Read Nuestra especie Online

Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (36 page)

BOOK: Nuestra especie
5.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Volviendo a los años de vida ganados por la mujeres en los países desarrollados, ¿existen cambios genéticos experimentados por las mujeres que puedan explicar estas ganancias? Ninguno en absoluto. Por lo tanto, todas las diferencias en materia de esperanza de vida femenina entre países desarrollados y subdesarrollados, así como todos los cambios operados desde comienzos de siglo en las esperanzas de vida femeninas en los países desarrollados son producto de la selección cultural. En tal caso, la cuestión que debería preocuparnos fundamentalmente no es si la vida de los varones es, por naturaleza, más corta que la de las mujeres, sino por qué los cambios e intervenciones culturales no consiguieron elevar la esperanza de vida masculina al menos en el mismo número de años que la femenina. Este fracaso, como mostraré a continuación, no se debe a que se haya alcanzado el techo biológicamente determinado de la longevidad masculina; antes bien, es una consecuencia culturalmente determinada del machismo.

El coste oculto del machismo

¿Puede el fracaso masculino a la hora de elevar su esperanza de vida tan rápidamente como las mujeres explicarse íntegramente en función de prácticas, sociales y clínicas, modificables? No veo razón alguna para dudarlo. Los varones fuman más que las mujeres, comen mayores cantidades de carnes rojas ricas en grasas, beben más alcohol, toman más drogas duras, se exponen a mayores cantidades de sustancias industriales tóxicas, corren mayores riesgos en el puesto de trabajo, conducen más deprisa e imprudentemente y desarrollan con mayor frecuencia personalidades competidoras generadoras de tensión. Como resultado, fallecen más a menudo a causa de ataques cardiacos, apoplejías y otras dolencias cardiovasculares, cánceres de pulmón y cirrosis hepáticas, accidentes automovilísticos y laborales, así como homicidios y suicidios. Los estudios demuestran que sólo el tabaquismo podría ya explicar la mayor parte de la actual diferencia de longevidades.

La macabra ironía de esta saga de infortunios es que refleja fielmente el papel social machista tradicionalmente atribuido al sexo masculino. ¿Acaso no se ha educado a nuestros jóvenes en la creencia de que es varonil consumir grandes cantidades de carne, fumar dos paquetes al día, aguantar más que nadie bebiendo, apechugar con las incomodidades, correr riesgos, conducir deprisa, ser rápido al desenfundar y no mostrar miedo? Esto me induce a plantearme si el extraño silencio que rodea el asunto de la diferencia de longevidades no será en sí mismo un producto lateral involuntario del síndrome machista y de los antagonismos que el machismo ha sembrado entre hombres y mujeres. ¿No habrán decidido los varones portarse sencillamente como hombres y no lloriquear ni quejarse? Los hombres sólo pueden culparse a sí mismos. No podía esperarse que las mujeres se adelantaran a revelar el secreto cultural de su mayor longevidad. Para las feministas, que aducen que las mujeres son víctimas del sexismo, el hecho de que éstas sobrevivan a los hombres es poco conveniente desde el punto de vista político. ¿Quién oyó jamás hablar de siervos, campesinos, esclavos, pueblos colonizados, parias o proletarios oprimidos que fueran más longevos que sus opresores? Y naturalmente no todas las mujeres temen la muerte temprana de sus esposos, especialmente si se trata de machistas titulares de sustanciosos seguros de vida.

Independientemente de cómo se decida explicar la infravaloración de la diferencia de longevidades en cuanto cuestión social, reviste importancia, a mi juicio, que tanto los hombres como las mujeres comprendan lo que en realidad representa: no el precio que los varones pagan por nacer con cromosomas XY, sino el que tienen que pagar para poder cumplir con las expectativas de la imagen machista, culturalmente determinada, de lo que debe ser el varón.

A estas alturas supongo que debe estar ya claro por qué los diversos grados y clases de subordinación relacionados con las diferencias sexuales humanas son fruto, primordialmente, de una selección cultural más que natural. ¿Cabe afirmar lo mismo de las distinciones de rango en general? ¿Nos obligan nuestros genes a vivir siempre en grupos divididos en encumbrados y poderosos, por una parte, y débiles y humildes, por otra? Y si no es así, ¿por qué la jerarquía es omnipresente en nuestras vidas?

¿Había vida antes de los jefes?

¿Puede existir la humanidad sin gobernantes ni gobernados? Los fundadores de la ciencia política creían que no. «Creo que existe una inclinación general en todo el género humano, un perpetuo y desazonador deseo de poder por el poder, que sólo cesa con la muerte», declaró Hobbes. Éste creía que, debido a este innato anhelo de poder, la vida anterior (o posterior) al Estado constituía una «guerra de todos contra todos», «solitaria, pobre, sórdida, bestial y breve». ¿Tenía razón Hobbes? ¿Anida en el hombre una insaciable sed de poder que, a falta de un jefe fuerte, conduce inevitablemente a una guerra de todos contra todos? A juzgar por los ejemplos de bandas y aldeas que sobreviven en nuestros días, durante la mayor parte de la prehistoria nuestra especie se manejó bastante bien sin jefe supremo, y menos aún ese todopoderoso y leviatánico Rey Dios Mortal de Inglaterra, que Hobbes creía necesario para el mantenimiento de la ley y el orden entre sus díscolos compatriotas.

