La destrucción completa de recursos naturales, que ha desempeñado un papel primordial en la historia de la evolución cultural, corrobora esta forma inconsciente de conciencia. Los recolectores del período glaciar no perseguían de forma intencionada la extinción de los mamuts, bisontes gigantes, caballos y otras especies de caza mayor; los fores y los sambias no pretendían convertir la selva de Nueva Guinea en praderas, y los mayas no encenagaron sus canales de drenaje a propósito. La circunscripción es otro resultado decisivo no buscado. Los sumerios no tuvieron intención de atraparse a sí mismos en asentamientos estratificados cuando crearon su verde hábitat irrigado en medio de un desierto; y tampoco los fundadores de Teotihuacán tuvieron intención de quedar atrapados por la dependencia de sus sistema de regadío alimentado de manantiales.
El siglo XX parece una verdadera cornucopia de cambios inintencionados, indeseables e inesperados. El automóvil, meramente pensado como máquina para ayudar a la gente a ir de un sitio a otro más deprisa que a caballo o en calesa, modificó por completo las pautas de asentamiento y las prácticas comerciales de las sociedades industriales. Nadie persiguió o previó la transformación de tierras agrícolas en zonas residenciales, las desoladas fajas de tierra que bordean tantas carreteras y la consagración de los centros comerciales como nuevos centros de vida social. Nadie previó tampoco el aspecto del rostro humano durante un bloqueo total del tráfico, la ansiedad e hipertensión que provocan las caravanas de coches de causa desconocida, o los hierros retorcidos y la sangre en la carretera dos horas más tarde. Y seguro que nadie quiso que los automovilistas tardaran más hoy día en llegar al trabajo o desplazarse de un extremo a otro de la ciudad que los conductores de coches de caballos.
¿Sabían nuestros padres de la acumulación industrial de residuos tóxicos en todos los elementos sólidos, líquidos y gaseosos que mantienen en vida a la naturaleza? Mientras limpiaban y cuidaban sus coches como si de animales de compañía se tratara, ¿se pararon acaso alguna vez a pensar qué pasa con los vapores excrementicios que emiten los motores? Esperaban que la química les deparara una vida mejor, y la tuvieron en forma de nuevas fibras, materias plásticas y aleaciones. No esperaban una vida peor por culpa de la química en forma de vertederos domésticos e industriales cancerígenos, y ríos, lagos y mares rebosantes de PVC y peces contaminados. Querían electricidad, pero no querían que la combustión de carburantes fósiles se convirtiera en lluvia ácida, que mata los árboles y envenena los lagos de las montañas. Tampoco querían que los gases de los frigoríficos destruyeran la capa de ozono que nos escuda contra el cáncer de piel, ni que otras emisiones industriales amenazaran con fundir los casquetes polares e inundar ciudades bajo 30 metros de agua.
Los acontecimientos políticos y económicos del siglo XX revelan la misma pauta de consecuencias inintencionadas, imprevistas e indeseables: una guerra para terminar con todas las guerras seguida de otra para garantizar la democracia en el mundo, seguida de un mundo lleno de dictaduras militares. La gran revolución que debía dar a la clase trabajadora una utopía comunista les dio una policía secreta, viviendas atestadas y largas colas delante de los comercios. Para no ser menos, un cuarto de siglo después de que el gobierno estadounidense declarara la guerra a la pobreza, más norteamericanos que nunca se hallan hoy sin hogar y mendigan por las calles.
Nadie quiere la pobreza, y menos los mendigos, pero la pobreza subsiste. Nadie quiere recesiones, la caída del mercado de valores o el abandono de las explotaciones agrícolas familiares, pero estas cosas suceden de todos modos. Gran número de mujeres casadas empezaron a entrar en el mercado del trabajo en los años sesenta con la intención de completar los ingresos de sus maridos. Treinta años más tarde, la expansión y feminización de la población activa habían deprimido los salarios, lo cual hizo un segundo sueldo indispensable para sufragar una vivienda como Dios manda, y convirtió tener hijos como Dios quiere en un lujo inasequible. ¿Cómo se decidieron estas cosas? ¿Quisieron alguna vez las mujeres que el tipo de familia de crecimiento más rápido fuera la de madre e hijos criados en la pobreza, sin la presencia de un padre?
