas no sólo se enfrentaban al problema de los rendimientos decrecientes; también tenían que vérselas con graves agotamientos de sus recursos básicos. Como los yanomamis, los papúas plantan sus huertos en terrenos donde se han talado y quemado los árboles, cuyas cenizas aportan fertilizantes para los cultivos. Sin árboles que quemar, los papúas no pueden practicar la agricultura ni alimentarse o alimentar a sus cerdos (al menos hasta que cambien a una forma de cultivo más intensiva y compleja). Su densidad demográfica es demasiado alta para que se puedan permitir el lujo de espaciar las cosechas con objeto de que se regeneren los árboles tras la tala y quema. El resultado ha sido que las praderas han sustituido a los bosques en extensos territorios y está fuera de toda duda que las feroces guerras que libran estos pueblos tienen como objetivo principal la expropiación forzosa de tierras aptas para el cultivo. Aquí, abundan los indicios de deficiencias proteinico calóricas, que dan testimonio de una presión demográfica más intensa que en los casos anteriores. Particularmente subalimentados se encuentran los niños, las mujeres y los ancianos, que subsisten principalmente a base de batatas, fibrosas y de escaso contenido proteínico, consumiendo de manera muy ocasional e irregular carne de cerdo.

Además, estos grupos empleaban sistemas onerosos de limitar la reproducción. En el grupo gahuka-gama, por ejemplo, donde las familias tenían como promedio un único hijo, los varones estaban firmemente convencidos de que sus mujeres, cada vez que quedasen embarazadas tratarían o bien de abortar, o bien de matar al recién nacido. El grupo vecino, los bena-benas, practicaba el infanticidio femenino y llegaba a afirmar que lo hacía porque las niñas no pueden convertirse en guerreros. Recuérdese que, durante largos períodos del año, muchos grupos de las tierras altas prohibía el coito heterosexual, sustituyéndolo por la práctica obligatoria del coito homosexual con motivo de los rituales asociados a los cultos masculinos.

Lo que los papúas ganaron gracias al cultivo de batatas y la ganadería porcina lo perdieron en animales y plantas silvestres que antes poblaban los bosques. Así, pese a poseer cerdos domésticos, estaban, si cabe, más obsesionados que los yanomamis con la obtención de un suministro constante de carne. Los varones comían mejor que las mujeres y niños porque monopolizaban su consumo. Para satisfacer su apetencia de carne, las mujeres y los niños tenían que contentarse con insectos, ranas y ratones. Nada que reptara o se arrastrase era despreciado. Las comadronas se comían incluso las placentas de los neonatos y a tales extremos llegaba el ansia de proteínas y grasas de origen animal que a las mujeres fores les dio por desenterrar los cadáveres parcialmente descompuestos de los parientes fallecidos y devorar su carne. También se comían los gusanos, que consideraban un bocado exquisito. Y tal vez esto explique por qué dejaban que los cadáveres empezaran a descomponerse antes de comerlos. ¿Es acaso sorprendente que estas gentes quisieran exterminar a sus vecinos y ocupar sus tierras?

Permítaseme recalcar, para no ser mal interpretado como en anteriores escritos sobre la relación entre sexismo y guerra, que la fórmula «a más guerra más sexismo» se aplica a las sociedades organizadas en bandas y aldeas, pero no a las jefaturas y Estados. A diferencia de las primeras, las jefaturas libran guerras con enemigos distantes. Esto mejora, en vez de empeorar, el estatus femenino. Y en sociedades de nivel estatal, la mayoría de los varones ya no poseen armas ni reciben ese entrenamiento en su manejo que los convierten en adversarios tan formidables entre los yanomamis y los sambias. Pero, primero, permítaseme ocuparme de las repercusiones de la guerra en tierras distantes sobre las jerarquías socio sexuales.

