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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (50 page)

BOOK: Nuestra especie
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Un último argumento para rebatir la explicación difusionista de la agricultura de la segunda Tierra es que entre 7000 y 5000 a. C. los recolectores de las tierras altas de México ya plantaban pequeñas cantidades de judías, calabazas, amarantos, pimientos y agua cates como complemento de los frutos silvestres de la estación. Puesto que durante este período los chinos empezaban a adoptar un modo de vida neolítico y los pobladores de Europa y África occidentales aún no lo habían hecho, mal hubieran podido los viajeros transpacíficos o transatlánticos añadir algo a lo que ya conocieran los hombres de la segunda Tierra. Y esto es válido no sólo para la agricultura, sino también para las grandes transformaciones políticas que la agricultura hizo posible.

La evolución de la segunda Tierra

Como en el caso de la primera Tierra, los cambios climáticos y el agotamiento cinegético indujeron a los primeros colonizadores a diversificar su dieta. En México este cambio tuvo consecuencias distintas para los pobladores de las tierras bajas del litoral y de las regiones montañosas del interior. Gracias a la rica fauna y flora ribereña y marina, los habitantes de las zonas costeras de Tabasco, Veracruz y Belice empezaron a establecerse en aldeas mil o más años antes de adoptar la agricultura como principal medio de subsistencia. Las primeras jefaturas de la segunda Tierra probablemente tuvieron su origen en estas aldeas. Los habitantes de las tierras altas del interior, en cambio, no se establecieron en aldeas permanentes hasta obtener unas variedades de maíz de mayor calidad, a partir del tercer milenio a. C. Esta diferencia se explica porque los pueblos del litoral tenían todas las facilidades para abastecerse de pescados y otras fuentes concentradas de grasas y proteínas animales desde sus moradas permanentes, mientras que los pobladores de las tierras altas, pese a estar adelantados en la domesticación de plantas, se veían obligados a una mayor movilidad debido a la dispersión de los corzos, conejos, ardillas, ratas, aves e insectos que componían el amplio espectro de sus presas.

A medida que los asentamientos humanos fueron poblando los mejores emplazamientos ribereños y costeros, los habitantes de las tierras bajas empezaron a prestar mayor atención a la agricultura y añadieron a sus dietas la calabaza y el pimiento. Entre 3.000 y 2.000 a. C. se agregó el maíz, traído de los centros de domesticación de las serranías. Las jefaturas avanzadas hicieron su primera aparición en dos regiones: Tabasco-Veracruz, patria de los olmecas, y Yucatán-Belice, tierra de los mayas.

Los jefes olmecas dirigieron obras públicas de gran envergadura, como monumentos de piedra labrada, plataformas de tierra y pirámides. El basalto necesario para esculpir las cabezas redondas de casi tres metros de altura, los monolitos, altares y tumbas se acarreaba desde canteras situadas a más de 80 kilómetros de distancia. Los olmecas fijaban sus asentamientos en las cercanías de represas naturales cuyas fértiles tierras eran idóneas para el cultivo del maíz, pero siguieron pescando, recolectando moluscos y cazando. Hacia el año 400 a. C. aconteció un desastre: grupos desconocidos hicieron pedazos los monolitos, derribaron las cabezas de piedra y desfiguraron y enterraron los altares de piedra. ¿Qué conmemoran estas profanaciones? Probablemente, sublevaciones de plebeyos decididos a impedir una mayor concentración de poder y que preferían vivir sin sus reyezuelos y sin acceso a las tierras de las represas a estar sometidos a las crecientes exigencias de mano de obra y tributos.

La evolución maya siguió otros derroteros. Poco después de la caída de los olmecas, las jefaturas mayas consiguieron franquear el umbral hacia Estados gobernados desde centros ceremoniales espaciados a distancias de una jornada de caminata. Cada centro poseía edificios ornamentales de varias estancias que se alzaban sobre plataformas agrupadas simétricamente alrededor de plazas pavimentadas. A lo largo del eje principal de cada centro, los mayas erigieron estatuas y monolitos con inscripciones realizadas en el sistema de glifos inventado por ellos, en las que se relataba la historia del reino, las grandes batallas ganadas y otras hazañas, todo ello con indicación precisa de fechas, calculadas con ayuda de meticulosas observaciones astronómicas. Dominaban cada centro, a la manera de los zigurat de Mesopotamia —pirámides truncadas revestidas de piedra—, con escalinatas que conducían a los templos situados en la cumbre. La mayor parte de la población vivía dispersa en grupos de casas cercanas a los campos de cultivo y sólo visitaba el centro los días de mercado o para presenciar ceremonias públicas importantes o prestar su trabajo cuando los jefes supremos así lo requerían.

Para hacer frente al creciente número de habitantes, los mayas pasaron de la tala y quema a técnicas agrícolas más intensas. Construyeron canales de avenamiento, terraplenaron los suelos húmedos para ganar campos de cultivo permanentes, explotaron las plantas y los animales acuáticos que prosperaban en los canales y cultivaron frutales fertilizados con desperdicios domésticos. Estas inversiones a largo plazo, junto con la extensa destrucción de la superficie forestal original, hacían que al plebeyo le resultara difícil o poco estimulante intentar escapar de las crecientes exigencias de corveas y tributos.