Los Estados modernos organizados en gobiernos democráticos prescinden de leviatanes hereditarios, pero no han encontrado la manera de prescindir de las desigualdades de riqueza y poder respaldadas por un sistema penal de enorme complejidad. Con todo, la vida del hombre transcurrió durante 30.000 años sin necesidad de reyes ni reinas, primeros ministros, presidentes, parlamentos, congresos, gabinetes, gobernadores, alguaciles, jueces, fiscales, secretarios de juzgado, coches patrulla, furgones celulares, cárceles ni penitenciarías. ¿Cómo se las arreglaron nuestros antepasados sin todo esto?

Las poblaciones de tamaño reducido nos dan parte de la respuesta. Con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo el mundo se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco vinculaban a la gente. La gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía porque esperaba ofrecer. Dado que el azar intervenía de forma tan importante en la captura de animales, en la recolecta de alimentos silvestres y en el éxito de las rudimentarias formas de agricultura, los individuos que estaban de suerte un día, al día siguiente guien te necesitaban pedir. Así, la mejor manera de asegurarse contra el inevitable día adverso consistía en ser generoso. El antropólogo Richard Gould lo expresa así: «Cuanto mayor sea el índice de riesgo, tanto más se comparte». La reciprocidad es la banca de las sociedades pequeñas.

En el intercambio recíproco no se especifica cuánto o qué exactamente se espera recibir a cambio ni cuándo se espera conseguirlo, cosa que enturbiaría la calidad de la transacción, equiparándola al trueque o a la compra y venta. Esta distinción sigue subyaciendo en sociedades dominadas por otras formas de intercambio, incluso las capitalistas, pues entre parientes cercanos y amigos es habitual dar y tomar de forma desinteresada y sin ceremonia, en un espíritu de generosidad. Los jóvenes no pagan con dinero por sus comidas en casa ni por el uso del coche familiar, las mujeres no pasan factura a sus maridos por cocinar, y los amigos se intercambian regalos de cumpleaños y Navidad. No obstante, hay en ello un lado sombrío, la expectativa de que nuestra generosidad sea reconocida con muestras de agradecimiento. Allí donde la reciprocidad prevalece realmente en la vida cotidiana, la etiqueta exige que la generosidad se dé por sentada. Como descubrió Robert Dentan en sus trabajos de campo entre los semais de Malasia central, nadie da jamás las gracias por la carne recibida de otro cazador. Después de arrastrar durante todo un día el cuerpo de un cerdo muerto por el calor de la jungla para llevarlo a la aldea, el cazador permite que su captura sea dividida en partes iguales que luego distribuye entre todo el grupo. Dentan explica que expresar agradecimiento por la ración recibida indica que se es el tipo de persona mezquina que calcula lo que da y lo que recibe. «En este contexto resulta ofensivo dar las gracias, pues se da a entender que se ha calculado el valor de lo recibido y, por añadidura, que no se esperaba del donante tanta generosidad». Llamar la atención sobre la generosidad propia equivale a indicar que otros están en deuda contigo y que esperas resarcimiento. A los pueblos igualitarios les repugna sugerir siquiera que han sido tratados con generosidad.

Richard Lee nos cuenta cómo se percató de este aspecto de la reciprocidad a través de un incidente muy revelador. Para complacer a los !kung, decidió comprar un buey de gran tamaño y sacrificarlo como presente. Después de pasar varios días buscando por las aldeas rurales bantúes el buey más grande y hermoso de la región, adquirió uno que le parecía un especímen perfecto. Pero sus amigos le llevaron aparte y le aseguraron que se había dejado engañar al comprar un animal sin valor alguno. «Por supuesto que vamos a comerlo», le dijeron, «pero no nos va a saciar; comeremos y regresaremos a nuestras casas con rugir de tripas». Pero cuando sacrificaron la res de Lee, resultó estar recubierta de una gruesa capa de grasa. Más tarde sus amigos le explicaron la razón por la cual habían manifestado menosprecio por su regalo, aun cuando sabían mejor que él lo que había bajo el pellejo del animal:

Sí, cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar ésto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.

Lee observó a grupos de hombres y mujeres regresar a casa todas las tardes con los animales y las frutas y plantas silvestres que habían cazado y recolectado. Lo compartían todo por un igual, incluso con los compañeros que se habían quedado en el campamento o habían pasado el día durmiendo o reparando sus armas y herramientas.