Cuando las mujeres mandan en casa

Una de las circunstancias que hace que la vida sea tan difícil para las mujeres yanomamis y de Papúa Nueva Guinea es que las sociedades en que viven practican la patrilocalidad. Es decir, cuando se casan, abandonan la aldea o zona en que viven su padre, madre y hermanos y se trasladan a la de los parientes paternos de sus maridos. Esto las aísla de sus parientes más próximos, que, de otro modo, podrían intervenir si aquéllas padecieran malos tratos. En las sociedades aldeanas de carácter patrilocal, las mujeres sufren la doble desventaja de provenir normalmente de aldeas diferentes y de ser hasta cierto punto unas forasteras tanto frente a otras mujeres como frente a los parientes del marido, en tanto que todos los varones han convivido desde la primera infancia y se conocen íntimamente. La práctica de la patrilocalidad en estas aldeas refleja claramente la influencia del conflicto bélico ya que la victoria en la guerra de pende de la constitución de equipos de combate, equipos de varones que se han ejercitado juntos, confían unos en otros y tienen motivos para detestar y matar al mismo enemigo. ¿Qué mejor manera de formar equipos de combate que satisfagan estos criterios que hacer que éstos se compongan de padres, hijos, hermanos, tíos y sobrinos paternos corresidentes?

Pero para poder permanecer juntos tras el matrimonio, estos varones emparentados por línea paterna deben llevarse a sus esposas a vivir con ellos, en vez de marcharse a vivir con las familias de las esposas. Hay un inconveniente. El éxito en la guerra de incursiones depende no sólo de un trabajo en equipo bien coordinado, sino también del tamaño de la fuerza de combate. Para los grupos que viven en pequeñas aldeas, la única posibilidad de agrandar la fuerza de combate consiste en celebrar alianzas con las aldeas vecinas.

Desde una perspectiva evolutiva, cabe considerar las alianzas militares en parte como causa y en parte como efecto del proceso de transformación de las unidades políticas basadas en una sola aldea en jefaturas más complejas y de mayores dimensiones basadas en una serie de aldeas. A medida que avanza esta transformación, las aldeas no aliadas van retrocediendo a distancias cada vez mayores y sólo resultan alcanzables después de varias jornadas de marcha. Ahora, las fuerzas de combate, integradas por varios centenares de hombres procedentes de diversas aldeas, realizan campañas que se prolongan durante meses y que están motivadas por la perspectiva de poder cazar en lejanas tierras de nadie, comerciar con aldeas remotas o efectuar incursiones contra los graneros y almacenes del enemigo.

Pero estas largas estancias lejos de sus campos, cultivos y almacenes le plantean un dilema al varón. ¿Quién cuidará de ellos en su ausencia? Su esposa no es de fiar pues, como señalé, procede de otra aldea y es leal a su propio padre, a su propio hermano y a otros parientes paternos, no a su marido y a los parientes de éste. La mujer más digna de confianza es la hermana, única que comparte con él intereses comunes en las tierras y propiedades paternas. Por lo tanto, con suma frecuencia los hombres obligados a permanecer lejos de su aldea durante semanas y aun meses se niegan a permitir que la hermana siga la regla patrilocal, no dándola en matrimonio a menos que el marido acceda a vivir con ella, y no al contrario. A medida que un número cada vez mayor de hermanos y hermanas adopta esta estrategia, la norma de residencia patrilocal cede gradualmente paso a la norma opuesta: la residencia matrilocal. Esta norma, seguida con constancia a lo largo de varias generaciones, da lugar a la corresidencia continua de madres, hermanas e hijas. Los maridos se convierten en extraños; son ellos los que se sienten aislados y deben vérselas con un frente unido de miembros del sexo opuesto que llevan toda la vida viviendo juntos. Así pues, allí donde prevalece la matrilocalidad el control de la esfera doméstica tiende a concentrarse, en su totalidad, en manos de las mujeres. Los maridos dejan de ser residentes permanentes para convertirse en una especie de visitantes y el divorcio es frecuente y tan fácil para las mujeres como para los hombres. Si un varón maltrata a la esposa o ésta se harta de él, ella y sus hermanas, madre y tías maternas lo expulsan sin miramientos, enviándolo de vuelta a su propia familia materna. Y el hecho de que el marido se encuentre a menudo ausente hace tanto más sencillo el divorcio.

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