A partir del 800 d. C. el territorio nuclear de la civilización maya experimentó un cambio radical. Cesó toda actividad de construcción, la gente se alejó de los centros y la población entró en una fase de declive permanente. Indicios diversos señalan como razón de la decadencia maya la intensificación excesiva de la producción agrícola, llevada más allá de los límites de la capacidad de sustentación. La desforestación, raíz del problema, aceleró el agotamiento y la erosión del suelo y probablemente provocó una disminución de la pluviosidad en toda la península de Yucatán. La erosión de las laderas y la disminución de las lluvias ocasionaron, a su vez, el encenagamiento de las cuencas y de los canales de drenaje. Con ello no sólo se hizo más difícil y menos productivo el establecimiento de bancales, sino que también desaparecieron de los canales la rica fauna y flora que los habitaban. Estos cambios ecológicos exacerbaron las rivalidades entre los diversos centros y provocaron el descontento popular. Las guerras, revueltas y la interrupción de las rutas comerciales hicieron el resto para marcar el punto final del período clásico de la civilización maya.

En las tierras altas de México, que admitían un cultivo más intenso y la aplicación de técnicas agrícolas más productivas, las jefaturas pudieron evolucionar hacia Estados mucho mayores y más poderosos que los mayas, hasta culminar en sistemas políticos de dimensiones imperiales. Los Estados de mayor tamaño crecieron en la cuenca de México, una región que corresponde más o menos a la actual ciudad de México y toda su área metropolitana. Aquí las aldeas agrícolas surgieron relativamente tarde, entre 1400 y 1200 a. C. Los primeros aldeanos practicaron en las laderas montañosas una forma de agricultura de tala y quema, a media altura por encima de la base de la cuenca, donde se daba un equilibrio entre una pluviosidad máxima y un mínimo de heladas perjudiciales para los cultivos. El crecimiento de la población les obligó a explotar la franja septentrional de la cuenca, más desfavorable por ser allí más baja la pluviosidad. Fue allí, en el valle de Teotihuacán, a unos 40 kilómetros al nordeste del centro urbano de la actual ciudad de México, donde floreció el primer Estado imperial de la segunda Tierra.

Los fundadores de Teotihuacán resolvieron el problema del agua y de las heladas aprovechando manantiales de caudal estable alimentados por las lluvias y nieves que se filtraban por los suelos volcánicos a grandes altitudes. Hacia el año 500 a. C. el centro urbano de Teotihuacán cubría una superficie de 12 kilómetros cuadrados y contaba con una población de más de 100.000 habitantes. Era una ciudad planificada, como indica el trazado reticulado de sus calles y avenidas, los mercados implantados en varios distritos y los barrios que agrupaban determinadas actividades artesanas. En el centro se erigía un complejo de edificios públicos, que en comparación empequeñecían los de Tikal, el mayor centro maya, y oscurecían los centros olmecas. El monumento principal, la llamada Pirámide del Sol, aún figura entre las estructuras más grandes del mundo. Con sus 65 metros de altura y más de 215 de lado, sus tamaño superaba al del zigurat de Babilonia.

Según crecía la ciudad, la demanda de madera de combustión y construcción fue despojando las montañas circundantes. Cambió el régimen de filtración de aguas y disminuyó el caudal de las fuentes. El descontento popular y los ejércitos extranjeros pusieron fin al Estado. En el año 750 d. C. la ciudad fue saqueada, incendiada y abandonada.

Al contrario de lo que ocurrió en la zona que había conocido el apogeo maya, la cuenca de México no quedó despoblada tras la caída de Teotihuacán. Nuevos Estados nacieron y murieron, hasta culminar en los aztecas, cuya capital, Tenochtitlán, contó con más de 100.000 habitantes y cuyos jardines, calzadas elevadas, mercados, pirámides y templos maravillaron en su tiempo. Su agricultura fue aún más intensiva y productiva que la de Teotihuacán. Las importantes obras de contención de crecidas, desalinización y saneamiento permitieron cultivar las tierras durante todo el año en «jardines flotantes» (en realidad eran plataformas construidas sobre el barro y los detritos de las tierras lacustres, conectadas entre sí para permitir su drenaje y el transporte a través de una red de canales).

Pese a la productividad de la agricultura de chinampa, creo que los aztecas no tuvieron la posibilidad de evitar el hundimiento y la ruina de su imperio, destino común de sus predecesores. Su costumbre de reunir a los ejércitos derrotados y llevarlos a Tenochtitlán para sacrificarlos y comérselos no era precisamente propicia a consolidar un imperio duradero, y revelaba ya una sociedad profundamente quebrantada por la presión popular y el agotamiento del medio ambiente. Pero aguardaba a los aztecas un destino singular. En el año 1519 d. C. fueron conquistados por un puñado de invasores procedentes de otro mundo, vestidos con armaduras impenetrables y montados en grandes animales que habían sido cazados hasta su extinción y que los hombres de la segunda Tierra no habían visto en 10.000 años.