Sí, hay también cosas buenas como son la erradicación y curación de la viruela y otras enfermedades epidémicas, el aumento de la esperanza de vida, niveles de consumo más elevados en algunas partes de Asia, y la eliminación de barreras comerciales y de rivalidades militares centenarias en Europa occidental. En otros ámbitos, empero, los esfuerzos por conseguir cambios fundamentales siguen siendo de una ineficacia espectacular. Durante la década de los ochenta afligieron grandes partes de África y Asia meridional algunas de las peores hambrunas conocidas en la historia, ante las propias narices de las Naciones Unidas y otros organismos internacionales. En cifras absolutas, hay en el mundo más hombres pobres y crónicamente subalimentados al final que al principio del siglo XX, y no hay un país en que los ricos no sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Cifras nunca antes alcanzadas de préstamos irrecuperables amenazan la solvencia del sistema bancario internacional con consecuencias que nadie se atreve a predecir. La droga ha arruinado más vidas, matado a más gente y causado más robos al final del siglo XX que en cualquier otro momento de la historia o prehistoria. Los pelotones de ejecución, las policías secretas y la tortura de prisioneros están hoy más que nunca a la orden del día, y los grupos étnicos, religiosos y raciales se matan entre sí a una escala nunca vista: protestantes contra católicos en Irlanda del Norte, judíos contra palestinos en Israel, cristianos contra musulmanes en Beirut, chiítas contra sunitas en Arabia Saudí, hindúes contra musulmanes en la India, sijs contra hindúes en el Punjab, tamiles contra ceilandeses en Sri Lanka, hutus contra watusis en Burundi, negros contra «afrikaners» en Sudáfrica, blancos contra negros en Norteamérica, armenios contra azerbaiyanos en la Unión Soviética, irakíes contra kurdos en Irak, vascos contra españoles en España.
¿Imaginaron alguna vez los hermanos Wright que el milagro de volar no iba a poder suceder sin que los pasajeros pasaran primero por rayos X, detectores de metales y cacheos? ¿O que personas inocentes fueran a morir simplemente por estar sentados en la terraza de un café, bailando en una sala de fiestas, haciendo cola en un mostrador de aeropuerto o descansando en un crucero? Abundan los ataques de guerrilleros y las guerras en toda regla: Irak e Irán, Líbano e Israel, «contras» y sandinistas, Argentina y Gran Bretaña, Estados Unidos y Granada, Etiopía y Eritrea, Vietnam y Camboya, Unión Soviética y Afganistán; sin mencionar los movimientos guerrilleros en Angola, Mozambique, Namibia, Ecuador y Filipinas. En cuanto termina uno de estos conflictos comienza otro: no hay razón alguna para esperar que vayan a disminuir estas matanzas. Prácticamente todas las potencias industriales, tanto en Oriente como en Occidente, fabrican y venden lo último en armamento, salvo bombas atómicas, a docenas de países que se temen o se odian.
A la luz de todas estas calamidades no intencionadas, me pregunto si efectivamente estamos algo más cerca del control consciente de la evolución cultural que nuestros antepasados de los albores de la Edad de Piedra. Como ellos, no paramos de tomar decisiones; pero ¿acaso somos conscientes de que estamos determinando las grandes transformaciones necesarias para la supervivencia de nuestra especie?
¿Acabará en guerra nuclear el experimento de la naturaleza con la ente y la cultura? Nadie conoce la respuesta, pero hay muchas razones para ser pesimista. Los arsenales nucleares albergan armas suficientes para matar de forma definitiva a toda la especie humana y gran parte del mundo animal y vegetal que conocemos. Los estrategas militares creen que nunca habrá necesidad de hacer uso de estas capacidades porque la Unión Soviética no atacará a Europa occidental ni a Estados Unidos con armas nucleares ni tampoco con armas convencionales mientras tenga la certeza de que un intercambio nuclear significará la aniquilación de ambas partes. Lo que más me alarma es que los ciudadanos de a pie y los políticos por ellos elegidos acepten la idea de que nuestra especie tiene que aprender a vivir con la amenaza de la aniquilación mutua por ser la forma mejor y más barata de reducir el peligro de que una potencia atómica ataque a otra. ¿Qué clase de principios prácticos, morales o éticos legitima a un pequeño número de expertos para jugarse el futuro de nuestra especie apostando a que las armas nucleares nunca se llegarán a utilizar? Es una apuesta que se ha hecho sin contar en absoluto con el consentimiento de la gente que va a morir si resulta que los estrategas han errado. Ni siquiera los ciudadanos de las grandes potencias han votado nunca directamente que estén dispuestos a arriesgar la aniquilación total por mantener la paz mediante la disuasión nuclear.
Desde la perspectiva de la evolución, la crisis a la que nos enfrentamos en la actualidad es, inevitablemente, la crisis del Estado como forma de organización política depredadora, nacida, alimentada y difundida por la fuerza. Por consiguiente, es muy probable que nuestra especie no sobreviva el siglo próximo, o ni siquiera la mitad de aquél, si no trascendemos las exigencias insaciables de soberanía y hegemonía que plantea el Estado. Y el único medio para llegar a ello muy bien pudiera consistir en trascender el propio Estado creando de manera consciente formas nuevas de mantener la ley y el orden a escala mundial y sumiendo la soberanía de los Estados existentes en una federación mundial cuyos miembros accediesen al desarme total, excepción hecha de las fuerzas de policía locales y regionales.