No sólo juntan las familias la producción del día, sino que todo el campamento, tanto residentes como visitantes, participan a partes iguales del total de comida disponible. La cena de todas las familias se compone de porciones de comida de cada una de las otras familias residentes. Los alimentos se distribuyen crudos o son preparados por los recolectores y repartidos después. Hay un trasiego constante de nueces, bayas, raíces y melones de un hogar a otro hasta que cada habitante ha recibido una porción equitativa. Al día siguiente son otros los que salen en busca de comida, y cuando regresan al campamento al final de día, se repite la distribución de alimentos.

Lo que Hobbes no comprendió fue que en las sociedades pequeñas y preestatales redundaba en interés de todos mantener abierto a todo el mundo el acceso al hábitat natural. Supongamos que un !kung con un ansia de poder como la descrita por Hobbes se levantara un buen día y le dijera al campamento: «A partir de ahora, todas estas tierras y todo lo que hay en ellas es mío. Os dejaré usarlo, pero sólo con mi permiso y a condición de que yo reciba lo más selecto de todo lo que capturéis, recolectéis o cultivéis». Sus compañeros, pensando que seguramente se habría vuelto loco, recogerían sus escasas pertenencias, se pondrían en camino y, cuarenta o cincuenta kilómetros más allá, erigirían un nuevo campamento para reanudar su vida habitual de reciprocidad igualitaria, dejando al hombre que quería ser rey ejercer su inútil soberanía a solas.

Si en las simples sociedades del nivel de las bandas y las aldeas existe algún tipo de liderazgo político, éste es ejercido por individuos llamados cabecillas que carecen de poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes. Pero ¿puede un líder carecer de poder y aun así dirigir?

Cómo ser cabecilla

Cuando un cabecilla da una orden, no dispone de medios físicos certeros para castigar a aquellos que le desobedecen. Por consiguiente, si quiere mantener su puesto, dará pocas órdenes. El poder político genuino depende de su capacidad para expulsar o exterminar cualquier alianza pre visible de individuos o grupos insumisos. Entre los esquimales, un grupo seguirá a un cazador destacado y acatará su opinión con respecto a la selección de cazaderos; pero en todos los demás asuntos, la opinión del «líder» no pesará más que la de cualquier otro hombre. De manera similar, entre los !kung cada banda tiene sus «líderes» reconocidos, en su mayoría varones. Estos hombres to man la palabra con mayor frecuencia que los demás y se les escu cha con algo más de deferencia, pero no poseen ninguna autoridad explícita y sólo pueden usar su fuerza de persuasión, nunca dar órdenes. Cuando Lee preguntó a los !kung si tenían «cabecillas» en el sentido de jefes poderosos, le respondieron: «Naturalmente que tenemos cabecillas. De hecho, somos todos cabecillas… cada uno es su propio cabecilla».

Ser cabecilla puede resultar una responsabilidad frustrante y tediosa. Los cabecillas de los grupos indios brasileños como los mehinacus del Parque Nacional de Xingu nos traen a la memoria la fervorosa actuación de los jefes de tropa de los boy-scouts durante una acampada de fin de semana. El primero en levantarse por la mañana, el cabecilla intenta despabilar a sus compañeros gritándoles desde la plaza de la aldea. Si hay que hacer algo, es él quien acomete la tarea y trabaja en ella con más ahínco que nadie. Da ejemplo no sólo de trabajador infatigable, sino también de generosidad. A la vuelta de una expedición de pesca o de caza, cede una mayor porción de la captura que cualquier otro, y cuando comercia con otros grupos, pone gran cuidado en no quedarse con lo mejor.

Al anochecer reúne a la gente en el centro de la aldea y les exhorta a ser buenos. Hace llamamientos para que controlen sus apetitos sexuales, se esfuercen en el cultivo de sus huertos y tomen frecuentes baños en el río. Les dice que no duerman durante el día y que no sean rencorosos. Y siempre evitará formular acusaciones contra individuos en concreto.

Robert Dentan describe un modelo de liderazgo parecido entre los semais de Malasia. Pese a los intentos por parte de forasteros de reforzar el poder del líder semai, su cabecilla no dejaba de ser otra cosa que la figura más prestigiosa entre un grupo de iguales. En palabras de Dentan, el cabecilla:

mantiene la paz mediante la conciliación antes que recurrir a la coerción. Tiene que ser persona respetada […]. De lo contrario, la gente se aparta de él o va dejando de prestarle atención […]. Además, la mayoría de las veces un buen cabecilla evalúa el sentimiento generalizado sobre un asunto y basa en ello sus decisiones, de manera que es más portavoz que formador de la opinión pública.

BOOK: Nuestra especie
5.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Animal Manifesto by Marc Bekoff
PrimalDemand by Rebecca Airies
Take the A-Train by Mark Timlin
Promised to a Sheik by Carla Cassidy
A Few Good Men by Cat Johnson
Shiloh, 1862 by Winston Groom
Fire by Sebastian Junger