Los faraones andinos

La mayor urbe de la civilización de la segunda Tierra estaba situada mucho más al sur del mundo azteca, en los valles elevados de la cordillera andina y a lo largo de la costa pacifica de América del Sur. Sabemos que este otro centro de formación inicial del Estado no estuvo totalmente exento de la influencia mexicana. Es casi seguro, por ejemplo, que el maíz se propagó desde el norte hacia el sur. En tanto que agricultores, empero, los sudamericanos eran en extremo innovadores por derecho propio, y ya habían domesticado varios tipos de frijoles y patatas y de un cereal que crece a gran altitud, la quinoa, antes de empezar a plantar maíz. Como domesticadores de animales estaban muy por delante de los aztecas. Criaban llamas y alpacas, desconocidas en México, para comer su carne e hilar su lana, y comían cobayas domesticadas —igualmente desconocidas en México— que alimentaban con restos de cocina.

Al igual que en América Central, las primeras aldeas sedentarias hicieron su aparición en las zonas del litoral y precedieron a la domesticación de especies animales y vegetales con fines de alimentación. A lo largo de la costa peruana, las jefaturas, que alrededor del 2000 a. C. construyeron los primeros grandes túmulos y monumentos de mampostería, basaban su sustento en la captura de la anchoa, que en aquellas playas abunda de forma extraordinaria. Después, con el aumento de la población, los asentamientos se alejaron del mar para remontar las cuencas fluviales, donde pasaron a depender del cultivo del maíz en campos de regadío. Limitados por el desierto, el mar y las empinadas vertientes andinas, estas jefaturas de los valles fluviales empezaron a franquear el umbral hacia el Estado alrededor del año 350 a. C.

Mientras tanto, en los valles circunscritos de la cordillera andina y en las orillas de sus lagos se habían producido una serie de avances comparables en la agricultura de regadío. Una vez los gobernantes lograron integrar en un solo sistema los Estados de los valles costeros y del interior, empezaron a nacer los sistemas imperiales. El primero en conseguirlo fue la cultura chimú, cuya capital rodeada de inmensas murallas de barro, Chan Chan, estaba situada en la costa. Los incas, cuya capital (Cuzco) se erigía en las montañas, absorbieron a la cultura chimú y fundaron en el año 1438 d. C. un imperio que se extendía a lo largo de 3.200 kilómetros y contaba 6 millones de habitantes.

Teniendo en cuenta que su único medio para consignar la información consistía en atar nudos en manojos de cuerdas llamados quipus, el arte de gobernar de los incas tiene poco que envidiar a los antiguos sistemas imperiales de la primera Tierra. Las unidades administrativas básicas se clasificaban en tres niveles: aldeas, distritos y provincias, todas ellas a cargo de funcionarios integrados en una cadena de mando centralizada en Cuzco. Los funcionarios eran responsables del respeto de la ley y del orden, de la recaudación de impuestos, así como de la planificación y el reclutamiento de mano de obra y la ejecución de obras públicas. Las tierras de las aldeas también se dividían en tres partes, de las cuales la mayor se reservaba a las familias campesinas, en tanto que el producto de las partes segunda y tercera se cedía a la clase sacerdotal y al Estado y se almacenaba en graneros especiales. La distribución de estas reservas estaba totalmente en manos de la administración central. Además, cuando se necesitaba mano de obra para la construcción de carreteras, puentes, canales, fortificaciones u otras obras públicas, los reclutadores del Gobierno acudían directamente a las aldeas. Gracias a la envergadura del aparato administrativo y a la densidad de población, era posible poner a disposición de los ingenieros incas cantidades ingentes de trabajadores. En la construcción de la fortaleza de Sacsahuamán, en Cuzco, 30.000 personas extrajeron, acarrearon y levantaron monolitos gigantescos, algunos de los cuales alcanzaban 200 toneladas de peso. Tales contingentes de mano de obra eran raras en la Europa medieval, pero no así en el antiguo Egipto, en Próximo Oriente o en China.

Los emperadores incas eran los faraones de la segunda Tierra, primogénitos de primogénitos, descendientes del dios solar y seres celestiales de santidad sin igual. Dioses en la Tierra, gozaban de poderes y lujos inimaginados por el pobre jefe mehinacu en su lastimera lucha diaria por preservar el respeto y la obediencia de los suyos. La gente corriente no podía dirigirse cara a cara a su emperador, que concedía sus audiencias oculto tras un biombo, y las personas que se acercaban a él tenían que hacerlo cargando un bulto a sus espaldas. Viajaba reclinado en un palanquín ricamente adornado, llevado por cuadrillas especiales de porteadores. Un ejército de barrenderos, aguadores, jardineros y cazadores atendía sus necesidades en el palacio de Cuzco. Si algún miembro de este personal cometía alguna falta, el castigo podía recaer en toda su aldea.

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