¿Cuáles son las perspectivas de que la evolución cultural se desvíe de su trayectoria suicida? La paz mundial parece mucho más lejana que la guerra mundial, dada la fama de realistas astutos que se atribuye a los belicistas y de soñadores quijotescos que tienen los pacifistas. Mas los caminos de la evolución cultural no han privado del todo a nuestra especie de una base práctica para trascender al Estado. Las comunicaciones vía satélite y los aviones de reacción han abierto la posibilidad de mantener informadas a las poblaciones locales y regionales sobre los acontecimientos que tienen lugar en partes lejanas del mundo, condición necesaria si queremos conseguir que un espíritu de comunidad mundial llegue a sustituir o prevalecer sobre las formas tradicionales de nacionalismo, etnocentrismo, racismo y sectarismo. Los avances en los transportes y las telecomunicaciones también hacen que desde un punto de vista material un Parlamento mundial sea más viable técnicamente al final que al principio del siglo XX. Al hacer uso de esos mismos avances tecnológicos, los negocios y el comercio han adquirido una envergadura cada vez más amplia y cada vez más opuesta a las barreras nacionales para la libre circulación de mercancías y servicios. Considérese, además, que las empresas de mayor tamaño y de mayor éxito poseen delegaciones y centros de producción en docenas de países. Como promotores activos de intereses y perspectivas mundiales, las empresas multinacionales, cuando no se dedican a la fabricación de armas, pueden suponer un apoyo más a los esfuerzos por trascender al Estado.
Por último, los estudios sobre el índice de consolidación de las unidades políticas soberanas desde los tiempos prehistóricos hasta la actualidad ofrecen alguna esperanza a aquellos que creen que es necesario superar el Estado si queremos que nuestra especie sobreviva. Robert Carneiro, del Instituto Americano de Historia Natural, estima que el número de unidades políticas autónomas en el mundo alcanzó su punto máximo hacia el año 1000 a. C. En aquel momento habría unas 500.000 bandas, aldeas y jefaturas distintas. Con la expansión de los Estados y los imperios en todo el mundo, el número de unidades autónomas descendió hasta 200.000 en el año 500 d. C. Desde entonces hasta el momento presente, el proceso se fue acelerando hasta reducir el número de unidades a menos de doscientas. Sólo en Alemania, donde en 1648 había novecientos Estados soberanos, no hay hoy más que una. Extendiendo la curva que enlaza las sucesivas reducciones en el número de unidades soberanas, Carneiro calcula que a partir del año 2300 d. C. habrá en todo el mundo un solo Estado. Por desgracia, como señala Carneiro, la forma principal de reducir el número de unidades autónomas ha sido siempre la guerra; de ahí que conciba la reducción de un número pequeño hasta uno como resultado de una guerra definitiva a la que el mundo deberá intentar sobrevivir como sea. Puesto que me parece virtualmente imposible que nuestra especie pueda sobrevivir a otra guerra mundial, nuestra única esperanza reside en encontrar vías pacíficas para llevar a término esa tendencia hacia la unidad.
Es fundamental que en la lucha por la conservación de la mente y la cultura en la Tierra lleguemos a comprender de forma más clara los límites que nos impone la naturaleza. Y sin embargo, debemos reconocer la significación del despegue cultural y la gran diferencia entre evolución biológica y cultural. Tenemos que librarnos de la idea de que somos una especie agresiva por naturaleza que no sabe evitar la guerra. Como demuestran los hechos, hemos de rechazar, por carecer de base científica, las pretensiones de que existen razas superiores e inferiores y de que las divisiones jerárquicas intra e intersociales son consecuencia de una selección natural y no de un largo proceso de evolución cultural. Tenemos que reconocer hasta qué grado no podemos controlar todavía la selección cultural y tenemos que luchar por llegar a controlarla mediante el estudio objetivo de la condición humana y de los procesos que se repiten a lo largo de la historia.
Abrams, H. L. (1987).: «The preference for animal protein and fat: a crosscultural survey», en Food and evolution: toward a theory of human food habits, comp. de Marvin Harris y Eric Ross, 207-223. Filadelfia, Temple University Press.
Adams, M. y Neil, J. V. (1967): «The children of incest», en Pediatrics, 40: 55-62.
Ammerman, A. J. y Cavalli-Sforza, L. L. (1984): The neolitic transition and the genetics of population in Europe. Princeton, Princeton Universtiy Press.
Ardrey, Robert (1961): Áfrican genesis: a personal investigation into the animal origins and nature man. Nueva York, Atheneum. [Traducción cast.:Génesis en África. La evolución y el origen del hombre. Hispano Europea,19, 69.]